miércoles, 31 de mayo de 2017

DIAGUITAS

Una leyenda posible.
     Los guerreros preparan sus armas en silencio escondidos en medio del monte. Hay también mujeres, niños y ancianos. Hace cien años que resisten al invasor, pero esta vez los han rodeado. El enemigo es numeroso y bien armado. Ya no están para guiarlos Calchaquí, Quipildor, Viltipoco, Chalamín ni el Inca Hualpa.
     Los más viejos han decidido luchar hasta morir. Las madres con niños de pecho prefieren despeñarse con sus hijos antes de caer prisioneras. Pilpintu, recientemente viuda, lleva a su hijo adolescente fuera del campamento.
    —Sapaki, hijo mío: Ninguno de nosotros sobrevivirá al próximo combate, pero tú debes salvarte. Tu padre Utuya fue un valiente y siempre estuvo orgulloso de ti. ¡Vete!
     —¡Madre, yo quiero pelear! Se manejar la honda muy bien.
     —Mejor sabes bailar. ¡Nadie baila como tú, ningún otro posee la energía que tú tienes! Debes correr sin mirar atrás hasta el Sinchi Caña. Trepa hasta la cima y allí ponte a bailar. Pacha Mama ama la danza. Debes danzar para ella sin descansar apenas la alborada bañe tu rostro. Cuando ella se haga ver, entonces puedes detenerte y ofrecerle las palabras que anidan en tu corazón.
    —¡Pero madre!
     —¡Nada de peros! ¡Pídele que te proteja! Cuéntale lo que has visto. Llévale esta mazorca y estas vainas de algarroba, que es todo lo que nos queda, y dile que le ofrecimos nuestra sangre.
     —¡Madre!
     —¡Vete ya, Sapaki! Danza para la Pacha Mama como nunca y… ¡recuérdanos!
     El joven se da media vuelta y corre como un ñandú lo haría. Las ramas lo azotan pero sus pies parecen volar. Trepa el cerro casi sin detener la marcha. Inti (el sol) lo saluda antes que a nadie. Sin reparar en su cansancio, Sapaki comienza a danzar. Pronto parece olvidarse de todo lo que lo rodea, de sus miedos, de su angustia… Y danza con los brazos extendidos. Danza inclinándose casi hasta tocar el suelo e irguiéndose hasta mirar el cielo. Danza con giros y contra giros. Danza con un ritmo cada vez mayor, vertiginosamente…
     Se detiene al percibir una presencia sobrenatural. Gira lentamente. Allí, frente a él, la mismísima Pacha Mama lo observa sonriente. Postrándose ante tal presencia, su voz se niega a dejarse oír. Un sonido que le resulta indescriptible penetra todo su ser. La voz de la divinidad lo serena, sosiega su corazón, le brinda paz… De bruces y sin levantar el rostro, Sapaki comienza a hablar.
     —¡Madre! Desde el día en que el padre de mi padre enfrentó a los usurpadores que llegaron para expulsarnos del solar que nosotros te cuidábamos, no han hecho otra cosa que destruir tus criaturas. Primero destruyeron los collcas, tambos y pucarás (almacenes, refugios y fortalezas) que habíamos construido. Después quemaron los bosques que nos brindaban refugio, ¡tus bosques! Y escasearon entonces el algarrobo, el chañar, el guayacán, el mistol y el quebracho. También se perdieron el guanaco, la taruca (ciervo) y el uthurunku (Ocelote). Ya no quedan Amaichas, Calchaquíes, Quilmes ni Yacampis…
     —¿Imata munanqui? (¿Qué quieres?)
     —¡Justicia, Pacha Mama, justicia! ¡Castiga a quienes nos destruyeron!
     —Lo haré si tú sigues bailando para mí. ¿Munanquichu? (¿Quieres?)
     —¡Ari munani! (¡Si, quiero!)
     —Los poetas recuperarán un día la memoria Diaguita. ¡Pero tú, baila, baila, baila!
     Mientras Sapaki comienza nuevamente su danza. La divinidad alzando los brazos declara:
     —¡Ya no bendecirán Inti y Huasi (el sol y la luna) las cosechas del awka (enemigo)! ¡Phuyú (nube), aléjate de este lugar! ¡Wayra (viento), ven y baila (muyuy) con Sapaki! ¡Muyuy, muyuy! ¡Wayra: muyuy!
     El viento y el joven se fusionan entonces en una sola esencia entre giros y contra giros. La Madre Tierra ordena a continuación:
     —Cada nuevo amanecer, cuando Huasi (la luna) deposite sus lágrimas sobre qhura (la hierba), tú recorrerás la comarca y te las llevarás todas contigo, dejando en su lugar solamente remolinos de arena… ¡Wayra muyuy!

