Es cerca de medianoche. En un montecito de talas, molles y pitangueros, entre las lomadas entrerrianas, muy cerca del Palacio San José, un grupo de gauchos ultiman detalles y se preparan para llevar a cabo la misión que les han encomendado. Crepitan las brasas del fogón mientras a su alrededor gira de mano en mano el mate espumoso y el porrón de ginebra. Son los hombres que el caudillo apalabro para cometer el crimen que el mismo no se atreve…
Alguno limpia su trabuco y revisa la munición; los más afilan sus facones una y otra vez. Unos pican naco y lo fuman en chala mientras otros, los menos, simplemente lo mascan, escupiendo de tanto en tanto una saliva negra por la comisura de los labios.
Como para darse animo cada uno expresa su opinión sobre la victima, quien meses antes fuera el líder indiscutido y jefe militar incuestionable de todos ellos.
- Pa mi que´l General ta loco…
- ¡No esta loco, que va estar! El General nos traiciono ¡vaya uno a saber porque!
- ¡Vaya si nos traiciono! ¡Si hasta se disfraza de señorito como los porteños que lo visitan!
- ¡No… no… no! ¡El General no nos puede traicionar! El es uno de nosotros. Tiene que haber enloquecido…
- Y… algún gualicho le habrán echado… Cualquier chinita se lo pudo meter en el vino…
La noche avanza. Hay que agregarle leña al fuego. La ginebra se va terminando. De tanto en tanto se oye el piafar de algún flete. Por momentos se callan las voces y el silencio parece crecer. De pronto parece llenarse con un inmenso concierto de grillos y al poco rato un grupo de ranas reunidas en algún charco, parecen responder con un exótico contra canto.
- El General ha matado por una hembra… y no hay chirusa que valga la vida de un hombre… Algo malo le han hecho…
- Yo fui parte de su escolta en Caseros y una bala me manco el potro. ¡Flor de rodada me pegue! Y el mismísimo General me fue a buscar, me tendió la mano en medio de la balacera y me llevo enancado hasta la retaguardia a buscar flete de relevo. ¡No puedo entender que hoy ni se acuerde de nosotros!
- ¡No hay caso! ¡Don Justo ha enloquecido!
- Loco o traidor, el nunca tuvo misericordia… y nosotros tampoco la vamos a tener.
- ¿Y creen ustedes que no se va a defender?
- ¿Y que si se defiende? Por macho que sea solo tiene dos manos. Y no va a haber escolta esta noche. ¡Hay que dir y ajusticiarlo nomás! Y que caiga el que tenga que caer…
El más viejo del grupo hace chistar la bombilla por última vez. Parsimoniosamente pica naco y arma un chala. Es el único que no repaso sus armas. Tampoco hizo ningún comentario. Viste chiripa, botas de potro, una camisa de bayeta y un poncho echado para atrás por sobre el hombro izquierdo. No se diferencia casi de los demás. Uno de ellos le pregunta:
- ¿Y usté que opina? No ha abierto la boca más que pa pitar y tomar mate…
Hay en el tono una suerte de amenaza velada, que hace que todos fijen sus miradas en el interrogado.
- Yo galopié contra los porteños dos veces en Cepeda, primero a las ordenes del colorado Campbell y después con Don Justo. También fui con él a la Banda Oriental cuando lo hicimos pitar del juerte a Oribe. Mordí el freno cuando le entregamos el campo a los señoritos de galera. Es verdá… maté a muchos yo también, pero siempre fue en combate, eran ellos o yo… Nunca degoyé a naides ni lo habré de hacer…
- ¿Qué decís?
- Que`n esta no me prendo…
Lentamente se pone de pié y sin apuro se dirige a su flete. A su espalda los demás se miran desconcertados. Con movimientos calmos guarda el mate y la caldera de lata en una alforja, palmea el cuello del animal y le susurra palabras en una extraña lengua que el caballo parece comprender y responde cabeceando rapidito y orientando las orejas en todas direcciones. Acerca el flete embozalado al fogón, monta de un salto a la usanza india -por la derecha – y estriba en guampa. Se acomoda el poncho y extrae una pequeña bolsa con monedas que arroja al suelo. La mano izquierda sostiene la rienda y la derecha desaparece bajo el poncho.
- Ahí está mi parte. Pa la viuda del que caiga o pa repartirse.
Uno de ellos, el que lo interpelara, se planta de un salto frente al jinete, a unos dos metros de distancia, con los brazos separados del cuerpo y el facón amenazante en la diestra.
- ¡Parate ahí! ¡De acá no te movés!
Como un relámpago la mano sale de abajo del poncho con un trabuco que queda firme apuntando al pecho del desafiante. El ruido al amartillarlo parece rasgar la noche…
- Ya estarías boqueando, Moncho, pero yo no despeno a los que galopiamos juntos…
Los demás no se mueven. Parecen estatuas. Mudos testigos de una tragedia en ciernes.
El Moncho los mira como buscando ayuda. Al no encontrar eco, mirando a los ojos del jinete, guarda el facón en la cintura.
- Hacé lo que tengas que hacer. Yo viá seguir mi camino.
La mano y el trabuco desaparecen bajo el poncho. La que sostiene la rienda a la altura del pecho da dos ligeros tirones hacia la izquierda y un pié talonea suavemente al animal, que comienza a alejarse del claro del montecito por la picada por donde horas antes habían entrado. Todas las miradas quedan fijas en la espalda del jinete hasta que la noche lo envuelve por completo.
Grillos y ranas redoblan con entusiasmo su concierto mientras un sabiá anuncia que pronto va a amanecer…
De mi libro "Cuentos con Historia". ISBN 978-987-33-0843-7
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