viernes, 12 de abril de 2024

El Rey del Tango

 

Un sábado de otoño andábamos recorriendo la ciudad de Chivilcoy y decidimos tomar un café en el emblemático Bar La Perla, lugar de encuentro de escritores locales. Cruzamos la plaza, disfrutando de los árboles, monumentos y aves que la pueblan. Grande fue mi sorpresa al ver en la marquesina del bar ¡una gigantografía de Gardel! Al entrar encontramos el escenario preparado para un show de tango, con una inmensa fotografía de Carlitos; mientras Stella Maris ubicaba un lugar acogedor, me senté a hablar con El rey del tango. Ya no tenía dudas que el diálogo se iba a entablar.

-¡Braulio, qué bueno verte por acá!

-Hola, Carlos. ¡Qué pinta, che! ¡Y qué alegría encontrarte! ¿Qué hacés por estos lados?

-Este boliche existe desde mis mejores épocas. A la esquina la bautizaron “La esquina del Tango”. ¿Te dije que en esta ciudad nació Pascual Contursi? Más al fondo debe haber una foto de él.

-Sí, me lo habías contado cuando nos vimos en Mercedes. ¡Qué facha, Carlos! De traje o smoking, tenés una pinta bárbara.

-Pará, pará con los halagos que me vas a inflar el ego.

-¡Épa con la palabrita! Eso es muy freudiano.

-Y vos te crees que porque soy tanguero ¿no tengo cultura?

-No, no, Carlos, de ninguna manera, solamente me llamó la atención. Una pregunta que hace tiempo quiero hacerte es si preferís cantar con guitarras o con orquesta.

-¡Con guitarras, Braulio, con guitarras! Los violeros te siguen y vos tenés la libertad de expresar el canto con el cuore, mientras que en la orquesta vos sos un instrumento más, no podés improvisar porque la pifiás, y vos sabés bien que yo nunca erré ¡ni una nota!

-Pero vos grabaste con orquesta y salió impecable.

-Sí, es verdad, pero prefiero las violas. No te olvidés que yo arranqué cantando canciones criollas a pura guitarra y voz. Cuando descubrí el tango, seguí como venía. Me acompañaron siempre violeros de primera. Es una injusticia que no me hayan plantado con ellos todavía; son merecedores de seguir acompañándome, ¿no te parece? ¡Eran buenos! –quedó un rato pensativo y remató la frase diciendo con énfasis- ¡Ameritan seguir a mi lado!

-Tenés razón –respondí preguntándome por qué a nadie se le había ocurrido un monumento de Gardel con sus guitarras.

-Mirá –continuó hablando-, me acompañaron muchos, pero a los que de veras extraño son a El Oriental, al Barba, al Moreno, a Mingo y al Indio; ése también era uruguayo, de San Ramón.

Como el silencio se había vuelto denso, le pregunté cuándo fue que se le había dado por cantar y él con una sonrisa respondió:

-Creo que me gustó desde chico. En el Abasto, los changarines me pedían que les cantara; después empecé a amenizar noches en el bar de los Traverso y en los comités Conservas. Allá por el novecientos once ya andaba en yunta con Pancho, El Víbora y Pepe. Al poco tiempo formamos el dúo con Razzano y nos fue muy bien. Pepe era un guitarrero de los buenos. Me hubiese gustado grabar alguna vez con el morocho Maciel, pero no se dio ¡y eso que éramos amigos! Cosas de la vida, ¿no?

-Otra pregunta –dije yo-: ¿Saco o esmoquin?

-Saco, Braulio. Saco, corbata y chambergo. ¿Sabés por qué me puse el esmoquin?, porque si no lo hacía yo, alguien más lo iba a hacer; pero conmigo, el arrabal y el tango se vistieron de gala, ¿entendés?

-¡Sí y me parece una idea de mi flor! –respondí-, pero el esmoquin es para cantar con orquesta.

-Y, sí… Me acompañaban una media docena de músicos y era para mí un esfuerzo grande. Todo fue por el tango y las orillas, como dijiste vos alguna vez. Para mí, la orquesta es para el baile, aunque te aseguro que llegará el día en que las orquestas crecerán en número y calidad; entonces el tango será otro. Te bato una fija: cierta noche fui a bailar unos tangos al Café de La Chancha. Allí escuché a un pibe que promete mucho, ¡un mago con el piano! Creo que se llamaba Pugliese… ¡Sí, Osvaldo Pugliese! Cuando él se dé cuenta de lo que vale, hará una revolución en el tango.

