lunes, 10 de diciembre de 2012

Una ciudad peculiar


           Este cuento también nació en el Taller de Escritura de la Pluma Azul.
      Procoa es una ciudad muy peculiar, situada en la Provincia de Buenos Aires. Distante unos cinco kilómetros de la ruta, se accede a ella por un camino de doble vía bordeado de frondosos eucaliptos. El acceso desemboca en una gran explanada donde hay un despacho de combustible, un centro de atención al viajero y una playa de estacionamiento. A derecha e izquierda se abre una avenida también de doble mano que debe ser sin duda de circunvalación.
      En el Centro de Atención hablo con un joven muy amable a quien le expongo el motivo de mi visita.
      - ¡Así que, periodista, eh!
      - Así es, y lo primero que necesito es un lugar donde alojarme. ¿Dónde hay un hotel?
      - No hay hoteles en Procoa. Pero en el Centro Cívico le dirán las opciones de  alojamiento de las que podrá usted disponer.
      - ¿Y cómo llego al Centro Cívico?
      - Estacione su auto en la playa y vuelva. Después me llena una ficha y yo le entrego  un vehículo de libre circulación. El estacionamiento es gratuito.
     La ficha era virtual y la llené desde el teclado de una computadora. El vehículo que me entregaron era una bicicleta de tres ruedas -triciclo, bah- “para que lleve sus cosas comodamente”, como me dijo Marcos, el empleado que me atendió. El vehículo tiene GPS, por lo cual no podré perderme.
    Llama mucho la atención, la concepción urbanística de la ciudad. No está configurada como un damero sino que sus manzanas son hexagonales, lo que le confiere el aspecto de un panal de abejas. Las calles, por supuesto, son zigzagueantes. Es pequeña; tiene aproximadamente doscientas manzanas en su totalidad. El centro geométrico  de la ciudad es una plaza que ocupa toda la manzana. Totalmente arbolada, con una gran fuente de agua rodeando un monumento a sí misma, poblada de césped, flores y juegos para niños.
    Frente a la plaza, mirando al Este, el Palacio Municipal ocupa media manzana, en donde además de las oficinas municipales propiamente dichas, se encuentran las de todos los servicios públicos, y allí me dirigí. En la Oficina de Visitantes fui recibido muy cordialmente y me dieron a elegir entre una veintena de casas de familia donde me podía hospedar el tiempo que necesitara; lo único que se esperaba de mí era que colaborara con los gastos diarios, nada más. También me entregaron un librito con la historia de la ciudad y una credencial que me acreditaba como visitante y periodista.
    Una vez instalado, me dediqué a recorrer la ciudad sin rumbo, total, con la tecnología en bicicleta no hay manera de extraviarse. Los habitantes, de todas las edades, se desplazan por las calles arboladas en bici, monopatín, patineta, rollers o bien, caminando. Nadie parece tener apuro alguno. La vestimenta no difiere de la de cualquier ciudad provinciana, sencilla, funcional; eso sí, se usa mucho la bombacha de campo. Me llamó poderosamente la atención  que las mujeres no usaran sostén; sin importar la edad, ¡no lo usan ni lo necesitan! ¿Será que el aire de aquí es saludable al extremo de mantener permanentemente los bustos en posición de choque?
    Durante la cena, el dueño de casa me informó que habrá una Asamblea Extraordinaria de la Cooperativa y que estaba invitado a asistir en calidad de oyente. Esto me venía de maravillas para mi investigación sobre las pequeñas ciudades del interior, como saben llamarlas los porteños.
