La curiosidad de Rosendo se centra ahora en la
historia de sus abuelos, de quienes tiene vagos recuerdos. Entonces le
pregunta a Clarita:
–Madre, ¿y qué fue de la abuela Jesusa?
–Ah, la abuela Jesusa. Tu abuela se llamaba Kaba y tu
abuelo, Elimane. Los trajeron desde África y los compró Don Pereyra de
contrabando en Buenos Aires. Ahí fue cuando se conocieron. Les pusieron
nuevos nombres y les prohibieron hablar en su propia lengua. El abuelo se
accidentó feo con una carreta. Fue mal curado y estuvo enfermo casi un año
antes de morir. Entonces nos vendieron.
Clarita
se entristece y se le escapan unas lágrimas mientras aprieta el amuleto que lleva al
cuello. Rosendo la abraza con ternura.
–¿Por qué llora, madre?
–Porque apenas me dejaron despedirme de él y se lo
llevaron no sé adónde. Este amuleto me lo regaló antes del accidente. Lo había
hecho con una piedra del arroyo y unas oraciones que pronunció en su lengua
cuando todavía estaba sano.
–¿Y usted no sabe hablar en africano?
–No, hijo;
no nos permitían hablar en nuestras lenguas. Para poder sobrevivir hay que saber
olvidar; recuerdo sólo unas pocas palabras. Tu abuela enfermó de tristeza.
Cuando me vio feliz con tu padre y que habías nacido sano y fuerte, no quiso
seguir luchando. Una noche, cuando tenías como cuatro años, se
durmió canturreando una triste melodía y ya no despertó. Don Juanma nos permitió enterrarla en “Los Cerrillos”. Allá
quedó a campo abierto. Tal vez haya regresado a su aldea con el abuelo
Elimane…Pero ahora te voy a contar algo lindo. Cuando yo nací me pusieron
Ramona y así me bautizaron.
–¿Ramona? –Preguntó Rosendo entre divertido y
asombrado.
–¡Sí, Ramona, como lo oyes! Pero entró al cuarto una
de las nietas del amo y al ver que mi piel no se había oscurecido aún,
asombrada exclamo: “¡Mami, la bebé de Jesusa es más clarita! A mi mamá le
causó mucha gracia el comentario, por eso siempre me llamó “Clarita”.
–¡Así que mi mamá Clarita no se llama Clarita!
–No, no, no, Clarita es el nombre con que me
llamó mi mamá y es quien soy.
Entonces Rosendo le pregunta a Cirilo: –¿Usted sabía
esta historia, padre?
–Si, m’hijo. Pero su madre siempre fue mi Clarita.
–¿Y sus padres? ¡Nunca me habló de los abuelos!
Cirilo deja sus quehaceres, cierra los ojos y se pierde
en un largo silencio. Después, frunciendo el ceño, como buscando un recuerdo
perdido, comienza su relato con un dejo de tristeza en la voz.
–Yo elegí la libertad, pero ellos prefirieron
seguir esclavos. Mi padre se llamaba Koffi y mi madre, Ndenga. Cuando los
compró Don Bruno Muñoz en Montevideo, los llamó Anacleto y Aniceta. Hablaban
una lengua diferente a tus otros abuelos, pero no recuerdo ninguna palabra. No
supe más de ellos desde el año doce, cuando me fugué y me hice lancero de la
Patria.
Y así, entre venta de agua y preparativos, los días
van transcurriendo mientras las noticias que llegan a Buenos Aires son cada vez
menos alentadoras. Una semana después mientras la familia culmina los
preparativos de su mudanza llega un mensajero, les entrega una nota y se marcha.
Clarita lee con manos temblorosas.
–¡La niña Manuelita nos manda llamar! ¿Cirilo, qué
está pasando?
–No sé, Clarita, no sé. Pero mejor nos apuramos que
en cualquier momento oscurece.
Los morenos ensillan la mula y parten hacia Palermo de
San Benito con Clarita en el anca. El encuentro es emocionado. Las mujeres se
abrazan con cariño.
