lunes, 25 de febrero de 2013

San Jorge, Misiones.


              La madrugada es muy fría. El reloj señala las cuatro y cuarto. La humedad penetra sin que el abrigo pueda contener los temblores del cuerpo. A través de la ventana mis ojos pretenden inútilmente divisar alguna forma; la niebla lo ocupa todo. Sólo de trecho en trecho se distingue el brillo de las “jirafas” luminosas. El sueño y el silencio parecen ser los únicos compañeros de la bruma mañanera; los sentidos se embotan, comienzo a cabecear. Lucho contra la modorra que me invade y que puede mas que el frío. De pronto algo viene en mi ayuda, es el ruido de la maquinaria que se pone en marcha; me sobresalto.
            A medida que el tiempo avanza las sombras van aclarándose y se insinúan timidamente las siluetas de las estibas de madera. Los faros de algún vehículo todo terreno se abren paso muy lentamente; los oídos se acostumbran al ruido monótono y sostenido, y si se presta atención, sólo se percibe un molesto zumbido.
            La mañana se instaló en plenitud y el sol comienza a entibiar la tierra; los contornos se ven con nitidez. Las pilas de madera secándose, los grandes tractores zigzagueando entre los bultos, hamacándose por el peso de la carga. La costa del río aún se disimula con densos jirones de vapor; el horizonte de este lado es un largo festón rematado por las copas de los pinos. El zumbido de los grandes generadores oculta el canto de los pájaros; los hombres van y vienen buscando la caricia del sol. El aserradero es un ogro insaciable devorando troncos y troncos sin cesar.
            Durante el descanso se organiza algún “picadito” de fútbol, siempre de ritmo vivo, pues hay que jugar los dos tiempos reglamentarios por el asado del sábado; hay hinchas que alientan, gritan y ríen, y cuando el partido termina, todo es alegría. El perdedor siempre paga, porque en definitiva se trata de disfrutar un poco entre todos ese efímero goce que disimula el paso de un día más, que nos va quemando, sin sentirlo, la vida. La caldera quema, los camiones cargan, pesan y se alejan. Quizás no vuelvan más, o quizás vuelva con otro chofer.
            Del otro lado del río la costa es menos abrupta, el declive siendo pronunciado no llega a ser barranca; no hay casi playa y los botes atados a la orilla suben y bajan al ritmo del agua que busca el mar. Hay algunas casas pero no distingo animales ni huertas. Tampoco hay pinares; el progreso no ha llegado aún y tal vez  el monte vaya muriendo lentamente al golpe del hacha. No veo tractores ni escucho el ronquido de las moto sierras, pero el humo de las piras encendidas me dicen que están “rozando”. La selva se muere, con una lenta agonía se va muriendo. Dicen que es el precio de la civilización. No bajan jangadas por el río, ni siquiera chatas cargueras se divisan; he visto solamente los restos de algún pontón semi hundido en la orilla barrosa.
            Entre el reviro y el mate de la tarde la noche se va acercando, densa, agrandando la soledad, silenciosa. El cuerpo se inquieta, se rebela ante la incomodidad que cada vez es mayor, pero es impotente; las horas pesan, la mente queda aletargada y las reacciones son lentas, los ojos duelen, quieren cerrare y descansar, pero no es tiempo aún. El río es cómplice de la luna y para que no la vean extiende nuevamente su manto cubriéndolo todo. La niebla penetra por cada resquicio; adentro y afuera no se ve más allá de diez o doce metros. Los hombres trabajan envueltos en cuanto abrigo tienen, cansados, monótonos, húmedos.
            Por fin llega la hora largamente anhelada, nos vamos a casa. Entre la bruma, sobre nuestras cabezas se escucha el chillido de los murciélagos en su ronda nocturna. Sólo deseo llegar pronto al calor de mi hogar, contemplar mis dos amores y descansar. Llevo grabada en la mente la oscura boca del aserradero devorando troncos y troncos sin cesar…

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