    La Asamblea se llevó a cabo en el Salón de Usos Múltiples, que colmó su capacidad. Esa noche toda la población estaba presente. Sobre el escenario, ante una sencilla mesa, se ubicaron Sol Magenta, Presidente del consejo de Administración, bajita, trigueña y la mujer más enérgica que he conocido, y el Secretario de Actas Adalberto Fervor, alto y delgado, quién imperturbable frente a su laptop se dedicó a labrar el acta sin pedir aclaraciones ni una sola vez. Sol Magenta hizo uso de la palabra agradeciendo la presencia de todos, me dio la bienvenida y solicitó a la concurrencia moción y apoyo para constituirse en Asamblea. Se alzaron varias manos y de inmediato pasó a explicar los motivos de la misma.
    - Rómulo Abe, el fundador de la cooperativa y de la ciudad, con sus 90 años a cuestas y en  plena lucidez, ha fijado la fecha de su muerte para el próximo sábado después del mate de la mañana. Hoy es martes y debemos resolver sin falta el programa de homenajes. La  Asamblea tiene la palabra.
    - Yo propongo que vaya el Consejo a tomar el último mate con Don Abe y a despedirse en nombre de todos.
     - No, no, no; somos muchos. Tienen que ir tres o cuatro nada más.
     - Entonces que vayan Doña Luz y el Dr. García Kurtz. También se puede invitar al Delegado Municipal.
     - ¡Si, sí, eso está bien!
   - Si no hay opinión en contra, se procederá de esa manera. Quiero aclarar que la mateada queda supeditada a la autorización de la familia. Don Alejandro, usted que es el mayor de los Abe, ¿qué dice?
     - Y… Doña Solcito… si usted lleva los bizcochitos de grasa, estará bien.
   - ¿Aprobado? Aprobado. Por disposición explícita de Don Rómulo no habrá velatorio; pidió ser cremado. ¿Qué más se propone?
   - Propongo que el sábado se suspendan los embarques de cereales y ganado y que  nos dediquemos a meditar todo lo que Don Rómulo hizo por nosotros. En definitiva Procoa surgió por su iniciativa y pujanza y la ciudad está próxima a cumplir cincuenta años de existencia, cincuenta años de desarrollo sustentable. Trabajando juntos sobrevivimos a la dictadura, al Plan Primavera y al corralito. ¡Y todo se lo debemos a él!
    - ¡Apoyo la propuesta!
    - ¡Y yo!
    - ¡Yo también apoyo!
    - Muy bien. Apoyo de varios. Se declara entonces el próximo sábado Día Ciudadano de Reflexión!
    - ¿Más sugerencias? Tiene la palabra Adalberto Schvartz.
    - Yo propongo que el domingo hagamos un gran almuerzo comunitario. Como Jefe de Asadores pongo a disposición de todos nuestro esfuerzo profesional para que celebremos la vida, como a él le gustaba decir…
    - No, no, no… Estoy de acuerdo con la celebración comunitaria, pero propongo que  hagamos un gran potaje de cordero y trigo, ya que la cosecha ha sido buena. Además lo podemos condimentar con las cenizas de Don Rómulo en lugar de desparramarlas por los sembrados, así nos queda algo de él a todos.
     - ¿Alguien más propone algo? ¿No? Entonces tenemos que votar. Hay dos propuestas a consideración de la Asamblea: la de Adalberto, un gran asado de novillo, y la de nuestra Jefa de Cocineras, Blanca Luz, potaje de trigo y cenizas.
    La moción que resultó aprobada casi por unanimidad fue la propuesta por Doña Blanca Luz, que por otra parte es negra como el carbón. El cura Abadón Giménez y el pastor Atila Sotomayor de común acuerdo propusieron oficiar una ceremonia en el Templo el sábado a la noche y una misa en la Iglesia el domingo a la mañana para homenajear a Don Rómulo, que aunque ateo confeso era gran amigo de ambos religioso; con el cura jugaba al truco y con el pastor al mus.
    Por supuesto que participé de todos los actos públicos. El lunes bien temprano volví a la ruta en busca de la próxima población, llevando en la notebook el abundantísimo material que pude recoger sobre Procoa y sus singulares habitantes.
    Ah, me olvidaba… el potaje estuvo riquísimo.