       De "Ternas y trilogías" ISBN 978-987-28908-5-8

jueves, 20 de abril de 2017

RESTOS DE UN DIARIO DE VIAJE

Martes 17 de marzo de 2010
Desde que salimos de la aldea, al noroeste de La Yunga boliviana, no hicimos más que subir y subir. Estas montañas parecen no tener fin. La última quebrada que cruzamos fue hace una semana, apenas habíamos dejado atrás los límites del poblado. Mi saywa  (guía) habla poco y solamente si le pregunto algo. Me enseñó a mascar hojas de coca contra el apunamiento. Sus ojos están siempre pendientes de lo que nos rodea. Parece comunicarse en silencio con la naturaleza. ¡Qué diferencia con la cordillera propiamente dicha! Allá todo es piedra y nieve; en cambio, acá la vegetación es abundante, tupida; es un verdadero pulmón planetario. La noche es fría. Después de calentar y comer el alimento enlatado correspondiente, me acurruco dentro de la bolsa de dormir, muy cerca del fuego. Pillqu, mi guía, no come enlatados; hierve raíces, que él mismo busca, y maíz que lleva en su morral, lo acompaña con bayas silvestres.

Miércoles 18 de marzo de 2010
Otro día de caminata ascendente en pos de la Ciudad del Silencio. Me ayudo con una rama a manera de cayado. A partir del mediodía, avanzamos zigzagueando; la pendiente es muy pronunciada. Noté al guía algo nervioso. Muchas veces se detuvo a escuchar quién sabe qué, con los ojos entrecerrados. Por mucho que me esfuerce, no consigo oír más que el denso silencio de las montañas. Al mediodía, atravesamos una zona de mucha humedad. Fueron varios kilómetros en los que la vegetación era verdaderamente exuberante. La noche, aun sin luna, es clara, muy clara. El cielo semeja un negro manto adornado con miles —millones— de coyuyos titilando continuamente. Pillqu no duerme. De a ratos parece rezar; se comunica sin duda con la Pachamama o con el Ajayu Qullu (Espíritu de la Montaña, en lengua Aymara). A mí también me cuesta dormir. El silencio es cada vez más denso; solo oigo el ruido de mi respiración y el latir de mi corazón.

Jueves 19 de marzo de 2010
Esta mañana muy temprano, Pillqu me informó que él no podía seguir conmigo. Ningún argumento logró disuadirlo. Ofrecí pagarle un premio al volver, pero me respondió que hasta allí llegaba la protección del Ajayu, y que si seguía adelante, Él se podría enojar y eso sería una muerte segura. Mi empeño fue inútil; le pagué lo acordado más una propina que aceptó a cambio de su macuto con hojas de coca. Y nos despedimos. El guía emprendió el regreso cuesta abajo sin volver el rostro atrás ni una sola vez. Cuando lo perdí de vista, levanté campamento y continué con la ascensión. Al mediodía, comí carne enlatada sin calentar, dormí una hora de siesta y continué el viaje. La vegetación era tupida, pero de menor altura. Volví a acampar al anochecer. Estaba tan cansado que no calenté la cena. Aprovechando el clima seco y muy agradable, dormí sin encender fuego. Además, estando solo, no había quien lo cuidara.

