jueves, 30 de agosto de 2012

En busca de un recuerdo.

                         Este cuento nació en el Taller de Escritura de la Pluma Azul.

Se me perdió un recuerdo y no logré hallarlo por más que revolví el archivo de la memoria una y otra vez. La falta de ese recuerdo me deja una suerte de vacío existencial. Para intentar recuperarlo, viajé un fin de semana a mi ciudad natal.

Me embarqué en Bs. As. rumbo a Colonia el sábado a las nueve de la mañana. El Río de la Plata siempre igual; manso o encrespado, su color marrón oscuro es inalterable. Me gusta contemplar el horizonte que va quedando atrás hasta que la ciudad desaparece de la vista. No sé porqué, pero me gusta. De Colonia viajé en micro a Montevideo. El camino está bordeado de palmeras a lo largo de varios kilómetros. La ruta es angosta y las palmeras están casi junto a la banquina. El terreno allí es ondulado, lo que hace que el viaje sea placentero. Por ser zona de granjas, el paisaje está en permanente cambio. La tierra negra recién arada, los sembradíos de distinto verde, las majadas…

La entrada a Montevideo está cambiada, moderna, apta para un tránsito rápido. Me gusta admirar el viejo puente de hierro sobre el río Santa Lucía, que inspirara a más de un poeta. ¡Pensar que hasta allí llegó Hernandarias en sus correrías!

Ni bién bajé en la terminal, me dirigí a Malvín, el viejo barrio de mi infancia. Aunque conserva algo de su vieja fisonomía, está muy cambiado. Los solares de viejas casonas hoy están ocupados por edificios de departamentos. ¡La playa! ¡Cuánto cambió la playa! Tiene la mitad de la arena que tenía hace veinte años, ya no hay ranchitos de pescadores entre las rocas y el cine municipal al aire libre ya no existe. Cuentan que a la arena y los ranchitos se los llevó una gran tormenta allá por el 2000. Consecuencias del cambio climático, que le dicen. El cine, no; eso fue una adaptación presupuestaria. Ése recuerdo está vivo en mi; cada noche de verano esperaba la llegada de mi viejo para ir juntos a tomar un helado y mirar una película sentados en el muro de la rambla.

La cuadra en la que viví esta casi igual. Se modernizaron las construcciones, pero no hay edificios de pisos, y eso me gustó. Mi infancia transcurrió en esa cuadra; jugando a la pelota, a la rayuela, a la escondida o al Martín Pescador. Un cambio notorio: el viejo almacén de la esquina, donde se compraba todo suelto, es ahora un auto servicio.

Con paso lento recorrí la manzana donde aún funciona la Escuela donde cursé primaria. ¡Sigue linda como antes! Ocupa toda la manzana, son varios edificios de dos  plantas rodeados de parque arbolado;  coníferas de varias especies y moras. ¡Si habremos estudiado Ciencias Naturales en ese parque! Fue una institución de avanzada. Tenía –y aún tiene, aunque no funcione como tal- un cine que oficiaba de Salón de Actos en las Fechas Patrias. Los domingos nos encontrábamos todos los pibes del barrio en la matiné. Era conocido como “La Piojera”, ¡imagínense porqué! ¡Pero qué tardes pasábamos ahí! Tampoco es de la escuela mi recuerdo perdido…

Dejé entonces que mis pasos me llevaran sin intentar siquiera racionalizar el porqué del camino. Así llegué a la placita que está frente al club de básquet. ¡Qué cambio! Tenía las canchas al aire libre, incluso la profesional con gradas de cemento; ahora es un polideportivo cerrado. Me senté en un banco, encendí un cigarrillo y dejé vagar mi vista por donde quisiera. Encontré casas modificadas pero aún reconocibles. Cuando el pucho se consumió y me quemó los dedos, me di cuenta que estaba mirando una esquina con una construcción desconocida, sin embargo ¡yo conocía esa esquina! Cerré los ojos y mi mente retrocedió en el tiempo, tratando de recordar qué había en ese lugar.

¡Sí! ¡Allí vivía Lucía! De pronto la veo con su guardapolvo blanco tableado entrando a la escuela, llevando el portafolio en su mano derecha. ¡Era una “manyalibros”! No era gorda sino rellenita; tenía la tez muy blanca y sus ojos y cabello eran negros como el azabache. Tímida, pero sonreía con frescura y cuando lo hacía ¡se le formaban dos hoyuelos en las mejillas! Teníamos doce años al terminar la primaria. La pubertad nos llegó con fuerza a todos. Ese verano organizamos un “baile lluvia” cada sábado en diferentes casas. Todos bailábamos con todas, pero en los lentos siempre nos buscábamos el uno al otro, bancándonos las cargadas de los demás. No nos propusimos noviazgo. Creo que, sin comprender lo que nos sucedía, nos dedicábamos a disfrutar la grata sensación de las hormonas derramándose como torrentes en nuestros cuerpos.

La vida nos llevó por distintos caminos y no volví a verla ni saber de ella, pero hoy me siento contento por haber recuperado tan bello recuerdo de aquella época, de cuando éramos felices…

De la Antología "Encuentros de café"     ISBN 978-987-28908-6-5