De mi libro "Ternas y Trilogías"     ISBN 978-987-28908-5-8

jueves, 18 de octubre de 2012

En busca del mar


Cuento nacido en el Taller de Escritura de la Pluma Azul.

El  pueblo languidece desde que dejó de pasar el ferrocarril. La playa de maniobras está casi totalmente tomada por los yuyos y es ahora el lugar de encuentro y diversión de los chicos del lugar. Sólo el edificio de la estación se conserva en bastante buen estado. Eso porque el viejo Jefe de Estación la cuidó como si fuese suya hasta que un ataque al corazón se lo llevó también a él, dicen las viejas del pueblo que al cielo de los trenes.
La hora de la siesta es el momento del encuentro. No hay vecinos que se molesten con sus risas y gritería. Los pibes se sientan en el andén con las piernas colgando y planean la aventura del día. Es domingo y no tienen que ir a la escuela. La tarde es cálida y corre una brisa agradable.
- ¿Hasta dónde llegará la vía? ¿Llegará hasta el mar? Yo no conozco el mar…
- ¡Yo sí lo conozco! Una vez me llevó mi  tía que vive en Mar del Plata a pasar unos días con ella. ¡Es grandísimo! ¡Y tiene olas que te revuelcan!
- Si, pero hay mucha gente. ¿Te acordás cuando te perdiste y la tía se volvió loca buscándote? ¡Y vos haciendo pozos en la orilla!
- ¡Jajaja! ¡Sí que me acuerdo, y también que casi me arranca la oreja del tión que me pegó!
- Pero no fuimos en tren. Fuimos en el auto del tío.
- Mi abuelo me contó una vez que algunos veranos trabajó de mozo en el tren que iba a Mar del Plata. Pero no sé si ésta era la vía. Él vivía en Buenos Aires.
- ¿Y si fabricamos un tren y vemos si llega al mar? Por ahí hay una zorra abandonada…
- Yo le tengo miedo al mar, pero me gustaría llevar a mi muñeca para que vea como es.
- ¡Cómo le vas a tener miedo si nunca lo viste!
- ¡Si, pero le tengo miedo igual, bobo!
- ¿Si arreglamos la zorra vos vendrías con tu muñeca de trapo?
- ¡Si, porque ella no le tiene miedo a nada!
En un acuerdo tácito todos se dirigen en busca de la zorra corriendo y saltando por encima de las matas altas,  esquivando los serruchitos y los montones de piedras tapados por el pasto. Cuando la encuentran se dedicaron a arrancar una enredadera silvestre, de esas con flores azules que la cubría casi toda. Entre risas la liberan de su escondrijo y rodean la  máquina mirándola como si fuera un tesoro. Está muy oxidada y no la pueden mover. Pero no se desaniman y piensan en la aventura que tienen por delante.
- ¿Cómo hacemos para ablandarla? ¡Está toda ferrugienta!
- Mi papá dice que no hay que tomar cocacola porque sólo sirve para aflojar tornillos.
- ¿Y si compramos una botella grande y probamos?
- ¿De dónde vamos a sacar plata para comprarla?
- ¡Haciendo mandados! Alguna moneda nos van a dar. Entre todos juntamos y la compramos, si?
¡La aventura comienza! Ya tienen un objetivo y se dedican muy seriamente para lograrlo. El nuevo encuentro es a la mañana muy temprano. Llegan con la preciada botella de coca, otros traen algunas herramientas, ¡y hasta un tarro con grasa de carro para lubricar el vehículo! Todos reunidos en torno a la zorra.
- Primero vamos a ponerle la coca a las ruedas y mientras se aflojan podemos jugar una escondida.
- Mi muñeca y yo no nos podemos ensuciar porque viene mi prima a comer y tenemos que estar en casa al mediodía.
- Esta bién. Ustedes miren, pero a la tarde vení con otra ropa para ayudar.
- Mi hermano es mecánico y dice que para aflojar tornillos muy apretados primero hay que pegarle unos golpes, por eso traje un martillo.
- No le habrás contado del viaje, o sí?
- No, no, solamente le pregunté cómo se hacía para aflojar algo muy ferrugiento.
- Bueno, entonces le pegamos unos golpes a cada rueda y después le agregamos el ¡aflojacocatornillos!
- Jajaja… ¡Qué buena marca ésa!
- Yo traje unos palos, cuerdas y una sábana vieja que mi mamá iba a tirar. Le podemos agregar una vela para aprovechar el viento y no cansarnos tanto con la palanca.
Y así, con el entusiasmo y la imaginación de sus jóvenes años, logran que la zorra se mueva. Le adosan el improvisado mástil y la vela. Una tarde con viento a favor el tren de su ilusión se desliza suavemente por la vía. Estallan en gritos de alegría, salta, se abrazan, ríen de felicidad. ¡Funciona, funciona! Al fijar el día de la partida, algunos no se animan a emprender el viaje. De todas maneras el espacio es poco. Ese día, se despiden entre abrazos, risas y lágrimas. Cuatro y una muñeca de trapo se acomodan como pueden a bordo. Despliegan la vela, que apenas flamea por falta de viento y el más grande comienza a accionar la palanca que mueve las ruedas. Lentamente comienza a deslizarse. Los que no viajan suben a las vías y empujan con fuerza. De pronto, el viento cómplice de la aventura, sopla con fuerza. La vela se hincha. Comienzan a ganar velocidad. El viaje ya comenzó…
Atrás quedan caritas tristes y manos en alto despidiendo a los aventureros…

De mi libro "Historias cotidianas".     ISBN 978-987-28908-0-3

martes, 11 de septiembre de 2012

¿Y ahora, qué?