Sonreí al pensar que Pugliese ya había hecho la revolución tanguera, convirtiéndose en un verdadero vanguardista. Carlos se dio cuenta de mi sonrisa y me largó un: -¿Qué te causa gracia, se puede saber?

Para disimular mis pensamientos me largué con un: -Que cada vez que nos encontramos se produce una alteración en la línea de tiempo y podemos hablar, vos desde 1935 y yo en el 2020. Además, parece que el reloj no se mueve para los que nos miran. Tampoco nos oyen.

-¡A la flauta, ilustrado el hombre! -Se rio con ganas y agregó-: Pero tu percanta nos escucha y también parla conmigo.

-Así es –respondí-, y no sé por qué. Tampoco comprendo lo que me pasa a mí, sólo sé que lo disfruto mucho.

En ese momento Stella Maris llegó a buscarme y sonriendo saludó a Gardel: -¡Hola Carlos, qué elegante que está!

-¿Qué tal, mi amiga? ¡Gracias por el piropo! ¡Usted también está muy guapa! –respondió él con galantería guiñándole un ojo.

Después de despedirnos, nos retiramos contentos por el encuentro y el café que compartimos en un lugar con magia. Sin duda, ¡volveremos!

 Diálogos del arrabal    ISBN 978-987-46957-4-1

Juan del Taragüi. Segunda parte.

 Tiempo después, Juan conoció a Marcelina, de quien se enamoró y ahí nomás, cerquita del corral de amanse, levantaron su rancho.

Cierta tarde llegó un vecino para advertirles que había aparecido un tigre por esos lados y que  había matado varios animales. Preocupado por el hecho, al otro día muy temprano Juan ensilló su ruano y sal en busca de rastros del animal. Regresó contento a la tardecita porque creyó haber encontrado huellas frescas.

Esa noche fue al boliche para informar a los parroquianos que él cazaría al tigre. Algunos le ofrecieron su ayuda, más él afirmó que era mejor moverse solo para no espantar al animal.

En los días siguientes fue y vino hasta el lugar donde hallara el rastro de la fiera. Dejó el caballo a cierta distancia para que no fuera olfateado por el jaguareté y frente al lugar donde vio las huellas del animal abrevando, en la horqueta de un árbol levantó con ramas un “sobrado”, una plataforma camuflada desde donde poder disparar tranquilo. Cuando todo estuvo pronto, se dispuso a cumplir con su cometido y decidió ir caminando pues el olor del jaguareté espantaría su caballo.

¡Juan, no vayas solo por favor! ¡Es muy peligroso y tengo miedo!

¡Pero no, che mi guaina! ¡No tenga miedo, mujer! Yo le aseguro que ¡no hay mejor tigrero que su Juan!

Después de un largo beso y un abrazo interminable, marchó a pie en busca de su presa. Al anochecer y se instaló en el “sobrado” esperando que llegara el jaguareté a beber. Pasó tres noches sin novedad, regresando al amanecer a comer y descansar hasta la tardecita.

La cuarta noche observó que en la otra orilla la espesura se movía apenitas. Acomodó la carabina lista para disparar y oteó el abrevadero a través de la mira del arma. En un momento le pareció ver un par de ojos brillando entre las ramas; después, ¡nada! Los músculos de Juan se tensaron aún más y apenas espiraba para no delatar su presencia. De pronto su sexto sentido le advirtió que algo no estaba bien; asomándose por sobre la baranda de la plataforma miró hacia abajo siempre apuntando con el arma y ¡ahí estaba el tigre! Sonó el disparo al mismo tiempo que saltaba el animal y Juan sintió sus garras hincándose en la carne. Se desarmó el “sobrado” mientras hombre y animal caían al suelo en un abrazo mortal.