Viernes 20 de marzo de 2010
Es extraño el amanecer en estos parajes. A la increíble luminosidad de la noche saturada de estrellas, la sucede la del sol en todo su esplendor. Sin darme cuenta, anoche acampé en una meseta. ¡Llegué finalmente a la cima! Paso a paso me abrí camino buscando el final de la meseta y, de pronto, ¡me encontré con la visión más asombrosa que mis ojos jamás contemplaron! ¡En un cañón entre dos montañas y colgando de gruesas cuerdas de cáñamo, cual gigantesca telaraña, una ciudad! ¡Una ciudad detenida en el tiempo y suspendida sobre un abismo que parece no tener fin! ¡No podía creer lo que estaba viendo! La ciudad se extiende en círculos concéntricos con callecitas de puentes colgantes. Las construcciones son todas de caña y hojas de palma. Al medio, la más grande, debe ser el lugar de culto. Los pobladores, hombres, mujeres y niños son todos de tez cobriza, usan el cabello cortado a la taza y se visten con un pequeño urkkhu (taparrabo) de fibra vegetal. No llevan pintura en el rostro. Hay solo dos vías de comunicación con el mundo exterior: una al Sur, bastante a la izquierda de donde yo estoy, y la otra al Norte, en diagonal con la primera. ¡En el límite Oeste de la telaraña hay plantaciones de maíz, y en el Este, de lo que parece ser papa! ¡Plantaciones colgantes en gigantescos canastos! Dos grupos de hombres y mujeres se dirigen hacia ambas salidas escoltados por cinco o seis robustos varones muñidos de macanas de gruesa madera. Supongo que salen a recolectar bayas, raíces y agua. La ciudad y su entorno están sumidos en un profundo silencio. Estamos a más de dos mil metros sobre el nivel del mar. No hay aves ni grandes animales en derredor; por lo menos yo no los he visto en los últimos dos días. Me pregunto qué debo hacer, si volver sobre mis pasos y guardar el secreto o darme a conocer y tratar de aprender de esta antigua civilización. En la historia de la humanidad, los choques culturales siempre fueron contraproducentes para las menos desarrolladas.
Siento voces en extraño dialecto. El ruido de la espesura es cada vez más próximo. No tengo posibilidad segura de ocultarme. ¿Será este el momento de la verdad?

ISBN 978-987-28908-6-5     Antología Encuentros de café.

