Esta entrada la noche y en la costa del Paraná, en la Vuelta de Obligado, reina una gran actividad en el campamento militar iluminado por la luz de las antorchas y los fogones.
Poco antes de la medianoche se escucha el grito de la guardia: “Alto, quién vive!” y la respuesta inmediata: ”La Patria en armas”. El silencio que se había apoderado del campamento vuelve a ser quebrado por las voces de los que trabajan casi sin descanso en la construcción de las baterías en la barranca y al pie de ella. Mas allá, en medio de la negrura de la noche se distingue apenas el resplandor de los fuegos en la isla donde también se construyen fortificaciones para la artillería.
Al trote llega al centro del campamento un chasque. Un joven oficial le sale al encuentro y el paisano simplemente informa: “Parte pa’l Comandante, de Don Echagüe”. Corre el Alférez en busca de su superior y recién entonces el chasque hecha pie a tierra cerca de un fogón, mientras le habla al flete en un extraño idioma que parece calmar los nervios del animal, despacio lo desensilla y le saca el freno, lo que el alazán parece agradecer con un cabeceo corto y rápido; después le da agua fresca con un balde de cuero, lo embozala, ata una cuarta al bozal y con una palmada suave en el anca lo manda a pastar. El caballo se aleja unos pasos, se detiene, gira el sudado pescuezo, mira a su amo un instante, y luego en completa calma se dedica a mordisquear el pasto ya húmedo por el rocío.
El paisano es un hombre corpulento, de edad indefinida, pero sus años han de ser muchos; tiene la piel cetrina y los ojos negros como la noche. Viste botas de potro, un chiripá raído por el tiempo y sus inclemencias, una camisa de bayeta pareja con el chiripá, un sombrero negro de ala corta colgando hacia atrás del barbijo y una vincha punzó sujetando la melena.
Comandante y baqueano se saludan con un fuerte apretón de manos mirándose muy fijo. El chasque habla casi sin mover los labios: “Don Lucio, el Gobernador le manda esto”, y le entrega un sobre lacrado que saca de entre su camisa. “También manda refuerzos; regulares y milicias. Ya salieron; yo los vide. Pero los mandrias tienen buen viento y suben rápido…”
-¡Gracias paisano! Trate de acomodarse y descansar un poco. Yo ya vuelvo.
Después de la reunión con sus oficiales el Comandante vuelve al fogón donde el baqueano está desarmando sus “Tres Marías” con mucha delicadeza.
-Disculpe, pero en el apuro no le pregunté su nombre y veo que usted sabe el mío.”
--Por Ramón se me conoce.
-Y dígame, Ramón, ¿porqué en vez de descansar se entretiene arreglando las boleadoras?
-¡Si no las estoy arreglando! Estoy haciendo de ellas tres bolas perdidas pa cuando quieran desembarcar; ¡bola perdida, cabeza partida!
-Está bien y le agradezco su buena disposición, pero después de la galopeada le vendría bien cabecear un sueñito, no?
-Don Lucio, sus hombres no descansan, y cuando los barcos lleguen tendrán que pelar los fierros y atropellar a los maturrangos que desembarquen, así cansados como están. ¿Porqué no habría yo de hacer lo mismo?
El baqueano termina su tarea con las boleadoras y mientras comparten un cimarrón, la charla gira en torno a la vida del chasque, que llegara muy bien recomendado por el Gobernador. Y cuenta el paisano que nació hace mucho tiempo en una toldería allá en la Banda Oriental; que su padre fue un soldado español que desertó no sabe porqué razón, pero que fue merecedor de la Hospitalidad Charrúa. Parsimoniosamente, mientras arma un chala, cuenta que se vino a esta banda con las milicias de Don Santiago “pa’ la reconquista” y que se fue quedando casi sin darse cuenta.
Interesado el Comandante pregunta: “¿Fue muy dura la lucha, verdad? Mientras acomoda el cimarrón, responde: “Fue bravo como sacarle leche a vaca mañera. ¡Peleaban bien los gringos, pero Don Santiago era mucho toro pa’ ellos y no pudieron con la atropellada! Las callejas fueron una trampa mortal pa la gringada y una ventaja pa’ nosotros.”