La garra derecha del tigre aferraba el brazo izquierdo de Juan y la otra, después de desgarrar las costillas de su presa, lo clavó contra el suelo. La carabina detuvo las fauces del animal que buscaban la garganta del hombre. Juan holió la muerte muy cerca de su rostro. Los ojos del animal parecían hipnotizarlo.  Cuando comenzó a perder fuerzas bajo el peso del jaguareté intentó una solución desesperada. Su mano derecha tomó el verijero y con un supremo esfuerzo lo clavó hasta la empuñadura entre las costillas del felino. Un rugido espeluznante brotó de las fauces del tigre, que de un salto abandonó su presa y se internó en la espesura entre bramidos de dolor mientras la oscuridad de la noche se apodera de Juan.

Al abrir los ojos, se encuentró en su cama, dolorido por demás, débil y todo vendado, pero ¡vivo! A su lado, los ojos tiernos de Marcelina lo miran embelesados.

¡Mi guaina! exclama intentando incorporarse, pero las manos de su amada se lo impidieron.

Estás muy débil, Juan. Tenés que descansar para curarte. El patrón trajo un médico cuando te encontraron y yo la fui a buscar a Misia Niceta cuando no parabas de delirar. Así que entre remedios y venceduras ¡estás de güelta, mi amor!

¿Cuánto hace que estoy acá? ¿Cómo llegué?

Hace como dos semanas. Como no venías, le pedí ayuda a los vecinos para dir a buscarte. Te encontraron desmayado en medio de un charco de sangre y te trajeron sin ninguna esperanza; apenitas respirabas.

Ah, mi guaina, ya te dije que tu Juan tiene payé respond buscando con una mano su amuleto. Hizo una pausa y preguntó por el tigre.

No estaba y no ha dado señales de vida. Los vecinos están contentos y todos los días nos traen algo y preguntan por vos.

¿Y mi cuchillo?

Tampoco estaba. Sólo te trajeron a vos y la carabina ¡todita rota!

¡Pucha digo, Marcelina! ¡El tigre se jué y se me llevó mi cuchillo!

El Filo de la Historia.    ISBN 978-987-46957-8-9

 

miércoles, 3 de enero de 2024

El mudo

 Con mi compañera de andanzas, siempre buscando historias olvidadas, llegamos un mediodía a la laguna de San Miguel del Monte. Por supuesto que visitamos el “Rancho de Rosas” y el “Museo Municipal Guardia del Monte”. En este último me llevé una gran sorpresa; mientras me miraba en un espejo antiguo, apareció detrás mío la cara de El Mudo, Carlos Gardel. Sacudí la cabeza alejando pensamientos y continué con la recorrida.

Al salir, cruzamos a la Plaza Virrey Vértiz en busca de un poco de sombra; entonces Stella Maris exclamó: -¡Mirá, mirá quien está ahí!– dijo señalando un monumento a Gardel. Entonces comprendí la visión en el Museo y apuré el paso, adelantándome, mientras ella preparaba el celular para tomar fotografías; ¡ahora utiliza la tecnología! Me detuve frente al monumento sintiendo que el corazón me latía a toda máquina, esperando un nuevo encuentro con él.

-¡Braulio, qué bueno verte por acá! –habló él desde el monumento.

-¡Carlos! –respondí yo-, algo me decía que nos íbamos a encontrar.

El monumento constaba de un busto elevado sobre un pedestal; al pie, una guitarra, todo rodeado de rejas.

-¡Qué me contás dónde se les ocurrió ponerme! ¡Entre rejas, acá arriba, sin brazos y con la guitarra en el piso! –Sentí que me hablaba muy ofuscado.

-Carlos –intenté mediar yo-, las rejas son para mantener los perros lejos. Vos sabés cómo les gusta levantar la patita para marcar terreno. El busto lo diseñó un artista plástico y se me ocurre no imaginó que ibas a terminar en una plaza, por eso la falta de brazos. La guitarra la agregó un artista local que sin dudas pensó que a vos te gustaría tener la viola cerca.

-Ah, bueno. Si es así, me callo la boca; lo que pasa es que las rejas me recuerdan a cuando estuve engayolado hace mucho, mucho tiempo. Pero si vos decís que son para mantener los pichichos lejos, está bien, me las banco.

-Sí, Carlos, es por eso –respondí, pensando que seguía siendo una cosa de locos que yo hablara con una estatua. ¡Qué bien le quedaba el moñito!- ¿Así que estuviste en cana?

-Si, pero de eso prefiero no hablar. ¿Te importa mucho?

-No -respondí de inmediato-, para nada.

Para cambiar de tema le pregunté cómo había nacido el tango.