Este cuento nació durante mi participación del Taller de Escritura de la Pluma Azul.


Tonio ha enviudado recientemente. Pucho, el perro callejero que es su nuevo compañero en las horas de la plaza, lo mira como queriendo descifrar los pensamientos del humano. Y Tonio piensa en su soledad. Esta soledad que le pesa más que los muchos años que lleva a cuestas. Sin su compañera de toda la vida ¿cuánto más podrá seguir viviendo? ¿Cómo llenar el vacío que le dejó la ausencia? ¡Su mundo se derrumba y no sabe qué hacer! Y los recuerdos… ¡ah, cómo duelen los recuerdos!

- Pucho, vos sí que no tenés problemas, eh! Todos en el barrio te cuidan. Si no vengo yo, otro vecino te atiende. En cambio yo…

Tonio, apoyado en el bastón, pierde su mirada en el infinito mientras recuerda aquel día. Se levantó como cada mañana, dejó a su viejita durmiendo y fue a prepara el mate para tomarlo junto a ella en la cama como hacían desde que se jubilara. Al regresar, con el matecito caliente y unas medialunas del día anterior recién calentadas, la llamó un par de veces sin que le respondiera. Al acariciar el rostro amado, lo sintió frío. Alarmado, la destapó y  la sacudió apoyando su mano en el hombro, pero ella ya no estaba… Recuerda el grito desgarrador que brotó de sus entrañas: ¡¡¡ELVIRAAAA!!! Después el llanto desconsolado y las llamadas a los hijos para contarles entre hipos que mamá se había muerto durmiendo a su lado…

- ¿Sabés una cosa? A veces te envidio. ¡Si, te envidio, como lo oís! Vivís sin preocupaciones, corriendo gatos y ladrándole a las ruedas que pasan cerca. Comés lo que te traigan y dormís donde y cuando tenés ganas. ¡No me mires así! Es verdad lo que te digo…

Su mente lo lleva a revivir el velorio. ¡Qué cosa más desagradable recordar los llantos, el cuchicheo de las personas, el olor feo de las flores, la luz mortecina… Es una ceremonia morbosa. ¡Y el entierro! ¡Eso sí que es cosa fea! Cuando escuchó caer la primera palada de tierra sobre el cajón se le aflojaron la piernas, casi se desmaya. Fué la experiencia más horrenda que experimentara en su vida.

-¿Sabés qué voy a hacer, Pucho? Voy a arreglar los papeles para que no me velen ni me entierren… prefiero ir derecho al horno y chau! ¿Y vos, que vas a hacer cuando te toque?

El perro termina su almuerzo y se echa a los pies de Tonio, que sigue ensimismado en su tristeza. Él nunca vivió solo. Dejó la casa de sus padres cuando se casó y desde entonces compartió sus días con su esposa primero y después también con los hijos. ¿Y ahora? ¡La soledad! La que nunca había conocido. ¡Qué larga y pesada es la soledad para un viejo! ¿Hasta cuándo continuará? ¿Porqué no se acaban sus días? ¿Cómo seguir viviendo sin la compañera de toda la vida?

- ¿Sabés una cosa, Pucho? ¡Me voy a dejar morir de tristeza! ¡Sí, eso voy a hacer!  ¡Mejor todavía! Me tomo un frasco de pastillas y chau picho, ¡a otra cosa! No puedo seguir sufriendo esta soledad…

El perro para las orejas, levanta la cabeza, lo mira y emite un “báuf…  báuf…” y apoya su hocico en los pies del hombre.
            .           .           .           .           .           .           .           .           .           .           .

Ya amaneció y Pucho, echado debajo de la hortensia, mira atentamente la puerta. Escucha ruidos y comienza a mover nerviosamente la cola. La puerta se abre y aparece Tonio, sonriente y mate en mano.

- Buen día Pucho, dormiste bién? ¡Quién diría que vos ibas a elegir una casa donde vivir! ¡Y menos con un viejo cascarrabias como yo! ¿no? Jeje… Preparate, que la caminata de hoy es larga…

De mi libro "Historias cotidianas".     ISBN 978-987-28908-0-3

jueves, 30 de agosto de 2012

En busca de un recuerdo.

