jueves, 30 de marzo de 2017

La despedida

El cabriolé se detiene frente a una de las chacras del Iberay. Rancho de barro a la sombra de un yvyrapytâ. El negro Joaquín se arrima a la tranquera. El paisano al pescante saluda en Guarani.
- Mba’éichapa, kambá?  Temiandu guarâ Karaí Artigas. (-¿Cómo estás, negro? Traigo una visita para Don Artigas)
- Iporânte… ha nde? (Muy bien ¿y vos?)
- Iporânte avei. (Muy bien, también.)
-¡Decile que baje, pues!
Se da media vuelta y grita en dirección al rancho:
-José, tenemos visita…
Del coche desciende un hombre vestido a la europea; un caballero bastante mayor con bastón y botas de montar. Joaquín lo recibe con una sonrisa grandota y le extiende su mano negra y callosa.
-¡Bienvenido, amigo! Joaquín Lencina, pa’ lo que guste mandar.
El visitante, con gesto adusto, observa al moreno un instante y estrecha con energía la mano extendida.
-Yo también me llamo José. Es un gran placer estrechar su diestra Sr. Lencina.
-Llámeme Ansina, como todo el mundo.
En la puerta del rancho se destaca la figura de un anciano de poncho, alpargatas y bastón, que con paso seguro se aproxima al grupo. Al llegar, saluda al cochero con un:
-Mba’épa, angirũ. (¿Qué tal, amigo?)  
- Mba´épa, Karaí. (¿Qué tal, Señor?)
Mira al visitante a los ojos y extiende su mano.
-José Artigas, paisano, para servirlo…
-José de San Martín, a sus órdenes…
Joaquín, con una risotada, se golpea la pierna exclamando “¡Esto sí que se pone lindazo!” y saluda al cochero.
-Jajohecha peve, koygua. (Adiós, paisano)
-Jajohecha peve, kambá (Adiós, negro)
Los dos José se miran a los ojos mientras estrechan sus manos. ¡Cuántos pensamientos, cuántas preguntas bullen en esas mentes entradas en años, muchos años!
-El mate está pronto y adentro está más fresco.
Ambos ancianos caminan despacio, apoyándose en sus bastones, uno importado y fino, el otro hecho de madera silvestre, tallado por una mano guaraní y no muy recto. Una vez sentados a la mesa y mientras el mate espumoso cumple con su mítica tarea de romper hielos, la conversación comienza a adquirir fluidez.
-Don José, se nos acaba el tiempo y no quería partir sin estrechar su mano y agradecerle profundamente su aporte, invalorable, a la emancipación de nuestra América.
-Amigo José…
-Llámeme Pepe, por favor.
-Pepe, no hice otra cosa que luchar por la causa de los pueblos… Yo hice mi parte como usted hizo la suya…
-¡Así es! Pero usted en el Este y Don Martín en el Norte, me dieron el tiempo necesario para organizar el Ejército de los Andes y poder así batir al enemigo en Chile y Perú.
-La suya sí que fue una gesta increíble. Si hubiese contado con el Irlandés Brown, otra habría sido el final de la historia.
-Las cosas fueron como fueron y ambos terminamos traicionados y vilipendiados. ¡Eso no lo esperé nunca y aún me hiere! Yo logré huir de los confabulados en mi contra y continuar mi vida en libertad, aunque lejos de mi tierra. Pero usted… usted no sólo sufrió la traición y el escarnio, ¡sino que también cargó cadenas!
-Pero no me quejo… La vida siempre enseña algo aunque no lo comprendamos en su momento. Las cadenas en la vejez me templaron para la partida… Además, en este lugar me siento en paz…
Las pausas son largas, como si el mate marcara los tiempos de la conversación. El negro Joaquín participa de la mateada entre los quehaceres de la cocina y de vez en cuando participa de la charla.
-¡Fue bravo cruzar la cordillera y peliarlos a los maturrangos! ¿No?
