Se
me perdió un recuerdo y no logré hallarlo por más que revolví el archivo de la
memoria una y otra vez. La falta de ese recuerdo me deja una suerte de vacío
existencial. Para intentar recuperarlo, viajé un fin de semana a mi ciudad
natal.
Me
gusta contemplar el horizonte, que va quedando atrás, hasta que la ciudad
desaparece de la vista. La ruta es angosta y las palmeras están casi junto a
la banquina. El terreno allí es ondulado, lo que hace que el viaje sea
placentero. Por ser zona de granjas, el paisaje está en permanente cambio. La
tierra negra recién arada, los sembradíos de distinto verde, las majadas…
Ni
bien bajé en la terminal, me dirigí al viejo barrio de mi infancia. Aunque
conserve algo de su vieja fisonomía, está muy cambiado. Los solares de viejas
casonas hoy están ocupados por edificios de departamentos. ¡La playa! ¡Cuánto
cambió la playa! Tiene la mitad de la arena que tenía hace veinte años, hoy no
hay ranchitos de pescadores entre las rocas, y el cine municipal al aire libre
ya no existe. Cuentan que la arena y los ranchitos se los llevó una gran
tormenta allá por el 2000. Consecuencias del cambio climático, que le dicen.
Pero ese no es el recuerdo perdido, está vivo en mí; cada noche de verano
esperaba la llegada de mi viejo para ir juntos a tomar un helado y contemplar
el mar sentados en el muro de la rambla. También observábamos a los pescadores
que deambulaban con sus mediomundos y faroles pescando a la encandilada.
La
cuadra en la que viví está casi igual. Se modernizaron las construcciones, pero
no hay edificios de pisos, y eso me gusta. Mis años infantiles transcurrieron
en esa cuadra: jugando a la pelota, a la rayuela, a la escondida o al Martín Pescador.
Un cambio notorio: el viejo almacén de la esquina, donde se compraba todo
suelto, es ahora un autoservicio.
Con
paso lento, recorrí la manzana donde aún funciona la escuela en la que cursé
la primaria. ¡Sigue linda como antes! Ocupa toda la manzana, son varios
edificios de dos plantas rodeados de un parque arbolado: coníferas de varias
especies, y moras. ¡Si habremos estudiado Ciencias Naturales en ese parque! Fue
una institución de avanzada. Tenía −y aún tiene− un cine que oficiaba de Salón
de Actos en las fechas patrias. Los domingos nos encontrábamos todos los pibes
del barrio en la matiné. Era conocido como “La Piojera” Pero ¡qué tardes
pasábamos ahí! Tampoco es de la escuela mi recuerdo perdido…
Dejé,
entonces, que mis pasos me llevaran sin intentar siquiera racionalizar el
porqué del camino. Así llegué a la placita frente al club de básquet. ¡Qué
cambio! El club tenía las canchas al aire libre, incluso la profesional con
gradas de cemento; ahora, es un polideportivo cerrado. Me senté en un banco,
encendí un cigarrillo y dejé vagar mi vista por donde quisiera. Encontré casas
modificadas, pero aún reconocibles. Cuando el pucho se consumió y me quemó los
dedos, me di cuenta de que estaba mirando una esquina con una construcción
desconocida, sin embargo ¡yo conocía esa esquina! Cerré los ojos y mi mente
retrocedió en el tiempo, tratando de recordar qué había en ese lugar.
¡Sí! Allí vivía ¡ELLA! De pronto la vi con su guardapolvo blanco tableado entrando a la escuela llevando el portafolio en su mano derecha. ¡Era una manyalibros! Sus ojos y su cabello eran negros como el azabache. Tímida, pero sonreía con frescura y cuando lo hacía ¡se le formaban dos hoyuelos en las mejillas! Teníamos doce años y la pubertad nos había llegado con fuerza a todos. Aquel verano organizábamos bailes cada sábado, en diferentes casas. Todos bailábamos con todas, pero en los lentos siempre nos buscábamos el uno al otro, bancándonos las cargadas de los demás. No nos propusimos noviazgo. Creo que sin comprender lo que nos sucedía nos dedicábamos a disfrutar la grata sensación de las hormonas derramándose como torrentes en nuestros cuerpos.
Hoy me siento feliz por haber recuperado el recuerdo que había perdido.
*Gestado en el Taller de Escritura de la Pluma Azul.
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