                         Este cuento nació en el Taller de Escritura de la Pluma Azul.

Se me perdió un recuerdo y no logré hallarlo por más que revolví el archivo de la memoria una y otra vez. La falta de ese recuerdo me deja una suerte de vacío existencial. Para intentar recuperarlo, viajé un fin de semana a mi ciudad natal.

Me embarqué en Bs. As. rumbo a Colonia el sábado a las nueve de la mañana. El Río de la Plata siempre igual; manso o encrespado, su color marrón oscuro es inalterable. Me gusta contemplar el horizonte que va quedando atrás hasta que la ciudad desaparece de la vista. No sé porqué, pero me gusta. De Colonia viajé en micro a Montevideo. El camino está bordeado de palmeras a lo largo de varios kilómetros. La ruta es angosta y las palmeras están casi junto a la banquina. El terreno allí es ondulado, lo que hace que el viaje sea placentero. Por ser zona de granjas, el paisaje está en permanente cambio. La tierra negra recién arada, los sembradíos de distinto verde, las majadas…

La entrada a Montevideo está cambiada, moderna, apta para un tránsito rápido. Me gusta admirar el viejo puente de hierro sobre el río Santa Lucía, que inspirara a más de un poeta. ¡Pensar que hasta allí llegó Hernandarias en sus correrías!

Ni bién bajé en la terminal, me dirigí a Malvín, el viejo barrio de mi infancia. Aunque conserva algo de su vieja fisonomía, está muy cambiado. Los solares de viejas casonas hoy están ocupados por edificios de departamentos. ¡La playa! ¡Cuánto cambió la playa! Tiene la mitad de la arena que tenía hace veinte años, ya no hay ranchitos de pescadores entre las rocas y el cine municipal al aire libre ya no existe. Cuentan que a la arena y los ranchitos se los llevó una gran tormenta allá por el 2000. Consecuencias del cambio climático, que le dicen. El cine, no; eso fue una adaptación presupuestaria. Ése recuerdo está vivo en mi; cada noche de verano esperaba la llegada de mi viejo para ir juntos a tomar un helado y mirar una película sentados en el muro de la rambla.

La cuadra en la que viví esta casi igual. Se modernizaron las construcciones, pero no hay edificios de pisos, y eso me gustó. Mi infancia transcurrió en esa cuadra; jugando a la pelota, a la rayuela, a la escondida o al Martín Pescador. Un cambio notorio: el viejo almacén de la esquina, donde se compraba todo suelto, es ahora un auto servicio.

Con paso lento recorrí la manzana donde aún funciona la Escuela donde cursé primaria. ¡Sigue linda como antes! Ocupa toda la manzana, son varios edificios de dos  plantas rodeados de parque arbolado;  coníferas de varias especies y moras. ¡Si habremos estudiado Ciencias Naturales en ese parque! Fue una institución de avanzada. Tenía –y aún tiene, aunque no funcione como tal- un cine que oficiaba de Salón de Actos en las Fechas Patrias. Los domingos nos encontrábamos todos los pibes del barrio en la matiné. Era conocido como “La Piojera”, ¡imagínense porqué! ¡Pero qué tardes pasábamos ahí! Tampoco es de la escuela mi recuerdo perdido…

Dejé entonces que mis pasos me llevaran sin intentar siquiera racionalizar el porqué del camino. Así llegué a la placita que está frente al club de básquet. ¡Qué cambio! Tenía las canchas al aire libre, incluso la profesional con gradas de cemento; ahora es un polideportivo cerrado. Me senté en un banco, encendí un cigarrillo y dejé vagar mi vista por donde quisiera. Encontré casas modificadas pero aún reconocibles. Cuando el pucho se consumió y me quemó los dedos, me di cuenta que estaba mirando una esquina con una construcción desconocida, sin embargo ¡yo conocía esa esquina! Cerré los ojos y mi mente retrocedió en el tiempo, tratando de recordar qué había en ese lugar.