jueves, 30 de marzo de 2017

La despedida

El cabriolé se detiene frente a una de las chacras del Iberay. Rancho de barro a la sombra de un yvyrapytâ. El negro Joaquín se arrima a la tranquera. El paisano al pescante saluda en Guarani.
- Mba’éichapa, kambá?  Temiandu guarâ Karaí Artigas. (-¿Cómo estás, negro? Traigo una visita para Don Artigas)
- Iporânte… ha nde? (Muy bien ¿y vos?)
- Iporânte avei. (Muy bien, también.)
-¡Decile que baje, pues!
Se da media vuelta y grita en dirección al rancho:
-José, tenemos visita…
Del coche desciende un hombre vestido a la europea; un caballero bastante mayor con bastón y botas de montar. Joaquín lo recibe con una sonrisa grandota y le extiende su mano negra y callosa.
-¡Bienvenido, amigo! Joaquín Lencina, pa’ lo que guste mandar.
El visitante, con gesto adusto, observa al moreno un instante y estrecha con energía la mano extendida.
-Yo también me llamo José. Es un gran placer estrechar su diestra Sr. Lencina.
-Llámeme Ansina, como todo el mundo.
En la puerta del rancho se destaca la figura de un anciano de poncho, alpargatas y bastón, que con paso seguro se aproxima al grupo. Al llegar, saluda al cochero con un:
-Mba’épa, angirũ. (¿Qué tal, amigo?)  
- Mba´épa, Karaí. (¿Qué tal, Señor?)
Mira al visitante a los ojos y extiende su mano.
-José Artigas, paisano, para servirlo…
-José de San Martín, a sus órdenes…
Joaquín, con una risotada, se golpea la pierna exclamando “¡Esto sí que se pone lindazo!” y saluda al cochero.
-Jajohecha peve, koygua. (Adiós, paisano)
-Jajohecha peve, kambá (Adiós, negro)
Los dos José se miran a los ojos mientras estrechan sus manos. ¡Cuántos pensamientos, cuántas preguntas bullen en esas mentes entradas en años, muchos años!
-El mate está pronto y adentro está más fresco.
Ambos ancianos caminan despacio, apoyándose en sus bastones, uno importado y fino, el otro hecho de madera silvestre, tallado por una mano guaraní y no muy recto. Una vez sentados a la mesa y mientras el mate espumoso cumple con su mítica tarea de romper hielos, la conversación comienza a adquirir fluidez.
-Don José, se nos acaba el tiempo y no quería partir sin estrechar su mano y agradecerle profundamente su aporte, invalorable, a la emancipación de nuestra América.
-Amigo José…
-Llámeme Pepe, por favor.
-Pepe, no hice otra cosa que luchar por la causa de los pueblos… Yo hice mi parte como usted hizo la suya…
-¡Así es! Pero usted en el Este y Don Martín en el Norte, me dieron el tiempo necesario para organizar el Ejército de los Andes y poder así batir al enemigo en Chile y Perú.
-La suya sí que fue una gesta increíble. Si hubiese contado con el Irlandés Brown, otra habría sido el final de la historia.
-Las cosas fueron como fueron y ambos terminamos traicionados y vilipendiados. ¡Eso no lo esperé nunca y aún me hiere! Yo logré huir de los confabulados en mi contra y continuar mi vida en libertad, aunque lejos de mi tierra. Pero usted… usted no sólo sufrió la traición y el escarnio, ¡sino que también cargó cadenas!
-Pero no me quejo… La vida siempre enseña algo aunque no lo comprendamos en su momento. Las cadenas en la vejez me templaron para la partida… Además, en este lugar me siento en paz…
Las pausas son largas, como si el mate marcara los tiempos de la conversación. El negro Joaquín participa de la mateada entre los quehaceres de la cocina y de vez en cuando participa de la charla.
