martes, 10 de mayo de 2011

El Taura

Saco y pantalón gris a rayitas, sombrero al tono, alpargatas y camisa negras, pañuelo blanco al cuello. Inocencio Correa camina con paso lento pero seguro. El Doctor, su patrón, lo mandó llamar. ¡Inocencio, extraño nombre para un cuchillero!

Su mirada sin ser altiva, es frontal. Su andar se asemeja al del compadrito. Sin fruncir el ceño, su gesto es algo hosco, seco. Las mujeres que se cruzan con él, bajan inmediatamente la vista; los hombres en general parecen reconocer su oficio y lo saludan con respeto, ya sea con una breve inclinación de cabeza o tocándose el ala del chambergo. El vigilante de la esquina, de impecable uniforme, se hace el distraído y trata  de no mirarlo.

Al llegar al caserón frente a la plaza, golpea la gruesa aldaba de bronce y espera. Abre la puerta un sirviente de uniforme, quien lo reconoce y le franquea el paso, con la mirada indiferente. Al entrar, Inocencio le dice:

- El dotor m’espera...

Conocedor de la casa, se dirige a la oficina, golpea un par de veces la puerta y sin esperar respuesta la abre y entra. El abogado de doble apellido- levanta la vista de los papeles que estaba examinando y lo invita a sentarse con un:

- Ah, sos vos... pasá y sentate que ya te atiendo.

Inocencio no se sienta de frente al escritorio sino que mueve la silla para sentarse de costado y en el extremo izquierdo del mueble; él sabe que en el cajón de arriba de ese lado, el Doctor guarda el revólver. Apoya el antebrazo derecho en el escritorio y la mano cuelga displicentemente muy cerca del mango de su daga; es que con su patrón nunca se sabe... La mano izquierda juguetea con el sombrero mientras la vista recorre palmo a palmo la habitación. Desde ahí controla la puerta. A su espalda sólo hay una pared llena de cuadros y diplomas.

- Te mandé llamar por un par de asuntitos que no me dejaron satisfecho.
            - Usté dirá...
            - ¡Argüelles! ¿Qué pasó con Argüelles?
           - ¡Nada, qué vapasar! Lo asusté fiero y vino a pagar lo que debía, ¿o no fue así?
           - Si, si, vino a pagar, pero te encargué que lo mandaras al hospital, ¡y ni siquiera lo     marcaste!
           - ¿Y pa qué esperar que se sanase pa cobrar su deuda? Del susto que se pegó no se va a olvidar así nomás. No creo que vuelva a pedir plata, y si pide seguro que va a pagar.
          - No te pedí que pensaras; te mandé hacer un trabajo a mi manera ¡y no lo hiciste! ¿Y Argañaraz, el abogadito con pretensiones?
          - El dotorcito se volvió a la provincia con toda su familia y ¡bien asustado! No creo que vuelva por acá mientras usté viva...
          -Si, es posible, pero me dijeron en el ferrocarril que lo vieron sanito. ¿Qué te está pasando, Inocencio? ¿Te has vuelto maula de pronto?

El gesto del cuchillero se endurece. Se acomoda justo en el borde de la silla, la espalda bien derecha y la diestra acariciando su arma.

- No se le ocurra decirlo otra vez porque no respondo de mí...

Los dos hombres se miran en silencio, desafiantes. El Doctor sabe que no llegará a abrir el cajón antes que el taura le apoye el filo en la garganta y opta por tamborilear los dedos sobre el escritorio. Después sonríe socarronamente y se recuesta en su sillón.

- Mirá Inocencio, vamos a sosegarnos un poco. Algo te está pasando y me parece mejor esperar un poco antes de darte otro trabajito. ¿Te parece bien? Te adelanto unos pesos y te tomás unas vacaciones...
           - Como le parezca. Si me necesita, ya sabe donde encontrarme.

Tiempo después, en un tugurio que de día oficia de fonda y por las noches es un piringundín donde se mezcla el malevaje con los petiteros de bombín a bailar el tango, se encuentran ginebreando Inocencio y otro cuchillero de fama, Floreal Ramírez. El diálogo no es amigable sino desafiante. Inocencio tiene su fama bien ganada a punta y filo; Floreal tiene varias muertes en su haber y la suya es fama de hombre malo, no de guapo; eso hace que exista entre ellos una gran rivalidad. Floreal intentó de mil maneras provocar a su oponente sin lograrlo; la tranquilidad de Inocencio lo saca finalmente de las casillas y se dispone a hacer lo que vino a hacer... Le dice en voz alta para que todos escuchen.

-¡Cobarde!