¡Sí! ¡Allí vivía Lucía! De pronto la veo con su guardapolvo blanco tableado entrando a la escuela, llevando el portafolio en su mano derecha. ¡Era una “manyalibros”! No era gorda sino rellenita; tenía la tez muy blanca y sus ojos y cabello eran negros como el azabache. Tímida, pero sonreía con frescura y cuando lo hacía ¡se le formaban dos hoyuelos en las mejillas! Teníamos doce años al terminar la primaria. La pubertad nos llegó con fuerza a todos. Ese verano organizamos un “baile lluvia” cada sábado en diferentes casas. Todos bailábamos con todas, pero en los lentos siempre nos buscábamos el uno al otro, bancándonos las cargadas de los demás. No nos propusimos noviazgo. Creo que, sin comprender lo que nos sucedía, nos dedicábamos a disfrutar la grata sensación de las hormonas derramándose como torrentes en nuestros cuerpos.

La vida nos llevó por distintos caminos y no volví a verla ni saber de ella, pero hoy me siento contento por haber recuperado tan bello recuerdo de aquella época, de cuando éramos felices…

De la Antología "Encuentros de café"     ISBN 978-987-28908-6-5

miércoles, 27 de junio de 2012

Esa noche

Este cuento surgió durante mi participación en el Taller de Escritura de la Pluma Azul.

Esa noche llevé a mi mujer a tomar el micro de las 19:30. Hacía años que nuestro matrimonio venía mal. Sólo nos mantenía unidos la crianza de los hijos y tal vez el recuerdo de los sueños que una vez compartiéramos, pero nada más. Al menos era así para mí; hacía años había dejado de amarla. Para aliviar la tensión entre ambos, se iba a pasar unos díasa la casa de su madre en Venado Tuerto.

Ella fue al baño de la estación de servicio. Yo me entretuve fumando un pucho y mirando pasar los autos por la ruta. En eso se detuvo un coche detrás del mío. La mujer que venía al volante me preguntó si más adelante había donde reponer GNC. Le respondí con cortesía, y con un“muchas gracias, caballero”, se dirigió a cargar gas. Era una belleza madura, poseedora de una mirada enigmática… desafiante, tal vez.

Me di vuelta para mirar su matrícula y me topé con mi mujer. Con cara de vinagre, por supuesto.

- Todavía no me fui y ya te estás arreglando citas con tu minita, no?

- ¡Pero no jodas, nunca la había visto antes! Me preguntó dónde podía cargar gas y le respondí, ¡nada más!

Pero ella siguió y siguió, diciéndome cuánta pelotudez se le cruzaba por la mente. Y yo, ¡nada! ¿Para qué? Igual no me creería. Menos mal que el micro llegó en hora y se mandó a mudar. Pero me dejó calentito…

Me senté en el auto, puse música y encendí otro cigarrillo. Una voz en mi interior me decía: “¡Sos un gil! ¡Tantos años bancando una relación que ya fué! ¿No te das cuenta que la vida se te vá? ¿Cuántas horas felices tenés en tu haber?”

Puse el motor en marcha y comencé a desandar el camino. La noche era muy agradable. El cielo estaba despejado. La luna, como un gran queso, se metió en el retrovisor. ¡Qué hermosa noche primaveral! Las hojas de los árboles brillaban cuando la luz de los faros los acariciaba.

De pronto se instaló en mi mente el rostro de la enigmática mirada… ¿Será un enigma para resolver o un desafío para vencer? ¡Eso pensaba mientras aumentaba lentamente la velocidad! ¿Por qué no?, me pregunté una y otra vez. ¡Pero sí! Si la encuentro me mando y… ¡y… después vemos! Me dispuse a buscar el auto. Total, recordaba su patente: JMK-230.

Escudriñé la ruta que tenía por delante y me pareció ver luces rojas de posición a un par de kilómetros. El fresco aire de la noche acariciaba mi rostro. Pisé más el acelerador para no perderla de vista…


Registro de la Propiedad Intelectual N° 977531

miércoles, 7 de marzo de 2012

La Bailarina

     Todo comenzó una tórrida tarde de Diciembre. Después de muchos años sin vernos fui un domingo a pasar el día con viejos amigos, que habían logrado con mucho esfuerzo comprar un terreno y construir su casa en el conurbano bonaerense. Después del asadito del mediodía bajo la protección de la parra, siguieron los recuerdos, las anécdotas de antaño una y otra vez revividas; después, el mate y la cantarola con guitarra y bombo. Al caer la tarde y camino a  tomar el colectivo para regresar, me llamó la atención oír música de murga.

     - ¿Me parece a mí, o lo que se oye es una murga?