-¡Qué pregunta, Braulio! La verdad es que no sé, solamente te puedo decir cómo me parece a mí que pudo haber sido, pero es una opinión, más bien un bolazo, pero pudo haber sido realidad. Imaginate el patio de un conventoi un domingo a la mañana: los purretes corriendo detrás de una pelota de trapo, las minas lavando la ropa en las tinajas y un grupo de vecinos matando el tiempo a mate y mate. Un criollo con la guitarra le dice a un moreno: “Che negro, tocá el tambor”. El morocho va a la pieza y vuelve con el tambor, se sienta, acaricia la lonja con cariño y repite: “Negro, tocá tangó”. Las manos oscuras dejan volar una melodía cadenciosa; el guitarrero comienza a acompañarlo y en una de esas, un tano se suma con su mandolina, un alemán se aparece con un bandoneón y de una zapie de arriba, un judío deja oír su clarinete.

-¡Qué imagen! –respondí yo, con admiración y agregué- ¡Quien la pudiese pintar!

El Mudo continuó: -En eso entra al yotivenco un trasnochado con unas cuantas copas de más. Al escuchar el concierto, atraviesa el patio rumbo al cotorro con su andar de compadrito siguiendo el ritmo de la melodía, haciendo cortes a la par del tambor y alguna quebrada con la guitarra. Y ahí tenés el tango de la “Guardia Vieja”, que nació como música para bailar. Pero ni se te ocurra comentar que yo te dije todo esto como si fuera verdad; es apenas una suposición y nada más. Pero era baile de hombres solamente, una especie de duelo de habilidad con las piernas.

-¿Y cuándo empezaron a bailar el tango las mujeres? –pregunté yo.

-Las minas se engancharon con el baile en los quilombos, y así el tango se convirtió ¡en un baile sensual! Esto es posta, posta. Pero cambiemos de tema. Che, Braulio, ¿vos tocás la viola?

-Y… más o menos. Yo diría que apenas le saco algunos acordes.

-¿Y si cantamos algo juntos? ¡Dale, acompañame con una canción criolla!

Entonces medio me colgué de las rejas para alcanzar la guitarra y comencé a simular que rasgueaba un estilo. ¡Y Gardel soltó su voz!:

Guitarra, guitarra mía,

por los caminos del viento

vuelan en tus armonías

coraje, amor y lamento.

Lanzas criollas de antaño

a tu conjuro pelearon,

mi china oyendo tu canto,

sus hondas pupilas

de pena lloraron.

¡Guitarra, guitarra criolla,

dile que es mío ese llanto!

 

Si alguien me vio, habrá pensado que estaba mal de la cabeza, pero yo les aseguro que no sólo oí claramente la voz del Mudo ¡sino también el sonido de la guitarra!

En ese momento llegó Stella Maris aplaudiendo muy entusiasmada, diciendo: -¡Bravo, Maestro! ¡Qué belleza!

El Mudo me miró con asombro. Y dijo: -¡Qué linda papusa te acompaña, Braulio!

Entonces, yo, superando el mío, los presenté:

 -Carlos, Stella Maris; Stella, Carlos Gardel.

Ella respondió con un: -¡Encantada de conocerle, Carlos!

Y él, con una sonrisa seductora le respondió: -¡El placer es mío, Stella! Lamento no poder estrechar su mano, por razones que resultan obvias, pero espero verla en otra oportunidad.

Y ella respondió con seguridad: -¡No tenga dudas que nos seguiremos viendo, acá, allá o en dónde sea que nos lleven los caminos!

Después de despedirnos emocionados del Mudo, nos fuimos abrazaditos en busca del auto. Caminamos un rato en silencio, Stella se detuvo, me miró y comentó:

-Como dijo el veterano en Mercedes: “¡El Mudo cada día canta mejor!”

 Diálogos del arrabal   ISBN 978-987-46957-4-1

Saverio Suárez

  

Allá por el Maldonado,

que hoy corre escondido y ciego,

allá por el barrio gris

que cantó el pobre Carriego,

tras una puerta entornada

que da al patio de la parra,

donde las noches oyeron

el amor de la guitarra,

habrá un cajón y al fondo

dormirá con duro brillo,

entre esas cosas que el tiempo

sabe olvidar, un cuchillo.

