martes, 25 de enero de 2011

Un cuento de amor

Agustín se pasea nerviosamente de una esquina a la otra. Su nerviosismo se debe a que es la primera vez en muchos años demasiados talvez- que concurre a una cita romántica. No es un adolescente sino un adulto con unas cuantas cicatrices en su haber y sin embargo se siente inquieto, queriendo vanamente sosegar las palpitaciones de su corazón.
             Mira la hora, compra caramelos, va y viene… Cuando finalmente la ve llegar con una sonrisa capaz de eclipsar la belleza del amanecer, siente que sus rodillas tiemblan, que su voz se estrangula en la garganta. Es que está bellísima, como no se la podía imaginar
            Después de decir las únicas palabras que logró articular: “¡Estás preciosa!”, se sientan a conversar con un café de por medio. Se conocieron circunstancialmente hace apenas seis semanas y es la primera vez desde entonces que se ven; hasta ahora solamente se comunicaron por teléfono.
            Él es por naturaleza sensible e introvertido, pero mirando esos ojos que le robaron el sueño, va directo al grano y con palabras sencillas pero sinceras le dice que la citó para confesarle su amor. La sorpresa se refleja en el rostro de ella y un tenue rubor aflora en sus mejillas. El asombro parece resaltar su belleza y Agustín sonríe disfrutando ese momento, que será inolvidable para él.
            _ ¡Cómo puede ser! ¡Tan así… tan de repente! ¡Apenas nos vimos una vez!
Estas palabras y el timbre vibrante y juvenil de su voz, le dan mayor seguridad a él, que aumenta el desconcierto del rostro amado al decir:
            _ Cuando te vi por primera vez, quedé cautivo de tu mirada. La profundidad de tus ojos negros me invitaba a sumergirme en ellos y despertaron en mí, sentimientos jamás experimentados.
            El tiempo parece transcurrir sin prisa y el diálogo avanza sobre temas íntimos de cada uno de ellos. Como viejos amigos hablan de sus tropiezos, de sus esperanzas, del pasado y del presente. No hacen planes, sino que se cuentan cosas y reflexionan sobre lo que consideran importante. Sus historias son historias de gente común, con alegrías y tristezas, con éxitos y fracasos, con esperanzas y desencuentros…
            En todo momento Agustín la mira fijamente a los ojos, como sorbiendo la vida que de ellos parece brotar Solamente desvía la mirada cuando ella sonríe, porque de esa sonrisa parece nutrirse el sol No puede creer lo que está viviendo, cada gesto de ella le brinda felicidad!
            Cuando cada uno debe volver a sus quehaceres, se despiden con el compromiso de volverse a encontrar y seguir edificando esa relación. La carga emotiva de Agustín como consecuencia de ese encuentro fue de tal magnitud que todo le parecía novedoso y se sintió nuevamente joven y con nuevas ganas de vivir, y de vivir en plenitud. Desconcertante como siempre, esa noche la llamó y le cantó una serenata por teléfono.
            Durante un tiempo Agustín fue un hombre casi desconocido para sus amigos. Derrochaba optimismo, cantaba por la calle, escribía poemas, vivía sonriente; había cambiado su fría racionalidad por un sentimentalismo casi adolescente. A pesar de la amistad de muchos años que nos unía, nunca tomó en serio mis recomendaciones; él estaba convencido de que se había enamorado como nunca antes y que la fuerza y pureza de su amor eran más que suficientes para cambiar las situaciones más adversas.
            A mis argumentos, con una sonrisa bonachona, contestaba invariablemente:
_ Nunca olvides que el Palo Borracho florece en otoño y el Lapacho en invierno!
Pero así como una vez sus caminos se encontraron y continuaron por un tiempo en la misma dirección, bien superpuestos o aparejados, algo sucedió que los separó y cada uno tomó un sentido diferente.
Cierta noche llaman a mi puerta y al abrir me encuentro con mi viejo amigo con barba de varios días, cosa rara en él, desaliñado, con una botella de champán en una mano y una copa en la otra.
            _ Hola, necesito que me ayudes.
            Por su forma de hablar noté que no estaba borracho y eso me tranquilizó un poco.
            _ Por supuesto que si! Pero pasá por favor!
            _ No, no, aquí afuera está bien…
            Sirvió la copa hasta la mitad mientras un par de lágrimas corrían por sus mejillas y yo permanecía mudo en la puerta mirando sin entender lo que estaba sucediendo. Luego alzó la copa al cielo y contemplando la luna en su cuarto menguante dijo con voz entrecortada:
            _ Brindo por ella!!! Por que sea muy feliz!!!
            Mojó apenas sus labios en el líquido burbujeante y dejó caer la copa, que se hizo añicos contra la vereda. Bajó la mirada a los trozos de cristal y murmuró con tristeza:
            _ Así, como esa copa, mi amor se hizo pedazos contra su indiferencia…
            Después me miró, y alargándome la botella me pidió:
            _ ¿Podrías levantar los vidrios por mí?
            No pude articular palabras y asentí con la cabeza, tras lo cual se alejó con paso cansino, las manos en los bolsillos y susurrando una triste canción.
            El tiempo continuó con su inexorable devenir y Agustín siguió adelante con su vida, sin tanta euforia, sin tanto amor, pero con los pies sobre la tierra, y lo que es más importante, sin nuevas amarguras.
            Nunca supe el nombre de la causa de su dolor. Él tampoco lo mencionó, ni antes ni después de lo sucedido. Jamás volvió a hablar de ella, ni a brindar con champán
Es extraño, pero cuando la conoció solía describirla con lujo de detalles, conocía cada peca, cada gesto, cada bucle de su pelo, pero nunca dijo su nombre. Recuerdo que después de su primera cita, al contarme su experiencia, sólo dijo que “para él, ella era el alba de un nuevo día”…