En un solo movimiento se pone en pié, su mano izquierda suelta la copa y se apoya sobre la diestra del rival apretándola sobre la mesa mientras saca el cuchillo de la cintura y lo levanta para bajarlo a degüello sobre el guapo más mentado de Barracas al Sur.

En el boliche se hace un silencio pesado. Nadie puede creer que están viendo el final del cuchillero más guapo que conocieran todos.

Lo que nadie, pero nadie sabe en el submundo de malevos orilleros y compadritos es que el guapo Correa es ambidiestro. Sólo conocen la velocidad de su diestra y la daga que maneja.

La mano derecha de Correa gira y toma con fuerza la de quien quiere madrugarlo. La zurda parece apenas rozar la empuñadura de su daga y sin que ningún ojo pudiese seguir el movimiento de su mano, detiene lejos de su cuello el golpe asesino. Se pone de pié, patea la mesa a un lado y como si bailaran una extraña danza, sacude al traidor de un lado a otro con la mano que lo agarra con fuerza.

El asombro se refleja en el rostro de Floreal. De pronto retira su cuchillo de la traba de la daga para intentar un puntazo a fondo, pero la mano de Inocencio traza un dibujo en el aire y vuelve a bloquear el ataque. El filo de la daga cortó la frente de Ramírez que comienza a sangrar en abundancia.

Inocencio bloquea los ataques y marca al enemigo como demostrando quién es quién en la partida. Un tajo al pecho corta el pañuelo y la camisa del contrincante pero también la carne. La camisa comienza a teñirse de rojo. El rostro del matador denota ahora desesperación. Un último tajo, esta vez en la muñeca, hace que Floreal suelte el cuchillo.

La punta de la daga se apoya en su cuello justo debajo de la barbilla y lo empuja con firmeza hacia la puerta. No median las palabras; se  miran fijo a los ojos; la daga deja de presionar y las diestra de Inocencio suelta la muñeca que atenazara con fuerza durante el duelo. Uno se aleja a la carrera llevándose toda su humillación y el otro enfunda con delicadeza la filosa daga en su vaina.

 Ese mismo día, al anochecer, Inocencio Correa golpea la aldaba de la casa de su patrón. Cuando le abren la puerta entra sin decir palabra y se dirige al estudio, donde entra sin golpear. El abogado levanta la vista y el estupor se refleja en su rostro. La sorpresa dura solo un instante. Su mano derecha abre el cajón y empuña el revólver, pero el cuchillero en dos zancadas está junto al escritorio con la daga en la diestra. El abogado no llega a poner el arma en posición cuando un planazo aplicado con fuerza en el dorso de la mano lo paraliza; un segundo golpe en el mismo lugar pero con el canto del arma hace que ésta comience a hincharse, y cuando el dolor llega al codo, la mano se abre y el revólver cae sobre el escritorio. Inocencio lo arroja de un manotazo hacia un rincón de la habitación. Acto seguido, marca la palma de la mano de su patrón con un tajo poco profundo pero doloroso, desde la muñeca hasta el extremo del dedo índice.

- Esto es pa que no me olvide... Y si manda la policía a buscarme, no dude que lo degüello, no importa en donde esté. De Inocencio Correa naides se esconde...

Anochece en el Paraná. En un embarcadero de pescadores en el Delta del Tigre dos hombres ultiman detalles para soltar amarras en medio de la noche. Uno es un pescador entrado en años el dueño del bote- y el otro es un paisano de bombacha campera y boina vasca echada sobre la frente.

- Acomode su bolso debajo de las redes y recuerde que en este viaje no se puede pitar; la brasa de un cigarro se divisa de lejos y tenemos que esquivar a la autoridad...
            - No hay cuidado don; no fumo.
            - Mejor así. Siéntese y respire hondo. El Paraná es manso entre las islas pero el Plata es otro cantar. Se va a mover fiero cuando crucemos el canal, y si cambia el viento será jodido en serio.
           - No se preocupe amigo que por peores he pasado.

Poco a poco las rítmicas remadas los alejan de la orilla. La oscuridad es casi total; no hay luna y está nublado. El bote avanza como la continuación de las sombras de las islas. El pescador advierte a su pasajero:

- Si nos topamos con la lancha de prefectura tírese al piso y tápese con las redes. Saben que pesco solo y si lo ven van a maliciar que se está escapando de algo... o de alguien.
           - Descuide amigo... así se hará.

Por momentos la noche parece tragárselos; es cuando el pescador deja de remar aprovechando la correntada y los remos no levantan espuma.

La misma noche en que el cantor de los piringundines de Barracas al Sur estrena el tango Mi noche triste, Inocencio Correa cruza El Río de la Plata en busca de una nueva vida en tierra de los Orientales...

De mi libro "Cuentos con Historia".
ISBN  978-987-33-0843-7