A un
compadrito le canto
que era el patrón y el ornato
de las casas menos santas
del barrio de Triunvirato.
Atildado en el vestir,
medio mandón en el trato;
negro el chambergo y la ropa,
negro el charol del zapato.
Jorge Luis Borges
Una tarde de agosto, esperando la
llegada de la famosa tormenta de Santa Rosa, sentí la necesidad de ir al bar de
la Avenida Pavón, seguro que me volvería a encontrar con Floreal Ramírez. Ya
había aceptado que no era sólo imaginación mía, sino que el personaje era una
entidad real. No me importaba si el resto de la gente podía verlo o no. Yo me
podía comunicar con él y esa tarde era como que lo estaba extrañando.
Grande fue mi sorpresa cuando el mozo
me dijo al entrar: -El malevo lo está esperando y encargó un café y una ginebra
para usted.
¡Y allí estaba! Sentado muy quieto, de
espaldas a la barra, como siempre, con las manos cruzadas sobre la mesa. Su
atuendo era el de siempre: Saco gris a rayitas entallado, pantalón al tono y
pañuelo blanco al cuello. Me acerqué con una sonrisa; me sentía feliz. Al
saludarlo le dije: -¡Qué raro, usted tan temprano!
Me saludó sin levantarse y respondió:
-Quería invitarlo a una copa y para eso tenía que llegar de prima, si no, lo
encontraba con el cortado en la mano.
Ni bien me senté frente a él, llegó el
mozo con dos cafés y dos copitas de ginebra. Mientras bebíamos el café me
comentó que mientras buscaba a Correa, pudo conocer mucha gente que lo
apreciaba de verdad y que hasta daban la vida por el taura a quien consideraban
un amigo, y terminó diciendo:
–El odio que me quemaba las tripas se
fue yendo casi sin darme cuenta. Hasta la marca en la frente está
desapareciendo, mire. -y se pasó la mano por donde antes yo había visto una
cicatriz muy marcada y que ahora casi no se veía.
Entonces, sin pensarlo, le dije que
finalmente había sabido de Inocencio Correa, que después de reencontrarse con
su viejo amor se mudaron a San Juan y allí se habían dedicado a los vinos.
Levantó la vista del pocillo y dijo: –Así que largó el cuchillo por el vino y ¡enamorado encima! -Terminó el café y preguntó si le podía decir algo sobre su muerte, a lo que respondí con un:
–Estoy en eso; ya le podré contar
algo. Pronto, espero.
Entonces él levantó la copa de ginebra
y me propuso brindar por las novedades. Cuando vio que yo probaba un sorbo se
sonrió y me dijo: -¡Mándesela de un trago, solo pa’ no hacer morisquetas!
Así que empiné la ginebra y sentí un
fuego que me iba abrasando por dentro. ¡No sé cómo no me saltaron las lágrimas,
¡si hasta el mozo se rió! Después de recobrar el aliento le pregunté si conocía
el viejo barrio de Triunvirato, hoy llamado Villa Crespo.
–No sé cómo lo llaman ustedes, pero al
Triunvirato ¡si lo habré caminado! Es que ahí estaban las mujeres más
querendonas de los conventillos. Todas enamoradas del “Títere” ¡y laburaban
para él!
–¡No me diga que usted lo conoció!
-Como conocerlo, no. Yo era solamente
un cliente más del rrioba. Lo conocí de vista nomás. Eso sí, vi cuando la
policía lo mató.
–¿La policía fue? ¿Está seguro?
–Le cuento. Yo venía del lado del
cementerio y lo vi discutiendo en medio de la calle con dos canas. Me hice el
gil y pasé caminando despacito más bien contra la pared, pero con la oreja
parada pa’ oír de qué hablaban. Ellos le pedían guita pa’ no molestar el
levante de las minas. Al moreno le podían manosear el traste a cualquiera de
sus mujeres, pero sacarle guita, ¡eso sí que no! Era guapo y manoteaba el
cuchillo enseguida. Caminé como media cuadra cuando escuché dos tiros. Me
escondí atrás de un árbol y pispié pa’ la esquina y ¿sabe lo que vi? A un cana
guardando el arma mientras el moreno se tambaleaba sobre sus timbos de charol
mirándose el pecho; Después se desplomó boca arriba y pude ver dos lamparones
rojos manchando su chaleco.
–¿Está seguro, Ramírez? Pregunté entre
sorprendido y dubitativo. -A fin de cuentas, soy yo el que escribe las
ficciones, pero ahora ¡era uno de mis personajes quien las dictaba!
–Así fue nomás, don Braulio. Esa tarde
no hubo cariños para mí. Todo el hembraje del barrio salió a llorarlo a la
calle. ¡Era muy querido el morocho!
Después de un largo silencio, la
charla terminó, y como de costumbre mientras se acomodaba el funyi gris,
Ramírez se despidió con un:
–Hasta la prósima.
Diálogos del arrabal. ISBN 978 987 46957 8 9
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