martes, 23 de julio de 2013

Primavera

A mediados del mes de agosto algo llamó mi atención. Cada tarde al salir del trabajo notaba que el auto presentaba salpicaduras de barro, en el techo, en las ventanillas y puertas. ¡Qué raro, pensé, si no tengo presente haber pisado charcos; y además, en el techo! Así, día tras día, lavando las salpicaduras al llegar a casa. Una tarde cuando estaba cerrando la puerta del auto, veo caer un trocito de barro con una brizna de pasto embarrada en él muy cerca de mi cara. Lo miré extrañado y vinieron a mi mente recuerdos de mi infancia, de algunas vacaciones en el campo. ¡Yo sabía lo que era eso; es el material con que el hornero construye su nido! Levanté mi vista ¡y lo vi, casi justo sobre mi cabeza!
Resulta que en la vereda, frente a la medianera hay dos postes, de esos que sostienen los cables de la luz y del teléfono. Están casi juntos, a no más de 30 cm uno del otro. Allí entre los dos postes, haciendo equilibrio en los cables, ¡un hornero estaba construyendo su nido! ¡No puede ser; un hornero equilibrista! Pero así era nomás. Nunca había visto un nido en un lugar así. Entonces me dispuse a disfrutar mirando al pajarito marrón construir su casa.
Cada tarde me sentaba a matear en el patio y desde allí lo contemplaba. Ya tenía la base armada y estaba levantando la pared circular y abovedada. Observé que sólo uno trabajaba, supongo que el macho, y pienso que la hembra se dedicaría a entrenar a los pichones, pero esto es pura especulación mía. Desde abajo veía que levantaba barro del piso del nido con el pico y lo depositaba sobre la pared, lo clavaba y después alisaba las incrustaciones pasando el pico de derecha a izquierda una y otra vez. Terminaba el alisado y vuelta a empezar. ¡Qué ironía, ¿no?, el ave trabajando y yo disfrutando de su quehacer! Pero el hornero había captado toda mi atención.
Cuando llegó a la cúspide de la bóveda, trabajaba parado en las puntas de los dedos, con el cuello bien estirado y las alas ligeramente abiertas, como haciendo equilibrio. Después, continuó construyendo hacia abajo en un perfecto semicírculo. Siempre desde adentro. Cada tanto bajaba en busca de briznas de pasto para su adobe y lo amasaba por supuesto usando el pico. Como en toda tarea surgen contratiempos, una tarde lo vi sacudir energicamente la cabeza una y otra vez. Se le había pegado un trozo de pasto que no lograba desprender, entonces bajó planeando hasta mi jardín, restregó su pico contra el pasto corto hasta dejarlo limpio y retomó su trabajo.
Ignoro a qué hora comenzaba su jornada, pero yo lo miraba trabajar hasta que la luz comenzaba a escasear; entonces él entreabría sus alas, lanzaba al aire de la tarde una de esas carcajadas que tienen por canto y emprendía el vuelo. Cuando comenzó a construir esa entrada tan especial que tienen los nidos de hornero, sólo lo veía entrar y salir de vez en cuando en busca de barro. Ése fue un invierno muy frío pero seco.

Y llegó Septiembre perfumando los días con aromas de azares. El 21, a las cinco de la tarde, más o menos, se paró en la puerta del nido y lanzó una  larga y sonora carcajada; en menos de un minuto su compañera se posó a su lado. Se restregaron los picos dos o tres veces y entraron a la casa recién terminada. Esa primavera me resultó inolvidable, ¡por mis nuevos vecinos!

De mi libro "Ternas y Trilogías"     978-987-28908-5-8