     -¡Sí, sí! Es la murga del barrio que se prepara para los carnavales. ¿Querés chusmear un         rato? Nos queda de camino. Nos desviamos sólo un par de cuadras.

      Y fuimos. Ensayaban en el predio de la Sociedad de Fomento, al aire libre. Bombo con platillos, zurdo, tambor y redoblante, formaban la batería, que sonaba bastante bien. El cuerpo de baile, formado por jóvenes y niños de ambos sexos, practicaba una rutina muy agradable matizada con esas cabriolas impresionantes que sólo los murgueros saben cómo hacer. Capturó toda mi atención quien dirigía a los bailarines. Era una joven de veinte y pocos años; bonita, muy bonita, de cabellos renegridos como una noche sin luna. Sus movimientos además de increíbles eran sumamente gráciles. El grupo seguía sus indicaciones fielmente. Rara vez debían repetir una rutina para mejorarla. Ella tenía “ángel”… Quedé embelesado mirándola y no me di cuenta cuando el ensayo terminó. Mi amigo me volvió a la realidad con una carcajada y  un “¡Ché, te quedaste embobado!”

     Y si, me había quedado totalmente enganchado con aquella visión.  Retomamos el camino a la parada y acordamos un nuevo encuentro para dentro de quince días, pero esta vez con otros amigos a quienes trataríamos de contactar en ese tiempo. Finalmente llegó el día y el reencuentro fue inolvidable. ¡Pasamos un día fenomenal! Al caer la tarde nos despedimos prometiéndonos unos a otros no volver a perdernos. Yo decliné la invitación de los que se ofrecieron a acercarme en su auto y me dirigí al lugar donde ensayaba la murga. Al igual que la vez anterior, no hice más que admirar a la bailarina que me había cautivado con su gracia.

     Durante el mes de Enero, fui dos veces a ver el ensayo. Tres horas de viaje en trenes y colectivos de ida y vuelta, sólo  para verla un rato. No iba a la casa de mi amigo sino a ver el ensayo, es decir, ¡a verla a ella!  Me mezclaba con los vecinos y nunca me animé a intentar un acercamiento. Finalmente llegó Febrero, el Carnaval y los Corsos. Tenía anotados en mi agenda las fechas y los Corsos Barriales donde la murga participaría. Había resuelto concurrir a todos y arrojar una flor al paso de la bailarina.

      El primero fue en Ciudadela. Cuando ella vio caer la flor a sus pies, la recogió, efectuó dos o tres volteretas, la besó y la arrojó nuevamente al público. En el segundo –en Villa Crespo- levantó la flor con delicadeza, sin dejar de bailar le dio un beso, la apoyó en su corazón y continuó la rutina de su danza con ella en la mano, pero ahora mirando al público, quizás tratando de identificar a quien la estaba homenajeando. El tercer Corso fue en Balvanera ¡y me vio cuando le arrojaba la flor! Como la vez anterior, la tomó en su mano derecha, la besó y después de una cabriola sin par, se detuvo unos segundos, que me parecieron horas, porque la apoyó en su corazón, me saludó alzando su galera multicolor ¡y me dedicó una reverencia! Yo no cabía en mí; no sabía si reír o ponerme a bailar como un murguero más. ¡Qué felicidad experimentaba todo mí ser!

      ¡Y llegó el Corso de Avenida de Mayo! La comparsa avanzaba cómo siempre al ritmo de la batería. Los bailarines hacían las delicias del público con el extraordinario movimiento de sus cuerpos. Pero la bailarina que cautivó mi corazón, no estaba. En su lugar dirigía la danza un joven alto y delgado, tan buen bailarín como ella. Quedé un tanto desconcertado al no verla. Seguí el desfile tratando de hallarla mezclada entre el cuerpo de baile, pero no, no estaba…
     En determinado momento, después de una voltereta inverosímil, el joven se detuvo formando con brazos y piernas una equis. La batería dejó de sonar y los bailarines quedaron como congelados en su lugar; parecían estatuas… nadie se movía. El flaco se quitó la galera lentamente y acalló las voces del público con su potente voz de tenor zarzuelero.
“La Princesa, alma de ésta murga, ya no está entre nosotros, porque Dios, la Vida o el Destino, así lo dispuso. Por ella… calla la comparsa.”
    
