jueves, 29 de septiembre de 2016

Y... ¡así es!*

El tipo llega a su casa después de casi 12 horas de ausencia; es que la vida del laburante es así: ocho o nueve horas en el yugo y tres horas como mínimo de traslado, ida y vuelta. Llega justo a la hora del mate de la tarde. La mujer lo espera con la mesa preparada, la pava con el agua caliente y los bizcochitos caseros que tanto le gustan. Los chicos aún no regresaron. Beso, pantuflas y las novedades domésticas del día. Que Rodolfo quiere largar el estudio y ponerse a trabajar; que Carolina anda medio de novia y bajó las notas en el colegio; que vas a tener que hablar con ellos porque a mí ya no me prestan atención.
-¿Y qué les voy a decir que ya no les hayas dicho? ¡Que se pongan las pilas y terminen de estudiar de una buena vez, que para eso me rompo bien el orto todos los días!
-¡Viejo, qué te pasa! ¡Estás muy nervioso! ¡Mirá que se te puede disparar la presión!
-¡Nada! ¡Nada! ¿Qué me va a pasar? ¡Lo mismo de siempre…!
-¿Más despidos? ¡Ay no, viejo, no me asustes!
-¡No, más no! ¡Son los mismos de la otra vez que no aceptan el despido y están todos los días en la puerta repartiendo panfletos y tocando el bombo! ¡Me tienen podrido!
-¡No te pongas así! ¡Aflojá un poco, che! Si te hubiera tocado a vos, también estarías ahí.
¡Nooo; ni en pedo! Yo agarro la guita y me las tomo. Si te quedás haciendo quilombo, no te llaman nunca más.
-¡No te sulfures, viejo! Tomate este matecito. ¿Querés que le ponga una cascarita de naranja?
-No, dejá; está bien así. ¿Sabés qué pasa? ¡Que si no se dejan de joder, no vamos a tener horas extras! ¿Qué carajo se creen? ¡Si ya están despedidos!
-Bueno, cambiando de tema, ¿vas a hablar con Rodolfito?
-¡Qué Rodolfito ni ocho cuartos! ¡Ro-dol-fo! Con el lomo que tiene no está para Rodolfito.
-Bueno, está bien, pero ¿le vas a hablar?
-Sí, sí, le voy a hablar. Decile que el fin de semana no haga planes que me tiene que ayudar con el muro del fondo. Ahí agarro y le hablo.
-¡Dale! Yo voy a tratar de hablar con Caro. Es muy chica para andar de novia, ¿no te parece?
-Mirá… ¡no le aflojés! Las pendejas de ahora son bastante rápidas y si se calientan, cualquier gil les hace el cuento del hijo…
-¡Ay, papi! ¡No hablés así! La nena no es una calentona, ¡no señor!
-Bueno, por las dudas entonces… ¿Podés arreglar un poco el mate? ¡Parece  una sopa de yerba!
Y continúa la rutina cotidiana. Cenan medio tempranón porque él se tiene que levantar a las cuatro de la mañana. ¡A las cuatro! ¡Pensar que ésa es la hora en que el cuerpo se relaja y descansa! Pero el laburante tiene que madrugar para no llegar tarde al trabajo. Porque si se llega tarde, chau premio de asistencia; y si se repite, ¡hay que poner cara de víctima cuando de Personal te llama para decirte una sarta de gansadas! Después de la cena, una hora mirando boludeces en la tele “para distraerse”, y a la cama. El tipo se duerme pensando. “¡Ya va a ver Rodolfo; va a tener que picar cascotes toda la mañana mientras me escucha!” “¿Y los plomos de la fábrica, hasta cuándo seguirán molestando en la puerta? ¿Y si vienen los zurdos a solidarizarse? ¡Ahí sí que se pudre todo!” “¡Que Carolina no haga ninguna cagada, por Dios!”
Así pasan los fríos días de invierno, densos, monótonos, hasta que una tarde el tipo llega contento a su casa. Contento porque los despedidos optaron por ceder en sus reclamos callejeros, dejaron de alborotar en la entrada de la fábrica y dirigieron sus esfuerzos al ámbito legal.