Ya cantan los zorzales, pronto va a amanecer y la charla sigue entre mate y mate, mientras los soldados trabajan con apenas una pausa para un trago de agua y a la obra otra vez.
-“Dígame, Ramón, tiene usted familia?” pregunta el Comandante. El baqueano termina su amargo, levanta la vista, la fija en las luces de la isla –que parecen luciérnagas- y responde: -“Yo soy medio cimarrón, sabe?... he andado yendo y viniendo de lucha en lucha… y el amor vino y se fue. Pero no me quejo; creo que me acoyaré con la libertá”
-Cuenteme cómo conoció al Gobernador, porque en la carta me habla muy bien de usted!
El paisano le alcanza un mate y mientras se dedica a atar con tientos su facón al extremo de una tacuara provista por el monte cercano, va desgranando su historia…
-En el diez andaba con las carretas pa’l Tucumán y la revolución me pilló subiendo, a medio camino. A la vuelta me apalabró Don Manuel y me conchabé de guía en el Ejercito del Norte.
Al decir esto, se detienen sus labores y dirige otra vez la vista al río, que comienza a sacudirse la blanca sábana de niebla; después de una larga pausa continuó diciendo:
- Un poco mas arriba, allá por la Villa del Rosario, igual que usted hoy, construyó Don Manuel dos baterías, una en la costa y la otra justo en la isla´el Espinillo. ¡Qué hombre este Don Manuel! En cuanto terminaron la obra ordenó subir la bandera celeste y blanca e hizo jurar a las tropas defenderla hasta la muerte… Créame que hasta a mí se me escapó un lagrimón al ver subir un pedazo’e cielo flameando hacia el infinito y escucharlo decir: “Soldados de la Patria… Juremos vencer a nuestros enemigos… y la América del Sud será el templo de la independencia y libertad…” ¡La pucha, qué hombre resulto ser! ¡Al Cosme le temblaban las manos al subirla cuando Don Manuel le dijo que viera si la cuerda corría bien y que atara la bandera para elevarla bien alta, donde debemos mantenerla siempre!
-¿Y cuánto tiempo anduvo con el General?
-Lo conduje hasta Salta, a recibir los restos del Ejército de Pueyrredón, luego bajamos de Jujuy con todo el pueblerío hasta el Tucumán. Después que lo palisió al Tristán ése, me hizo bajar con el parte pa’l Gobierno. Allá me tuvieron como bola sin manija de acá para allá y sin hacer nada. Entonces resolví ganar el campo y anduve trajinando de estancia en estancia y de saladero en saladero, contranbandiando algo de vez en cuando, hasta que Don Juan Manuel me conchabó en su estancia de Monte. Con él me quedé hasta ahora, más de veinte años! Él me mandó con Don Pascual…
-¡Ya veo el porqué de tan buena recomendación!
Avanza la madrugada escoltada por los zorzales y el lucero del alba anuncia que está amaneciendo. De pronto, la alarma; el Comandante imparte enérgicas consignas a los oficiales y el trompa de órdenes toca una y otra vez “zafarrancho de combate”. Cada soldado ocupa su puesto de lucha. Las soldaderas –que parecen surgir de la nada- se acomodan tras los parapetos, unas con municiones y armas de reemplazo, otras con cubos con agua y vendas, pero todas respaldando a su hombre, o al ajeno, igual dá!
En la primera línea de defensas, justo frente a la bajada al río, tras un tala, de pié, Ramón… El torso desnudo, el chiripá remangado, la larga lanza recostada al árbol… la mano izquierda sostiene por los tientos dos bolas y la derecha parece sopesar la tercera mientras los ojos negros otean el horizonte, donde ya se divisan las velas de los navíos…
De mi libro "Cuentos con Historia". ISBN 978-987-33-0843-7
De mi libro "Cuentos con Historia". ISBN 978-987-33-0843-7