     Calló el público cuando todos, músicos y bailarines, cayeron rodilla en tierra, cual muñecos desarticulados, como si un titiritero hubiese cortado los hilos que les daban movimiento. Lloró la comparsa. Y lloró también mi corazón. Quedé anonadado, estrujando la flor entre mis manos… No entendí lo que estaba pasando… No entendí ni entiendo aún lo que había sucedido… La bailarina, ¡Mi Bailarina!, ya no está… ¿Cómo será el mundo sin ella? ¿Podrá otro Carnaval calmar este dolor?
De mi libro "Historias cotidianas".     ISBN 978-987-28908-0-3

lunes, 6 de febrero de 2012

Una flor en la calle

Este cuento es consecuencia de mi participación en el Taller de Escritura de la Pluma Azul.
El carro avanza por las calles de Turdera al paso lento del caballo flaco que tira de él. En el pescante viaja una joven, hija del cartonero que camina un tanto adelantado buscando qué cirujear. Su mirada simple se desliza por la calle, aburrida, como mirando sin ver. De pronto aparece ante sus ojos una rosa roja, que arrastrada por el agua, quedó atorada en un desnivel del pavimento. ¡Qué bella flor! piensa, mientras se endereza en la tabla que usa de asiento para verla mejor. ¿De dónde habrá salido? ¿Alguien la perdió? ¿O una mano distraída la soltó? Preguntas sin respuestas…

La rueda empuja el agua y el mayor caudal hace que la flor comience a dar tumbos sobre sí misma empujada por la corriente. ¡Oh, pobrecita, tan linda y sufriendo así! es el pensamiento de la adolescente. Pero el carro avanza más rápido que la flor y finalmente una rueda le pasa por encima, aplastándola, triturándola bajo su peso.

¡Ay! exclama ella inclinándose sobre la baranda del pescante para contemplar lo sucedido. Sus manos se aferran con fuerza a la dura madera observando compasivamente la muerte de la bella rosa… El tallo, que fuera largo y esbelto, resultó partido en dos; una parte quedó fuera del curso de agua, con apenas una hojita machucada, como descansando sobre las duras piedras, el otro trozo permaneció bajo el agua adherido al suelo junto al deshecho corazón de la flor. Algunos pétalos son arrastrados por la corriente y otros quedaron pegados a la rueda del carro, que ajeno a la muerte de la flor, continuó su lento trajinar…

Miguel, el barrendero municipal, cumple su diario quehacer muy temprano, cuando aún no ha salido el sol. Paso a paso va empujando los desperdicios que se acumulan junto al cordón de la vereda y que el agua corriendo desparrama. Sus brazos se mueven rítmicamente hacia adelante y atrás, dos empujones cortos y uno largo, dos cortos y uno largo hasta llegar a la esquina o hasta llenar la bolsa que lleva en el carrito de dos ruedas, y vuelta a empezar. Su mirada es nostálgica –a veces- como pensando en el tiempo en que trabajaba como operario en una fábrica que no sobrevivió a la última crisis, otras con mucha bronca. Hoy camina malhumorado porque la madrugada está muy fría y hubiese querido quedarse un rato más en la cama, calentito junto a su mujer. Pero la vida es así, hay que salir a ganarse el mango, ése que nunca alcanza. Lo bueno de hoy, es que la basura es escasa.

Al llegar a la mitad de la cuadra sus ojos divisan una flor pisoteada por vaya a saber qué vehículo, como incrustada en el suelo. Por curiosidad, separa los deshechos que venía empujando y con la pala levanta, casi cuidadosamente, la flor destruida. La acerca a  su rostro para observarla detenidamente, sin saber bien porqué. Había sido una rosa roja de buen tallo; no parece de las cortadas de algún jardín, sino de las que se compran en la florería. Se quita el guante de la mano izquierda y toma un pétalo casi con delicadeza. La sutileza del mismo contrasta con la rudeza de su mano. Parece acariciarlo. En un impulso lo lleva hasta su nariz para olerlo. Increíblemente ¡aún conserva algo de su aroma! Piensa: “¡Qué lástima no haberla encontrado sana para regalársela a la Bea! ¡Hubiera quedado de linda en la mesa del comedor!”

Los minutos siguen pasando y está por amanecer. Aún quedan muchas cuadras por caminar. Tira en la bolsa lo que por un instante fuera  objeto de su admiración y retoma su andar; dos empujones cortos y uno largo, dos cortos y uno largo…

De mi libro "Historias cotidianas".    ISBN 978-987-28908-0-3