Antonio Pireí tiene esa edad indefinida en que los indígenas se alejan de la niñez para ir entrando poco a poco en el mundo de los adultos. Ha nacido y crecido en una ex misión jesuita, pero lleva sangre de guerreros en su cuerpo.
Cierta vez se había alejado mucho del poblado y estaba asando un pacú cuando le pareció oír truenos en la lejanía a pesar de ser un hermoso día. No le dio ninguna importancia hasta que terminó su alimento y se tendió sobre la hierba a disfrutar una siesta. En ese momento divisa una columna de negro humo elevarse sobre los árboles en dirección a su pueblo.
Una súbita inquietud se apodera de él y siente el corazón latir en la garganta. Como un venado hecha a correr con la sangre quemándole las venas. Las ramas lo golpean al pasar pero el ritmo de su carrera no disminuye.
Piensa que los hombres de pelea no están pues han marchado en pos del cacique Andrés Guacurarí. La frenética carrera termina al atardecer. Sólo los restos humeantes de las casas y cadáveres quedan en el lugar. Un grito de desesperación quiere brotar de su pecho pero sólo sale un ronco jadeo, mientras este joven siente que algo de su vida se rompe como una rama seca.
El grupo de jinetes avanza cautelosamente por el viejo camino con la vista atenta al movimiento de la espesura y el oído pendiente de los sonidos. Son guerreros Misioneros que vuelven en busca de un poco de reposo después de varios meses de duro batallar contra un enemigo codicioso e implacable.
Repentinamente –como salido de la nada- aparece en medio de la senda un joven, casi un niño, semidesnudo y armado con una lanza de tacuara.
_ Detente Güira Verá, lo único que encontrarás es un cementerio humeante…
_ Qué dices Antonio Pireí? Apártate y sigue con tus juegos, o has olvidado las lecciones de tus mayores? Para hablar en ese tono debes ganarte el derecho de hacerlo!
_ Mi padre y los demás, ancianos, niños y mujeres han muerto; los sembrados solo son cenizas; y yo reclamo mi lugar junto a ustedes, pues he jurado venganza sobre las ruinas de mi hogar.
Si ayer el bandeirante asolaba estas comarcas en busca de esclavos, hoy las tropas regulares enemigas lo hacen en pos de cadáveres y botín.
El portugués se pone nuevamente en marcha. Enterado Andresito de su desplazamiento, llama a sus hermanos de raza a congregarse. El enemigo cruza el río, pero esta vez los misioneros los esperan en pié de guerra. El ataque es violentísimo. Después de contener varias oleadas de atacantes, Artiguinhas –como lo llaman los portugueses- ordena una desesperada carga a lanza, mandando personalmente su caballería. El empuje es arrollador y el enemigo debe retroceder, siendo continuamente hostigado, aún después de vadear nuevamente el Uruguay.
Antonio Pireí es el primero en saltar sobre el caballo empuñando su tacuara y el último en regresar. Por primera vez sintió sobre sí el fuego enemigo, que le hizo recordar los cadáveres de su anciano padre, madre y hermanas, y esa visión hace arder la sangre de sus jóvenes años…
Dos años han pasado y en estos meses muchas cosas han sucedido en su vida. Conoció el placer de la victoria y la angustia impotente de la derrota. Andresito lo ha puesto bajo su sombra protectora y a su lado ha aprendido no sólo a luchar sino también a conocer los deberes de un líder para con su pueblo.
Estas experiencias fueron modelando su personalidad y puliendo rencores en su ánimo. Se ha convertido en un joven sagaz y fornido como corresponde a su condición de guerrero, pero además ha cambiado el furor que le infundía su sed de venganza por una firme decisión. Ahora piensa a menudo que ser un buen hombre de pelea ya no significa lo mismo que antes.
No hay agasajos para el vencedor ni tiempo para disfrutar la gloria de haber sobrevivido a un combate. Sólo se trata de expulsar del suelo natal a un enemigo poderosísimo y numeroso que lo invade todo desde hace veinte años.
