lunes, 29 de junio de 2015

El porteño

   
     Todos lo llaman simplemente “el porteño”. Vive en un conventillo de la Ciudad Vieja y changuea en el Mercado del Puerto de Montevideo.
     Esa noche decidió caminar un poco antes de acostarse y al llegar a una esquina mal iluminada oyó quejidos, golpes y un relincho. Tenso, se acercó lentamente bien pegado a la pared y lo que vio lo llenó de indignación: dos tipos mal entrazados pegándole a un anciano recostado a un carro mientras otro sujetaba las riendas para que el caballo no se espante. Su mano voló a la cintura, ¡pero ya no llevaba daga! Sus ojos buscaron algo en la oscuridad y junto a un árbol distinguió los restos rotos de un catre. Sin pensarlo, se quitó la faja, la enrolló en el brazo izquierdo, le arrancó una pata al catre y con seguridad se dirigió a los malandras.
     -¡No es de hombres atacar en banda! ¡Eso es cosa de perros!
Una de ellos se da vuelta y saca un cuchillo de la cintura. El otro, un pardo con una cicatriz en la mejilla, solo gira la cabeza mientras sigue sosteniendo al anciano por el cuello.
     -¿Y a vos quien te dio vela en este entierro?
     -Nadie… Solo pasaba y quise emparejar…
     -Bo, “Oveja”, el canario éste se cree guapo.
     Y sueltan una carcajada. Le brillan los dientes al pardo en la oscuridad. Ahora los dos empuñan cuchillos y comienzan a separarse como para rodear al intruso. Pero “el porteño” no les concede ventaja. De un salto se les planta delante y revolea la pata del catre. Un golpe seco en la muñeca armada del primero y un puñetazo, con la maza entre sus dedos, en la nariz. Con el antebrazo izquierdo de arriba abajo del pardo –que además es zurdo- y con la madera golpea fuerte el brazo armado mientras su mano izquierda lo atenaza con fuerza. Retuerce con firmeza la muñeca hasta quitarle el cuchillo, que arroja lejos, y le aplica un rodillazo de costado, a medio muslo. Se retira un paso y le tira una estocada al pecho que lo hace retroceder boqueando en busca de aire. El que sujetaba el caballo, huyó. El de la nariz rota intenta volver a la carga. “El porteño”levanta la estaca como para bajarla sobre la cabeza del ventajero, pero éste opta por escapar. Pisa con la alpargata el cuchillo y lo envía saltando sobre los adoquines hasta la otra vereda.
     Pasado el peligro, se acerca al viejo.
     -¿Está bien, amigo? ¿Lo lastimaron mucho?
     -¡Esos mandrias me golpearon fiero! Buscaban plata, ¿sabe? Pero ¡qué me van a sacar si no tengo un cobre! Toda la biyuya la gasté en vino que compré en el mercado para vender en las quintas de Sayago. ¡Ay, me duele todo…!
     -Venga que lo ayudo a subir al carro. ¿Sabe qué vamos a hacer? Lo voy a llevar hasta su casa y ahí veo de remendarlo un poco.
     -No se moleste amigo, voy a estar bien… ¡Ay!
     -¡Déjese de pavadas, hombre! ¿Pa que están los criollos, si no?
     -¡Ta bueno, vamos entonces! Pero nos vamos a tomar un vinito del bueno, pa olvidar las penas.
     -Así me gusta. ¿Cómo se llama, don?
     -Maciel, Wilson Maciel. ¿Y vos?
     -Por acá me dicen “el porteño”, a secas.
     El traqueteo del carro sobre el empedrado desparejo le pinta una sonrisa; recuerda su trabajo de peón lechero cuando era purrete, allá en su lejano Buenos Aires.
         