Jorge Luis Borges

 

Cuando llegué al bar de siempre, Floreal Ramírez ya estaba allí. Había bebido su café y estaba saboreando su ginebra. Sospeché que algo le sucedía y para acompañarlo le pedí al mozo que me sirviera un café liviano y una ginebra. Nos saludamos y al ver su rostro un tanto sombrío le pregunté qué le andaba pasando y si podía ayudar en algo.

-Hoy no ha sido un buen día para mí, don Braulio. Esto de ser un alma en pena se me está volviendo bastante pesado, créame.

-A ver, a ver, cuénteme un poco. -dije, sin saber qué más decir.

-Usté sabe bien que yo soy de otro tiempo, que me mataron y que, no sé cómo, de a ratos me le aparezco por acá en busca de algo que me dé paz. Sucede que hoy fui a visitar a mi amigo Saverio, que vive del otro lado del Maldonado, porque es su cumpleaños. ¿Y sabe lo que encontré? ¡Un velorio! Así como se lo digo. Lo estaban velando al Saverio. Dicen que lo cocieron a puñaladas; debieron ser unos cuantos porque él era guapo de más.

Con algo de asombro, mientras bebía mi café, pensé que todo era mi imaginación por tanto leer Para las seis cuerdas, pero sin embargo podía verlo, podía hablar con él y podía sentir el apretón de su mano. Respiré hondo y decidí involucrarme en la conversación.

-¿Está hablando de Saverio Suárez, más conocido por “el chileno”?

-Del mismo. Yo que fui un hombre malo, un matón trabajando pa’ otros maulas, siempre encontré la puerta abierta de su casa. Las farras que se armaban ahí, terminaban cuando el último guitarrero se dormía. Asado y vino, canto y guitarra, nunca faltaban. Era generoso de veras ¡y hoy está muerto!, por eso ando con esta tristeza a cuesta.

-Hay cosas que no se pueden arreglar después que pasaron. -respondí y terminando el café tomé la copa en mi mano y lo miré a los ojos.

-Tiene razón, don Braulio. ¡Salú, por los amigos! -dijo y empinamos las copas.

Después continuó hablando. -¿Sabe lo que más me molestó? ¡Que lo enterraron sin su arma!  ¡No está bien, no señor, que a un malevo lo entierren sin el cuchillo!

-A lo mejor no le hace falta -dije, por decir algo.

Quedó pensativo un rato y luego siguió: -Si lo mataron de frente, no ha de andar por ai penando. ¿No le parece?

-Seguramente así ha de ser. -respondí casi sin voz por la ginebra que había bebido de un trago.

Después de un largo silencio, Ramírez continuó hablando, sin mirarme, con la vista perdida en la ventana: -Otro amigo, Albornoz, me comentó que ayá por sus pagos, hace un tiempo, un tal Juan del Taragüí había liberado un alma en pena y apagado una luz mala. Me fui pa’yá y hablé con mucha gente, aunque usté no lo crea, pero naides sabía de qué hablaba. ¿Y usté, no averiguó nada ‘e mi muerte? -y se dio vuelta para mirarme.

Imagínense la situación: ¡un personaje de ficción preguntándole a su creador si no sabía el porqué de su muerte! Yo sacudí la cabeza y le dije que no, que necesitaba más tiempo para investigar.

-¿Usté qué opina? Lo que me contó Albornoz, ¿puede ser verdá? -me preguntó con un gesto de cansancio.

-Yo creo que sí. Esa historia la leí en algún lado. Hay muchas leyendas que hablan de aparecidos y luces malas -respondí casi sin pensarlo.

Sin despegar la espalda de la silla me preguntó muy serio si las leyendas tenían algo que ver con lo que a él le pasaba. Le dije que a mí me parecía que sí, que si buscaba por ese lado podría encontrar la respuesta que él andaba buscando.

-¡‘Ta bien! Hasta la prósima conversa, entonces -dijo mientras dejaba unas monedas sobre la mesa.

Después se paró, se requintó el gacho, me dio un firme apretón de manos y se dirigió por la avenida hacia el río. Junté las monedas, que irían a mi colección de dinero antiguo, pagué con billetes actuales y me dirigí a la puerta. Desde allí miré al mozo, quien se encogió de hombros y continuó con su trabajo entre las mesas.

Diálogos del arrabal   ISBN 978-987-46957-4-1