Las fantasías de la infancia nada tienen que ver con la feroz realidad que le toca vivir. Sin darse cuenta siquiera perdió toda su familia, pero consiguió en su lugar otra, compuesta de seres más parecidos a fantasmas habitando la espesura. Contempla a sus hermanos y es como mirarse en un espejo: botas mil veces remendadas, el que las tiene, jirones de tela gastada y de color indefinido por pantalones, la mayoría simplemente con una manta entre las piernas a modo de chiripá gaucho, algunos con el torso cubierto con los restos de lo que alguna vez fue camisa.
Hoy la victoria les fue esquiva. El coraje y la voluntad indoblegable no bastó para contener al ancestral enemigo. La consigna es desbandarse y cruzar el Uruguay buscando sitios seguros para reagruparse, pero Antonio tiene un extraño presentimiento y recuerda una vez más las cenizas de su pueblo natal.
Nuevamente están sobre ellos y el combate se generaliza en un instante en feroz lucha cuerpo a cuerpo. Antonio Pireí logra saltar sobre su caballo y la lanza comienza a trazar cimbreantes círculos de muerte a su alrededor, pero es difícil maniobrar montado en el tacuaral. Con desesperación ve caer uno tras otro sus compañeros; También el Gran Capitán se encuentra en situación desesperada y finalmente un golpe le roba las fuerzas de su brazo y doblega sus piernas.
Antonio pierde su lanza y comprende que la salvación sólo puede estar en el río. Trazando increíbles cabriolas dirige su moro hasta la orilla y con un gran alarido obliga a la bestia a arrojarse a las marrones aguas del Uruguay. Siente un golpe en la espalda… la noche se acerca a sus pupilas… se hunde en la fría correntada…
_ Es la muerte tan cálida al recibir a un guerrero en su seno? Ya no siento en los huesos el frío del agua. Acuna acaso el grillo el sueño de los muertos?
Antonio Pireí fue encontrado por un pescador isleño que ocultó su caballo en el monte y lo trasladó a su rancho, donde curó sus heridas. Muchos dias con sus noches han transcurrido y su cuerpo joven comienza a ganar una larga y difícil batalla. Su mente comienza a reaccionar y se vé sumido en un sueño en el que se mezclan y superponen rostros, ideas, sensaciones, que le van trayendo fragmentos de vida y luz.
En rápida sucesión ve pasar río abajo una comunidad M’Beguá; las remadas rítmicas acompasan la canción de los remeros. Sui madre solía cantar una de esas melodías que se transmiten de generación en generación y que hablan del río ancho como el mar, ese mar a través del que un día ha de volver Güira-Potï[1]. Subitamente se le aparece su Capitán, saliendo de la bruma, y está ahí frente suyo, de pié, descolorido su uniforme de Blandengue y la vincha sujetando la melena; a la cintura el correaje de la espada perdida en combate es mudo testigo de aquella derrota. ¡Qué emocionante es volver a ser niño y escuchar a un viejo relator hablar de una lejana época en que los caudillos religiosos eran dueños de poderes maravillosos! ¡Y que las comunidades caminantes -en su búsqueda del paraíso- fueron poblando estos territorios! Ahora quién está a su lado es Fray José, leyendo noticias del Protector; el Capellán con sus manos callosas de manejar Biblia, rienda y sable…
Al despertar ve al pescador a su lado zurciendo una red…
_ El cachorro despertó.
Un criollo viejo y un puñado de indios forman la reunión a orillas del río. El amanecer se anuncia con un alboroto de trinos. El más joven acaricia su caballo, lo monta de un salto y pide una lanza. El sol se insinúa en las altas copas. La voz del joven surge clara y firme de sus labios.
_ Yo, Antonio Pireí he nacido en este suelo y mi senda está trazada. Tengo un lugar que ocupar junto a quienes defienden la Libertad del otro lado del río, allá por donde el sol besa el mar…
Se pierde el grupo en el monte ribereño y queda solo el pescador junto a su bote.
Al mirar el horizonte claro, sobre su rostro curtido, deposita el aire dos gotas de rocío…
[1] Guira Poti: El Dios supremo de los Guaraní.
De mi libro "Cuentos con Historia". ISBN 978-987-33-0843-7
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