domingo, 1 de septiembre de 2013

Nuevos vecinos

A fines de Diciembre, entre las fiestas de Navidad y Año Nuevo, se desató una tormenta que se venía anunciando hacía días. Con las primeras ráfagas de viento me aboqué a cerrar ventanas y persianas; se oían truenos lejanos y descargas eléctricas. Desconecté la tele y la compu por si acaso y me fui a la cama. No recuerdo la hora, pero me despertó el estruendo de la lluvia sobre el tejado. ¡Qué carajo pasa! pensé. Al encender el velador una descarga eléctrica hizo temblar los vidrios y se llevó la luz. ¡La puta, a buscar velas Ya en la cocina y con la linterna encendida miré por la ventana y sólo se veía una cortina de agua cimbreante por el vendaval. La tormenta estaba descargando toda su furia sobre nosotros. Mientras revisaba puertas y ventanas, después de un trueno ensordecedor escuché los gritos de mis vecinos.
Los nuevos vecinos eran una pareja de horneros que alegraban mis atardeceres con la risotada que tienen por canto.  Yo me sentaba en el porche a disfrutar el mate de la tarde y me entretenía observándolos. Habían construido el nido frente a mi casa sobre los cables de la luz entre dos postes separados por no más de treinta centímetros. ¡Nunca había visto un hornero equilibrista! Pero allí precisamente lo habían construido.
Sin meditarlo me calcé las botas, me puse la capa para lluvia y linterna en mano salí al jardín. Dirigí el haz de luz hacia el nido que se hamacaba peligrosamente hacia atrás y adelante. De pronto oí el ruido como el de una rama al quebrarse y los cables que eran el sostén del nido comenzaron a oscilar arriba y abajo con violencia. No me atrevía a dar un paso afuera del porche, el agua enturbiaba mi visión, y además… ¡qué podía yo hacer ante la inminente tragedia! Decidí esperar el desenlace y ver de recatarlos cuando cayera el nido.
En un momento amainó la lluvia pero no así el viento. Entonces oí un grito del hornero que nunca había escuchado y acto seguido vi a uno de los adultos descolgarse en uno de los vaivenes de nido y en vuelo rasante se dirigió directo al ciprés del fondo de la casa de mi vecino. No logré alumbrar su el vuelo pero escuché su voz proveniente de ese lugar. Volví a alumbrar el nido, a punto ya de caer, y vi a los pichones volando raudos con el mismo destino. ¡Sólo faltaba uno y el nido se estaba desplomando irremediablemente! En el instante justo en que éste se desprendió de los cables y cayó hacia atrás, lo vi salir volando directo al refugio. Después escuché, amortiguado por el ruido del viento, su hermoso canto a dúo… Sonreí y volví a entrar en la casa con una sensación de alivio en el corazón.
Recuerdo que para el mes de octubre habían comenzado a agregarle a su hogar briznas de pasto, hojas secas y alguna que otra plumita. Imaginé que estarían preparando el lugar para reproducirse. Supuse que necesitaban un lugar mullido donde empollar sus huevos.
Además de disfrutar las carcajadas con que rematan su canto, algo me llamó poderosamente la atención. Una tardecita el macho andaba en el jardín picoteando hormigas y lombrices, cuando descendió la hembra  muy cerca de él. El andar de la hornera es bastante guaso, pero hicieron una suerte de pasos de minué, por describirlo de alguna manera; luego se pararon frente a frente, separaron las alas siempre señalando el suelo, estiraron los cuellos y con el pico entreabierto ¡comenzaron a cantar a dúo! ¡SI, como lo oyen, cantaron un dueto! Comenzó el macho y a las tres o cuatro notas se sumó la hembra. Yo no salía del asombro. Cada uno cantaba con una frecuencia diferente, más rápida la del macho; la de la hembra parecía un contra-canto. La melodía derivó en un in-crescendo para finalizar en una estruendosa carcajada al unísono. Fue aquella una primavera única, la que pasé con mis nuevos vecinos.
Después de la tormenta, con el sol calentando de a ratos por entre las nubes que se desarmaban, salí a buscar los restos del nido, pero éste se había hecho trizas contra la calle. Dos días después todo volvió a la normalidad. Tuvimos luz y el barrendero municipal levantó los restos de barro frente a mi casa ignorando lo que había sucedido.
Para finales de Octubre o principios de Noviembre, nacieron dos pichones. Sólo divisaba los dos picos abiertos reclamando comida cuando uno de los padres volvía con el alimento que depositaba con cuidado dentro de los piquitos y vuelta a buscar más alimento. Para Diciembre los pequeños comenzaron a hacer sus primeras prácticas de vuelo. Siempre en  compañía de uno de los padres, primero planeaban hasta el pasto del jardín, después debían regresar al nido intentándolo una y otra vez hasta lograrlo solos. Después practicaron sus vuelos siempre cortos hacia otros postes o árboles buscando dominar la técnica.

Mis vecinos con plumas volvieron a construir su casa, esta vez entre las ramas del ciprés. Continuaron picoteando en mi jardín, donde abundan las lombrices, alegrando mis tardes de mate con su canto-carcajada…

De mi libro "Ternas y Trilogías"     978-987-28908-5-8