-¡Fue bravo cruzar la cordillera y peliarlos a los maturrangos! ¿No?
-Fue bravo pero no imposible. Conté con algunos oficiales que la habían cruzado antes; ¡eso ayudó! ¡También fueron invalorables los pardos y morenos que me acompañaron! No solo constituían una excelente infantería sino que eran fuertes, ¡muy fuertes para soportar las penurias de la travesía! Por eso mi placer al estrechar su mano, Ansina. ¡Usted me trajo gratos recuerdos de mis bravos soldados!
-Agradezco el homenaje en nombre de mi raza…
-Pepe, estos hombres regaron nuestro suelo con su sangre… Fueron hombres libres y murieron como tales… pero su espíritu permanece en los territorios en los que lucharon y llegará el día en que renacerán en nuevos hombres libres…
-Puede ser, José, pero no lo verán nuestros ojos.
-No lo verán, es verdad; pero sus pensamientos, Pepe, nuestros ideales volverán a anidar en los corazones de nuevas generaciones.
-Es posible. Pero tras ellos ¿no vendrán también traidores y perdularios?
-Jajaja… No tengo dudas que así será, pero hasta ahora, después de la noche siempre llegó la aurora. Mientras el mundo gire, así seguirá sucediendo.
-¡Siempre habrá tiranos que combatir!
-¡Y traiciones que soportar! Pero ahora necesito mover las piernas. ¿Qué le parece si nos pegamos una caminata mientras seguimos conversando?
-Don Pepe, póngase este chambergo de paja que es más fresco que su galera. Y este ponchito de lino le irá más cómodo que la levita.
-Muchas gracias, Ansina, es usted muy amable.
Los dos ancianos caminan lentamente buscando la sombra del guapo’y, del ka’a o del peterevy. Los bastones dejan su huella en la tierra colorada; las alpargatas y botas la hacen revolotear. Las palabras continúan entretejiendo una amistad que quizás la vida con sus misterios había predestinado.
-José, de mi familia, solo yo abracé la causa de la libertad de América, ¿y la suya?
-¡Ah… mi familia! Mis padres sirvieron a la causa de los pueblos. De mis cinco hermanos, solo Manuel Francisco vivía cuando estalló la Revolución y en ella sirvió; partió en el 22, mientras Francia me tenía enclaustrado. Mi padre lo siguió a los pocos meses. Y mamá… ¡nunca supe cuándo partió! Mi hijo Manuel –el charrúa- fue un gran compañero de armas hasta el 20; después, al finalizar la patriada, tuvo que cuidar de su gente y por ahí ha de andar… José María era muy pichón cuando la Revolución; después del 30 sirvió con “el pardejón” y nos dejó hace unos tres años…
-¡Vamos quedando solos! Ambos enviudamos temprano. Mis hermanos Juan y Justo fallecieron hace como veinte años. ¡Qué cosas tiene la vida! Pensar que mientras ustedes luchaban por detener a los portugueses nosotros cruzábamos la cordillera y logramos batir al enemigo en Chile… ¡y mientras usted estaba cautivo, yo me embarcaba hacia el Perú!
-Llegué hasta acá en busca de ayuda… y se terminó mi actividad política. Hubo algo que no pude ver con claridad; pero así es la vida y no es fácil discernir los tiempo.
El sol comienza a mezquinar su luz y los hombres desandan el camino. Ahora a las palabras las sustituyen largos silencios…
-José, debo embarcarme esta misma noche. Llegué hasta aquí gracias a los buenos oficios de Doña Juana Carrillo y no debo abusar de su gentileza.
-Lo entiendo, Pepe. ¡Es una gran señora! Ella ha hecho confortable mis últimos años.