Manuelita les dice: –Tatita no está, por eso
los mandé llamar con urgencia.
–¿Qué sucede mi niña? –Pregunta Clarita.
–El traidor Urquiza se nos viene encima y la situación
en Buenos Aires no va a ser saludable para nadie. Estos documentos que firmó
mi primo avalan que ustedes son libres.
–Pero niña…
–¡Ya lo sé, Clarita! ¡Ya sé que ustedes son libres y
siempre lo fueron! Pero ningún documento firmado por Tatita será reconocido si
vence el entrerriano.
–¿Y qué va a hacer Don Juanma si eso pasa?
–Nos iremos a Europa. Ya está arreglado, pero Tatita
no quiere hablar de eso. Yo quiero que ustedes estén bien, por eso le pedí a
Tomás estos papeles.
–¡Mi niña querida, se me parte el corazón!
–No, Clarita. Ustedes vivirán y nosotros viviremos.
La vida decidirá lo que ha de suceder.
Yo les voy a escribir y tendrán noticias nuestras.
Este pañuelo te ayudará a recordarme; ¡cuídalo como me cuidaste a mí! ¿Qué más
puedo hacer por ustedes?
Entonces Cirilo hace su pedido: –Si no se ofende niña,
andamos necesitando un par de caballos.
–¡Como me voy a ofender, Cirilo! Mañana mismo se los
hago llegar. Ahora es mejor que se vuelvan. La noche se está cerrando.
Los días se suceden y el avance de las tropas
enemigas no se detiene. La tirantez que se vive en la ciudad es muy grande.
Mientras el matrimonio prepara los enseres que habrán
de transportar, el joven raspa con un vidrio la pintura de su tambor. Cirilo al
verlo le pregunta si piensa en llevárselo.
–Sí, padre. No quiero desprenderme de él.
Mientras pueda, lo cargaré. Le saco la pintura roja
para no llamar la atención.
–Hijo, vamos a lo desconocido. Deberemos construir una
nueva vida y te empeñas en acarrear un legado ancestral ¡del que no sabes bien
de qué se trata!
–¡Lo sé padre, pero el tambor me habla cuando golpeo
el parche!
–¿Le habla el tambor? –pregunta Cirilo con
incredulidad.
–¡Sí, me habla! Muchas veces no entiendo sus palabras,
pero me hacen sentir muy bien, me dan felicidad –responde Rosendo mientras
acaricia la madera.
–Bueno, bueno. Pero métale con el tambor que hay que
completar la mudanza.
Temprano
una mañana, cargan la mula con todo lo que pueden llevar, ensillan los caballos y salen de la ciudad
al paso por el Puente de Restauración de las Leyes. Cruzan y rumbean por el
Camino Real al Sud, ahora al trote corto para no cansar los animales; la
jornada será larga.
Finalmente se encuentran con Mariano Rosas y su
pequeña escolta a la vera de un arroyo como a 7 leguas al sureste de la ciudad.
Comparten charque y galletas a la sombra de un ceibo. Mariano habla solamente
con Cirilo.
–Peñi (hermano) Cirilo, la vida entre Ranqueles es
dura. Tu kuré (esposa) es mujer de muchos años. Amún (ir) Chadi–comú (agua
salada). Allí hay un fuerte y un poblado. Vive gente de tu color. Con ellos
estarán mejor…
–Si usté lo dice, así ha de ser nomás. ¿Y ande
queda eso?
El indio estira el brazo señalando en dirección
sur–oeste y agrega:
–Por allá. Como a diez leguas.
La familia se prepara para reemprender la marcha. El
indio y el negro se despiden. Mariano se quita un collar de plumas y huesos y
ante el asombro de los otros indios se lo obsequia a Cirilo.
–Mariano Rosas es agradecido. Nunca olvidará tu ayuda
en tiempos lejanos. Cuando sientas que la tierra tiembla, cuelga el amuleto
delante de tu puerta y el malón no te tocará. Recuérdalo.
–Siempre te recordaré con afecto. Hasta otra
vuelta y ¡gracias!
Morenos ISBN 978-987-28908-9-6