-¡Hola viejo, que carita de felicidad! ¿Qué te pasó?
-¡Se terminó el despelote de los despedidos! Ahora todo vuelve a ser tranqui.  Hacé unos mates con cascarita de naranja mientras me cambio, ¿sí? Mirá, compre facturas.
Y los días fríos y monótonos continuaron sin sorpresas. Rodolfo recapacitó y decidió continuar con sus estudios, debido a la picada de cascotes, a la perorata del padre, o quizás por ambas. Carolina se muestra más aplicada en el colegio, y eso trae tranquilidad a la familia.

El último día del mes de Agosto, la mujer lo recibe con cara de preocupación.
-¡Hola, viejo! ¿Todo bien en el trabajo?
-Todo bien, ¿por qué?
-¡A las tres de la tarde te llegó este telegrama!
Le extiende el telegrama sin abrir, con cara de preocupación. El tipo abre el telegrama y lo lee con ansiedad. Su rostro se va tornando pálido mientras recorre las palabras.

“Por restructuración de personal cesa en el día de la fecha su relación laboral con la Empresa Stop Haberes a su disposición a partir del cuarto día hábil del mes de Setiembre del corriente año Stop”

                                                           3er Premio SADE Alejandro Korn 2013.

Del libro Ternas y trilogías ISBN 978-987-28908-5-8

martes, 6 de septiembre de 2016

CANDOMBE

Recientemente llegado a esta inmensa y multiétnica ciudad de Buenos Aires, me disponía a salir a recorrerla y le pregunté al conserje del hotel si me podía recomendar alguna actividad, algún lugar interesante donde sacar fotografías. Me informó que el viejo barrio de San Telmo era un buen punto de partida y que además por la tarde podía disfrutar de un evento único en la ciudad, ya que estaba anunciado un desfile de grupos de candombe.
-¿Candombe? ¿De qué se trata?
-Desfilan grupos de descendientes afro-rioplatenses que tocan un tipo de música llamada “candombe”. Pura percusión. Es un espectáculo de música callejera con mucho colorido y ¡buena vibra!
-¡Buena vibra! ¿Y qué es eso?
-¡Usted vaya, vea y se dará cuenta de qué se trata!
Agradecí el dato y cámara en mano salí en busca de San Telmo. Se trata de un barrio muy antiguo, con callecitas de adoquines y casas centenarias. Llegué a una plaza repleta de artesanos vendiendo sus creaciones, básicamente a los turistas como yo. Me informaron que el lugar se llama popularmente “Mercado de pulgas”. Un veterano  con ropa de paisano –según él mismo me explicó- que vendía una suerte de panecillos llamados “tortas fritas”, mientras me ofrecía una sin cargo para probar, me contó que esa plaza data de la época de la colonia y que allí paraban las carretas que llegaban con su cargamento del Sur. También me dijo que la calle al Este de la plaza se llamaba entonces “Camino Real” y llegaba hasta el fuerte, que ocupaba el lugar donde hoy está la Casa de Gobierno, la Rosada, que le dicen.
De pronto se produce un movimiento de gente desplazándose hasta el borde del llamado “Camino Real” y se oye un extraño sonido rítmico; me acerco a la calle cámara en mano y veo avanzar a paso lento un grupo de banderas multicolores moviéndose a derecha e izquierda. Son banderas largas de colores vivos –donde se mezcla el amarillo, el verde, el rojo y el negro- que ondean sobre las cabezas del público o trazan remolinos en medio de la calzada. La suave brisa le agrega un encanto especial al movimiento que le proporcionan los brazos de los bailarines que las portan, porque también van bailando al ritmo de los tambores, que así llaman a los instrumentos de percusión que avanzan en forma compacta como cincuenta metros más atrás.
Detrás de las banderas, otros bailan llevando portaestandartes con los nombres de las agrupaciones y agitan estrellas y medias lunas en lo alto de mástiles. Luego viene un grupo de hombres y mujeres personificando personajes extraños. Señoras mayores con vestidos del Siglo XIX, hombres de bastón y galera con maletines como el de  los médicos del que asoman hojas de árboles o gramíneas, yuyos como le dicen por acá; en algunos  grupos hay un bailarín que hace malabares con una suerte de escoba pequeña y en otros también uno con vestimenta de brujo, como se puede ver en documentales sobre cultura africana. Todas las agrupaciones tienen un grupo de bailarinas, la mayoría con poca ropa y hermosas figuras, así como también una o dos vedetes, éstas sí muy ligeras de ropa y con movimientos por demás sensuales. Por supuesto que al público masculino se le aceleran las pulsaciones a su paso, ¡y realmente no es para menos con semejantes beldades!