La despedida es silenciosa. Los tres ancianos se prodigan cálidos abrazos. Al partir el coche, se agitan las manos en un último adiós. La húmeda brisa de la noche paraguaya acaricia, como queriendo enjugar las lágrimas que mansamente riegan los pliegues de los rostros curtidos por el tiempo y la Historia…

ISBN 978-987-28908-7-2           Cuentos con Historia 2ª Edición.

martes, 10 de enero de 2017

Buen Ayre

Amanece temprano y en la toldería hay movimiento. Todos tienen tareas que desarrollar. Las mujeres curten pieles, los ancianos instruyen a los niños narrándoles historias de la tribu, los jovencitos se dirigen a las lagunas a pescar y revisar las trampas y los adultos se preparan para salir en busca de caza.
El cacique Erarán habla a su hijo casi adolescente.
-Tuguacané, ya eres casi un hombre. Tienes piernas fuertes y ojos atentos. Te he visto perseguir  y bolear venados. Eres bueno. Hoy probaré tu resistencia. Correrás a mi lado, solos tú y yo.
Comienzan a trotar en dirección al Este. Después de una hora de trote sostenido el padre comienza a apurar el paso mientras observa de reojo a su cachorro. Éste parece no sentir el esfuerzo. Mantiene una respiración rítmica; la vista fija en el camino. En la carrera deben atravesar pajonales, lo que hace que el esfuerzo sea mayor. A las dos horas retoman el trote hasta llegar a destino.
Los ojos del joven demuestran asombro al contemplar el horizonte. Hasta donde alcanza su vista solo hay agua. Al frente, a derecha y a izquierda, solamente agua.
-Hijo, ésta es el Agua Grande de la que habló tu abuelo durante muchas lunas. Es el lugar donde las Aguas que Corren se juntan y siguen viviendo todas unidas. Ni los Mbeguá canoeros se adentraron ahí.
-¿Quiénes son ellos?
-Son amigos que vinieron de lejos. Viven en las Aguas que Corren y se desplazan flotando sobre troncos huecos que llaman canoas.
-¿Y viven peces acá?
-Vamos a cazar algún sábalo en la orilla para comer ahora y lo verás.
Terminado el almuerzo ambos se tienden a la sombra de unos pajonales ribereños. El Cacique observa el paso de las nubes como queriendo descifrar un mensaje. El joven se pone en cuclillas y se dedica a observar el agua marrón que se adueña del horizonte.
-¡Padre! ¿Qué es aquello que se mueve en el Agua Grande?
Erarán se pone de pie y otea el horizonte entrecerrando sus ojos. Después de un rato responde:
-No lo sé. Parecen canoas grandes. Esperemos.
Ocultos en el pajonal observan como unos navíos de un tamaño como nunca habían visto, fondean donde el Agua que Corre se sumerge en el Agua Grande. Padre e hijo observan descender de ellos, seres extrañamente vestidos cuyas cabezas y pechos reflejan los rayos del sol del atardecer. Con gran atención los ven ir y venir descargando bultos de los navíos y los oyen hablar en un idioma desconocido. Cuando las sombras comienzan a cernirse sobre ellos el padre ordena regresar.
Al otro día temprano se reúnen los hombres y ancianos a escuchar el relato del Cacique. Después de mucho debatir, entre todos resuelven enviar un grupo con algo de comida como obsequio. A la noche dejan los pescados y la caza cuereada, todos perfectamente destripados, ahumándose. Con las primeras luces, emprenden la marcha.
Llegan al asentamiento a media mañana. Se acercan lentamente, sin gritos, simplemente dejándose ver. Les salen al paso un grupo de soldados, quienes al ver los alimentos asumen una actitud casi gentil.
Durante varios días los Querandí fueron con alimentos que compartieron con los hombres que trabajaban levantando chozas de barro y caña. Los que tienen don de mando, siempre comieron aparte en una de las Canoas Grandes fondeadas allí cerquita.
Después de terminar de construir las casas,  los extraños comenzaron a levantar un cerco en derredor. Una tarde se les apersonó uno de los hombres con vestimentas relucientes y los increpó de mala manera.
-¡A ver vosotros, indolentes, poneos a trabajar u os haré sentir el filo de mi acero!
Ninguno comprendió ni una sola palabra, pero la actitud y el tono de voz hostiles los alertaron. Todos a una, desataron las boleadoras de sus cinturas y después de un verdadero duelo de miradas con el castellano, emprendieron veloz carrera hacia la toldería.
Se terminaron las visitas solidarias. Cierto día, alguien trajo la noticia de que un grupo de Extraños se dirigían al poblado. Los esperaron de pie empuñando jabalinas y bolas. Las palabras castizas fueron entendidas solo por el viento, que se las llevó lejos. Los invasores, ni bien llegaron al perímetro de paravientos, fueron atacados. La escaramuza fue breve y los españoles se retiraron muy maltrechos, con heridos y moribundos.
Luego del enfrentamiento, Erarán envió mensajeros rumbo a las comunidades vecinas convocando a una reunión general. Después de varios días de largas discusiones, resolvieron expulsar  a los extraños y de inmediato se dedicaron a preparar las armas.
Un amanecer, en veloz carrera hacia el portón de entrada, atacaron llenando el amanecer con alaridos capaces de helar la sangre en las venas. Antes de lograr su objetivo, un ruido ensordecedor y desconocido se impuso sobre la gritería. Cayeron varios y el asombro se adueñó de los atacantes. ¡Los invasores tenían armas que arrojaban el fuego del rayo y el ruido del trueno! Entonces Erarán dio la orden de retroceder.
Mientras el Chamán curaba a los heridos, un grupo se dedicó a llevar los muertos a las tolderías y los demás establecieron un cerco fuera del alcance de las armas extrañas. Y así las noches y los días transcurrieron sin que los sitiados pudiesen romper el asedio y salir en busca de alimentos. Luego de varias lunas, comenzó a llover. El agua fue deshaciendo el parapeto de caña y barro poco a poco.
Cuando éste se vino abajo, ya nada pudo detener el ataque. Después del asalto, los Querandí se retiraron con alegría, dejando atrás un montón de ruinas humeantes. Los extraños que no murieron huyeron en las Canoas Grandes escupiendo truenos y relámpagos mortales por la boca de sus armas. Pero ya nada importaba; tuvieron que huir para salvar sus vidas.
Días más tarde, después de celebrar con bailes y comilonas la expulsión de los hombres extraños, Erarán llevó a Tuguacané fuera de la toldería y le habló así:
-Hijo, esos hombres volverán. En la Tierra sin Árboles, cerca de las lagunas, viven hermanos; allá por donde bajan las Aguas que Corren hay hermanos y también amigos. Recuérdalo siempre, porque los necesitarás.
-Pero padre, después de huir no creo que quieran volver. Parecían muertos, ¡muertos de hambre y de miedo!

-Volverán, Tuguacané. Vi odio y codicia en sus ojos. Volverán…

2a Edición de "Cuentos con Historia"    ISBN 978-987-28908-7-2