De mi libro "Historias cotidianas"     978-987-28908-0-3

martes, 11 de enero de 2011

El final del camino

Estos otros cuentos son absolutamente verídicos en el sentido que sus protagonistas son reales, personas como usted y como yo, con sus sueños y conflictos a cuestas en la lucha cotidiana del vivir

El final del camino

            Inés es una chica provinciana que en sus 18 años no ha visto nada mas allá de los cercanos límites de su pueblo, pequeño, cansado, humilde…
Su vida ha transcurrido lenta y monótonamente. Los recuerdos de su infancia, que son pocos y casi todos tristes, es mejor no tenerlos. Su paso por la escuela fue breve porque alguien debía cuidar de los más pequeños. La adolescencia le pasó desapercibida; había que trabajar para ayudar a mantener el hogar. No hubieron bailes, ni fiestas, ni tardes de cine siquiera.
Al bajar el sol, cuando vuelve a casa, suele quedarse contemplando la cinta oscura de la ruta desde una lomada, hasta ver pasar el ómnibus rumbo a Buenos Aires. Sus ojos tristes quieren llenarse de distancia y ver otros atardeceres, más felices, con menos llanto.
Un día se decidió a cambiar la rutina de sus días y fue a visitar a la Señora Tota. Doña Tota como todos la llaman- viaja todos los meses a la capital, donde tiene una agencia de colocaciones de servicio doméstico. Vive tan alejada de las comodidades de la gran ciudad porque su esposo tiene múltiples negocios que atender en la zona, y de paso consigue con más facilidad la mano de obra que sus clientas necesitan.

