miércoles, 3 de enero de 2024

Saverio Suárez

  

Allá por el Maldonado,

que hoy corre escondido y ciego,

allá por el barrio gris

que cantó el pobre Carriego,

tras una puerta entornada

que da al patio de la parra,

donde las noches oyeron

el amor de la guitarra,

habrá un cajón y al fondo

dormirá con duro brillo,

entre esas cosas que el tiempo

sabe olvidar, un cuchillo.

Jorge Luis Borges

 

Cuando llegué al bar de siempre, Floreal Ramírez ya estaba allí. Había bebido su café y estaba saboreando su ginebra. Sospeché que algo le sucedía y para acompañarlo le pedí al mozo que me sirviera un café liviano y una ginebra. Nos saludamos y al ver su rostro un tanto sombrío le pregunté qué le andaba pasando y si podía ayudar en algo.

-Hoy no ha sido un buen día para mí, don Braulio. Esto de ser un alma en pena se me está volviendo bastante pesado, créame.

-A ver, a ver, cuénteme un poco. -dije, sin saber qué más decir.

-Usté sabe bien que yo soy de otro tiempo, que me mataron y que, no sé cómo, de a ratos me le aparezco por acá en busca de algo que me dé paz. Sucede que hoy fui a visitar a mi amigo Saverio, que vive del otro lado del Maldonado, porque es su cumpleaños. ¿Y sabe lo que encontré? ¡Un velorio! Así como se lo digo. Lo estaban velando al Saverio. Dicen que lo cocieron a puñaladas; debieron ser unos cuantos porque él era guapo de más.

Con algo de asombro, mientras bebía mi café, pensé que todo era mi imaginación por tanto leer Para las seis cuerdas, pero sin embargo podía verlo, podía hablar con él y podía sentir el apretón de su mano. Respiré hondo y decidí involucrarme en la conversación.

-¿Está hablando de Saverio Suárez, más conocido por “el chileno”?

-Del mismo. Yo que fui un hombre malo, un matón trabajando pa’ otros maulas, siempre encontré la puerta abierta de su casa. Las farras que se armaban ahí, terminaban cuando el último guitarrero se dormía. Asado y vino, canto y guitarra, nunca faltaban. Era generoso de veras ¡y hoy está muerto!, por eso ando con esta tristeza a cuesta.

-Hay cosas que no se pueden arreglar después que pasaron. -respondí y terminando el café tomé la copa en mi mano y lo miré a los ojos.

-Tiene razón, don Braulio. ¡Salú, por los amigos! -dijo y empinamos las copas.

Después continuó hablando. -¿Sabe lo que más me molestó? ¡Que lo enterraron sin su arma!  ¡No está bien, no señor, que a un malevo lo entierren sin el cuchillo!

-A lo mejor no le hace falta -dije, por decir algo.

Quedó pensativo un rato y luego siguió: -Si lo mataron de frente, no ha de andar por ai penando. ¿No le parece?

-Seguramente así ha de ser. -respondí casi sin voz por la ginebra que había bebido de un trago.

Después de un largo silencio, Ramírez continuó hablando, sin mirarme, con la vista perdida en la ventana: -Otro amigo, Albornoz, me comentó que ayá por sus pagos, hace un tiempo, un tal Juan del Taragüí había liberado un alma en pena y apagado una luz mala. Me fui pa’yá y hablé con mucha gente, aunque usté no lo crea, pero naides sabía de qué hablaba. ¿Y usté, no averiguó nada ‘e mi muerte? -y se dio vuelta para mirarme.

Imagínense la situación: ¡un personaje de ficción preguntándole a su creador si no sabía el porqué de su muerte! Yo sacudí la cabeza y le dije que no, que necesitaba más tiempo para investigar.

-¿Usté qué opina? Lo que me contó Albornoz, ¿puede ser verdá? -me preguntó con un gesto de cansancio.

-Yo creo que sí. Esa historia la leí en algún lado. Hay muchas leyendas que hablan de aparecidos y luces malas -respondí casi sin pensarlo.

Sin despegar la espalda de la silla me preguntó muy serio si las leyendas tenían algo que ver con lo que a él le pasaba. Le dije que a mí me parecía que sí, que si buscaba por ese lado podría encontrar la respuesta que él andaba buscando.

-¡‘Ta bien! Hasta la prósima conversa, entonces -dijo mientras dejaba unas monedas sobre la mesa.

Después se paró, se requintó el gacho, me dio un firme apretón de manos y se dirigió por la avenida hacia el río. Junté las monedas, que irían a mi colección de dinero antiguo, pagué con billetes actuales y me dirigí a la puerta. Desde allí miré al mozo, quien se encogió de hombros y continuó con su trabajo entre las mesas.

Diálogos del arrabal   ISBN 978-987-46957-4-1

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