Luego vienen los músicos, entre 20 y 40 portando tambores de distintos tamaños, colgados de los hombros y pintados con los colores de las banderas. El tamaño del tambor determina su sonido y su melodía. Los tambores son unos tubos de madera con forma de barrica cuya boca inferior es de menor diámetro. La superior está cerrada con un cuero tensado al que golpean con una mano y un palo en forma alternada. La melodía que producen es una auténtica polifonía. Tenía razón el conserje del hotel, la vibración del sonido de los tambores produce una agradable sensación como de euforia.
El público local aplaude y anima a cada comparsa, que así se llaman estas agrupaciones. También saben reproducir palmeando el sonido que los músicos obtienen al golpear con el palo la madera del tambor. Es realmente un ritmo sincopado muy agradable. Hablé con un veterano de raza negra que estaba entre el público con su tambor a cuestas después de desfilar. Me había llamado la atención que todas las comparsas caminan de la misma manera, apenas moviendo los pies, con distinta velocidad, algunos levantando las rodillas, pero todos de forma similar. A mi pregunta respondió que así caminaban los esclavos encadenados y que eso también es parte del candombe.
Lo que más me atrajo ¡fueron las bailarinas! ¡Cuánta sensualidad! No sólo las vedetes sino ¡todas! Entre fotografía y fotografía –de las bailarinas, por supuesto- descubrí una que me cautivó. Como de 45 años, pelo negro muy ondulado, ojos almendrados y oscuros como el cabello, boca carnosa cubriendo dientes blancos y perfectos, piel cetrina, mediana estatura, amplias caderas, piernas torneadas, busto exuberante. Vestía una pollera cortita, cortita y una blusa sin mangas atada debajo del busto, que contenía a duras penas un corpiño de lentejuelas un número más chico seguramente; calzaba zapatos al tono de altísimo tacón.
Le saqué fotos de mil maneras y se estableció entre nosotros un flirteo que duró el resto del desfile. Algunas veces venía hacia mí, se detenía a un metro de distancia y hamacándose hacia adelante y atrás sacudía sus hombros y busto a derecha e izquierda; sus piernas parecían decir “que voy… que no voy…” y su torso me decía “no, no, no… “. Otras veces se ponía de espaldas y avanzaba de costado, como regalándome el placer de contemplar su cimbreante cintura y el movimiento sensual de sus caderas; me miraba por encima del hombro y se alejaba con una carcajada. No faltaron los guiños y algún que otro mohín con picardía.
Por supuesto que me olvidé de las comparsas que venían detrás y seguí tras semejante mujer. El desfile terminaba a la vera de un parque muy grande y arbolado, el “Parque Lezama”. La comparsa ingresó a un anfiteatro y allí los tambores formaron un círculo dentro del cual se concentraron las bailarinas y los personajes; las banderas y estandartes quedaron cerrando la entrada. Lamentablemente perdí el contacto visual con la bailarina en cuestión. Los tambores comenzaron a elevar el volumen de su toque  así como la velocidad del ritmo. Era tal la velocidad con que subían y bajaban las manos sobre los cueros que la vista no podía seguir sus movimientos. Con un repiqueteo muy especial y de no más de cuatro compases, la música cesó al golpear todos los palos simultáneamente sobre la madera de los tambores. Tras ello, la ovación del público y los abrazos entre los integrantes de la comparsa. Poco a poco iban desalojando el lugar para dejar lugar al grupo que venía detrás.
Como pude me fui acercando a la bailarina ni bien la divisé. Le saqué un par de fotos más y cuando me disponía a hablarle con la idea de obtener una cita, la vi echarse al cuello de un moreno que traía colgado uno de los tambores más gordos. También los contemplé fundirse en un beso apasionado; como el beso era largo, aproveché para sacar la última foto.
Me retiré de la zona del desfile, entré en un bar, pedí un whisky en las rocas y me dediqué a reflexionar sobre la experiencia vivida.

Será muy lindo el candombe y las mujeres que lo bailan, pero a mí, con mis pretensiones de galán, como dicen por estos lados, me salió el tiro por la culata…

 De mi libro Ternas y trilogías ISBN 978-987-28908-5-8