                                              ≈ ≈ ≈ ≈ ≈ ≈

     El sol introduce su calidez por la ventana que mira al Este. Como cada mañana, la ceremonia se desarrolla plena de largos silencios solo interrumpidos por el chistar de la bombilla. Las palabras surgen como a la quinta o sexta ronda.
     -Hoy no vamos a salir con el reparto.
     -¿Qué le pasa Don Wilson, se siente mal?
     -¡No… no… No me pasa nada, me siento bien! Vamos a haraganear un poco, que lo tenemos muy merecido. Más tarde bajamos al centro, almorzamos por ahí y después de una caminata vamos a ver al Doctor Arizmendi, que nos espera pa firmar unos papeles.
     -¿Qué se trae entre manos? Si se puede saber…
     -¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Diez años?
     -Más o menos. Por ahí anda. ¿Y con eso, qué?
     -Cuando me salvaste de la paliza aquella noche cerca del Mercado del Puerto me dijiste simplemente que te decían “el porteño”. No quisiste agregar más y no te pregunté. Pero después que me curaste de la golpeadura y te quedaste a ayudarme con los vinos, yo te presenté a todos como mi sobrino Waldemar. ¿Te acordás? ¡Qué tiempos!¿no?
     -¡Vaya si me acordaré! ¡Salíamos tempranito con el carro y el matungo aquel, “Cipriano”!
     -Y después, cuando se murió de viejo, seguimos con el camioncito. Y nos extendimos hasta Colón y Santiago Vázquez. La verdad que la pasamos bien, pero sin tu ayuda, yo solo, no hubiera podido. Pero volviendo al asunto, desde entonces, sos Waldemar para todo el mundo.
     -¿Y con eso?
     - Y que ya es tiempo de que existas en los papeles también. El “tordo” tiene todo preparado. Testigos de que vos sos mi sobrino, no faltan. Además… sos mi único heredero y eso también quiero dejarlo arreglado. Me queda poca cuerda, ¿sabés?
     -¡No hable así Wilson! Pero… ¿y si aparece su sobrino?
     -¡Así nomás es la vida! ¡Se nos va cuando ella decide! Mi hermano y su mujer, murieron hace años, de viejos y de tristeza nomás. Mi sobrino murió de mala manera y lo enterramos en el campo allá por Cerro Largo.
     -¿Cómo fue eso? ¿Por qué de mala manera?
     -Contrabandiaba caña del Brasil y una noche se topó con una partida que le metió bala. Llegó malherido al rancho y a los pocos días murió. Lo enterramos ahí nomás, cerquita de las casas. La madre se enfermó de tristeza y pasó sus últimos años llorando y plantando flores sobre la tumba sin cruz ni cajón. Al morir mi hermano, vendí el campito y me vine pa Montevideo. Años más, años menos, tendría tu misma edad. Pa mí y pa los que te conocen por estos lados, sos Waldemar Maciel y hoy lo vamos a documentar.
     -Pero don Wilson…
     -¡Qué pero ni qué ocho cuartos! ¿Le vas a negar el gusto a este viejo que ya está más pal hoyo que pa vender vino? ¡No sé ni me interesa porqué te viniste! ¡Yo solo sé que sos un criollo derecho y con eso me basta! ¡Además, ahora tendrás una identidad y en breve, un negocito todo tuyo! ¿No te parece una buena razón pa celebrar en grande?
     -No, no le voy a negar ese gusto. Usted es más que un amigo para mí…
A media mañana se empilcharon bien y rumbearon para el centro como estaba planeado. Sobre el final del almuerzo, el viejo preguntó:
     -Estás preocupado, Waldemar. ¿En qué pensás?
     -En las vueltas que tiene la vida… en usted… en todos éstos años…
     -¡Dejá de preocuparte! Vos tenés una historia que te está tironiando. Soy viejo pero no zonzo. Un sábado sí y otro no, te vas de bailongo y volvés con olor a mujer, pero siempre solo. Eso lo entiendo; yo he vivido así toda mi vida. Pero muchas noches te he visto salir a pitar un pucho mirando las estrellas. Dentro de poco podrás pegar la vuelta –si eso querés- como Waldemar Maciel o como quiera que te llamés, eso ya es asunto tuyo. ¡Pero dejá de manijearte, bo! Firmamos los papeles y seguimos andando hasta que nos toque la última parada… ¡Y tá! ¡Salud, Waldemar!
     -¡Salud, don Wilson!
                                                          ≈ ≈ ≈ ≈ ≈ ≈

     Las paladas de tierra que los empleados municipales tiran sobre el féretro producen un sonido que estruja el corazón. Finalizado el entierro, Waldemar y los pocos conocidos que lo acompañan se despiden en las puertas del cementerio. Con las manos en los bolsillos se larga a caminar despacio, con la cabeza gacha por primera vez en su vida.
     Recuerda su historia de principio a final, etapa tras etapa. Su infancia, los padres que le faltaron cuando aún era purrete, el deambular por las casas de los parientes, el cuchillo y su vida de taura, Malena, don Wilson… y al final la pregunta:

     ¿Y quién carajo soy, Waldemar Maciel o Inocencio Correa? ¿O somos las dos caras de una misma moneda?

De mi libro "Noches..."
ISBN 978-987-28908-1-0