- Doña Tota, quiero irme a trabajar a Buenos Aires y vengo por si tiene algo para mí.
­- ¡Pero mhija, cómo no!  Vení, pasá muchacha. ¿Querés un mate?
- No gracias doña. Me dijeron que usted llevó a trabajar a otras chicas del pueblo.
- Si, es verdad. Todos los meses le consigo trabajo a cuatro o cinco muchachas como vos. Justamente me están faltando dos más para completar mis pedidos y tengo que viajar pasado mañana sin falta!
- Me vá a poder llevar entonces?
- Bueno, todo depende de vos. ¿Sabés lavar, planchar y mantener bien limpia una casa?
- Si, doña, desde los nueve años lo hago.
- ¿Te gustan los chicos? Porque casi todas mis patronas tienen uno o dos. También tendrías que cocinar de vez en cuando. Ya sabés, unos churrasquitos, un poco de ensalada y sopa de cubitos, todo muy fácil.
- ¿Cuánto me va a cobrar por conseguirme el empleo?
- Por eso no te preocupés. Me podés pagar trabajando mucho y portándote bien. La Señora te va a tratar como si fueras de la familia, vas a ver. Además tiene el compromiso de llevarte a pasear todas las semanas. Con ellos no te vas a sentir sola. También podés venir a tomar mate en casa cuando estoy en Buenos Aires.
- ¿Y el viaje?
- Si estás decidida te podés venir conmigo en el auto,. ¿Cuántos años                      tenés?
- Veinte.
- Seguro que tus padres no saben nada, no es cierto?
- No doña; después les voy a escribir y a mandar algo de plata.
- Mirá, yo no quiero líos después, así que si te vas a ir conmigo no tenés que decirle a nadie que yo te conseguí trabajo.
 - Está bien, no se preocupe Doña Tota.
- Bueno, mirá, nos vamos el sábado a las seis de la mañana, así que vos me esperás en la ruta a las seis menos cuarto. Estate con la valija frente a la gomería que hay pasando el cruce; sabés donde te digo?
- Si doña, voy a estar a esa hora y no se preocupe que nadie va a saber nada.
- Perfecto. Hasta el sábado. Ah, me olvidaba, cómo te llamás?
-Inés. Hasta el sábado.
- Chau.
Tiempo después la encontré en el barrio de Pompeya; mejor dicho, fue ella quién me encontró. Sentí que decían mi nombre y al volverme vi que alguien me hacía señas desde el otro lado de la calle. No la reconocí hasta que estuvo a mi lado tendiéndome la mano. Sus ojos reflejaban alegría; el maquillaje de más envejecía sus jóvenes años. Percibí por la ansiedad de su voz que tenía grandes deseos de hablar con alguien y la invité a tomar un café. Caminando, me fue preguntando atropelladamente si hacía mucho que no iba por el pueblo, cuándo volvería, qué noticias tenía de su familia…
Mientras tomábamos el café le pregunté qué había dicho su padre al saber su fuga.
- En realidad me contestó- papá debió de sentirse aliviado al tener uno menos para darle de comer. Ya tiene más de 60 años y todavía tiene que machetear y carpir en la hectárea para poder vivir, pero en el almacén y la carnicería siempre queda saldo. Mamá debe sufrir más, pero tiene los nietos que la distraen…
- Inés, cómo te ha ido en todo este tiempo? ¿Dónde trabajás?, le pregunté deseando poder brindarle una ayuda, un consejo que quizás necesitara.
- Ahora trabajo en una fábrica y me vá muy bien, me contestó sonriendo, y después de un sorbo, acariciando el borde del pocillo prosiguió.
- Antes estuve de doméstica, pero me tuve que ir a una pensión. Las Señoras me trataban bien pero me descontaron como tres meses para la agencia y los domingos no me dejaban ir a ningún lado, tenía que salir con ellos a pasear…
Hablaba deseando hacerlo, necesitada de alguien que le prestara atención.
Le conté que en el pueblo se decía que la Sra. Tota la había traído. Me contestó que era verdad y me pidió que no se lo dijera a nadie. Después de apurar el café siguió hablando.
- Mis Señoras son buenísimas!, decía. Los jueves podía salir a las tres de la tarde si me apuraba a lavar la cocina y tenía que estar de vuelta a las ocho para servir la cena. ¡Te van a tratar cómo de la familia! ¡El Señor es abogado y la Señora escribana, vas a aprender muchísimas cosas con ellos! Lo que aprendí fue a decir Si Señor, No Señora y a usar cofia y delantal cuando había gente a cenar.
Había una gran amargura en su voz y sus ojos se humedecieron. Me apenó verla con tanta tristeza, acaso no la misma que tuviera antes, allá en su provincia?
- Si no te agradaba esa vida porqué no volviste junto a tu familia? Ellos te quieren y han de estar muy preocupados por ti.
Mi comentario no contribuía a mejorar su ánimo, pero creí que era el momento oportuno de hacer reflexiones. Quería ayudarla sin saber bien porqué, talvez pensando en los miles de historias como esta que tienen lugar todos los días.
Antes de contestarme pidió otro café y revolvió su cartera en busca de un cigarrillo.
- Volver ahora no puedo. Volvería con mucha amargura encima y entristecería más a mis padres. Tengo que intentarlo de nuevo. Estoy como hace un año pero tengo libertad y no la quiero perder…
Sin duda se le había formado un nudo en la garganta pues clavó la vista en el café y aplastó el cigarrillo recién empezado. ¡Cuántos recuerdos e ilusiones mezclados en un solo instante! Sus palabras me desarmaron y palmeándole la mano le dije:
- Ánimo Inés! Ten confianza que todo saldrá bien y pronto olvidarás los momentos feos que te han  tocado vivir.
En realidad no estaba yo mismo muy seguro de lo que decía, pero ella me sonrió agradecida. Luego se miró en un espejito de cosméticos, se arregló coquetamente el cabello y me dio un sobre con dinero y una carta para su familia.
- Hágame el favor, entréguele esto a mi madre y dígale que estoy bien.
Y se perdió entre la multitud que llena la Avenida Saenz a las seis de la tarde.
La última vez que ví a Inés no fue casualidad; yo diría que estaba esperándome. Fue en la misma esquina de Roca y Saenz en que nos encontramos tiempo atrás. Vestía ropa de buena calidad y a la moda, pero su rostro decía que no era feliz. En él se podía ver sin mucho esfuerzo, más que vejez, hastío…
Me costó reconocerla y el encuentro fue fugaz. Sorpresivamente apareció delante de mí, me saludó y me dio un pequeño paquete.
- Es para mi mamá, por favor, lléveselo…
Hizo ademán de seguir su camino, pero la tristeza de sus ojos me obligó a detenerla y preguntarle por su vida.
Sin mirarme siquiera, y con la voz quebrada, murmuró apenas:
- Ahora soy “copera” en un cabaret y gano buena plata, pero no se lo cuente a mamá, por favor…
Una vez más las calles de Pompeya la vieron pasar con su carga de dolor a cuestas y sus lágrimas a flor de piel; las calles, pero no la gente, que perdida ya su identidad, es solamente parte del paisaje de la gran ciudad…

De mi libro "Historias cotidianas".             ISBN 978-987-28908-6-5