-Fue bravo pero no imposible. Conté con algunos oficiales que la habían cruzado antes; ¡eso ayudó! ¡También fueron invalorables los pardos y morenos que me acompañaron! No solo constituían una excelente infantería sino que eran fuertes, ¡muy fuertes para soportar las penurias de la travesía! Por eso mi placer al estrechar su mano, Ansina. ¡Usted me trajo gratos recuerdos de mis bravos soldados!
-Agradezco el homenaje en nombre de mi raza…
-Pepe, estos hombres regaron nuestro suelo con su sangre… Fueron hombres libres y murieron como tales… pero su espíritu permanece en los territorios en los que lucharon y llegará el día en que renacerán en nuevos hombres libres…
-Puede ser, José, pero no lo verán nuestros ojos.
-No lo verán, es verdad; pero sus pensamientos, Pepe, nuestros ideales volverán a anidar en los corazones de nuevas generaciones.
-Es posible. Pero tras ellos ¿no vendrán también traidores y perdularios?
-Jajaja… No tengo dudas que así será, pero hasta ahora, después de la noche siempre llegó la aurora. Mientras el mundo gire, así seguirá sucediendo.
-¡Siempre habrá tiranos que combatir!
-¡Y traiciones que soportar! Pero ahora necesito mover las piernas. ¿Qué le parece si nos pegamos una caminata mientras seguimos conversando?
-Don Pepe, póngase este chambergo de paja que es más fresco que su galera. Y este ponchito de lino le irá más cómodo que la levita.
-Muchas gracias, Ansina, es usted muy amable.
Los dos ancianos caminan lentamente buscando la sombra del guapo’y, del ka’a o del peterevy. Los bastones dejan su huella en la tierra colorada; las alpargatas y botas la hacen revolotear. Las palabras continúan entretejiendo una amistad que quizás la vida con sus misterios había predestinado.
-José, de mi familia, solo yo abracé la causa de la libertad de América, ¿y la suya?
-¡Ah… mi familia! Mis padres sirvieron a la causa de los pueblos. De mis cinco hermanos, solo Manuel Francisco vivía cuando estalló la Revolución y en ella sirvió; partió en el 22, mientras Francia me tenía enclaustrado. Mi padre lo siguió a los pocos meses. Y mamá… ¡nunca supe cuándo partió! Mi hijo Manuel –el charrúa- fue un gran compañero de armas hasta el 20; después, al finalizar la patriada, tuvo que cuidar de su gente y por ahí ha de andar… José María era muy pichón cuando la Revolución; después del 30 sirvió con “el pardejón” y nos dejó hace unos tres años…
-¡Vamos quedando solos! Ambos enviudamos temprano. Mis hermanos Juan y Justo fallecieron hace como veinte años. ¡Qué cosas tiene la vida! Pensar que mientras ustedes luchaban por detener a los portugueses nosotros cruzábamos la cordillera y logramos batir al enemigo en Chile… ¡y mientras usted estaba cautivo, yo me embarcaba hacia el Perú!
-Llegué hasta acá en busca de ayuda… y se terminó mi actividad política. Hubo algo que no pude ver con claridad; pero así es la vida y no es fácil discernir los tiempo.
El sol comienza a mezquinar su luz y los hombres desandan el camino. Ahora a las palabras las sustituyen largos silencios…
-José, debo embarcarme esta misma noche. Llegué hasta aquí gracias a los buenos oficios de Doña Juana Carrillo y no debo abusar de su gentileza.
-Lo entiendo, Pepe. ¡Es una gran señora! Ella ha hecho confortable mis últimos años.

La despedida es silenciosa. Los tres ancianos se prodigan cálidos abrazos. Al partir el coche, se agitan las manos en un último adiós. La húmeda brisa de la noche paraguaya acaricia, como queriendo enjugar las lágrimas que mansamente riegan los pliegues de los rostros curtidos por el tiempo y la Historia…

ISBN 978-987-28908-7-2           Cuentos con Historia 2ª Edición.