En 1871 las tropas del Ejército Nacional ocupan las ciudades entrerrianas costeras por orden del Presidente Sarmiento y López Jordán se hace fuerte en el interior, donde la vida parece seguir su curso ajeno a los acontecimientos políticos.
Montando
un ruano patas largas de hermosa estampa, Juan llegó a la pulpería. Entró con el chambergo echado para atrás y su
sonrisa permanente, vistiendo
bombacha de campo, faja roja y alpargatas. Se presentó simplemente como “el
Juan” oriundo de Taragüí.
—A pesar de las vueltas y revueltas en las que
estamos metidos —le comentó al pulpero— algún domador puede hacer
falta por estos lugares. ¡Y sírvame una caña que nunca está de más!
Al poco tiempo ya estaba amansando caballos y su nombre se
había hecho conocer. Era muy bueno entrenando animales para el trabajo o el
paseo. No los maltrataba; los trataba con afecto. No permitía que observaran su trabajo, cosa que lo rodeaba de
misterio. Pero los animales que pasaban por sus manos resultaban siempre
reconocidos como muy buenos. Yvaté, su ruano, era muy famoso por su porte al extremo que muchos querían un caballo como ése.
Si bien trabajaba en una estancia, el amanse lo realizaba
lejos del casco entre una lomada que ocultaba las miradas y un bañado; allí había levantado un corral para realizar su trabajo. Ni bien juntaba unos pesos, se
entretenía jugando a los naipes y tomándose unas cañas en la pulpería. Una de
esas noches de luna llena, de pronto el silencio se impuso en el boliche. A lo lejos se escuchaba el galope
desenfrenado de un caballo y un alarido que no parecía brotar de garganta
humana.
Juan, intrigado, salió a ver de qué se trata pero no distinguió nada más que el campo
iluminado por la luna en su esplendor. Al regresar a la mesa los parroquianos
le contaron la historia del
alma en pena del Mocho y la luz mala. Él escuchó con atención y sin reírse, por
respeto a los presentes, anunció con voz clara y fuerte:
—Mañana vi’á dir en busca
de la luz mala pa’ liberar esa pobre alma que anda penando por ái.
La respuesta del pulpero fue inmediata:
—No conozco a naides que
se le haya atrevido a una luz mala. ¡Y menos monte adentro! Tómese otra caña y
olvídese del asunto, que al final de cuentas no molesta y sólo asusta a los
maulas.
—¡Pero esa pobre alma que anda penando nunca encontrará
reposo! Y además esa luz mala no podrá con mi payé —y
acarició el amuleto que llevaba colgado al cuello: una pluma de caburé
santiguada por su abuela y conservada en una bolsita de cuero de carpincho. Dichas
estas palabras, apuró de un trago la caña que le habían obsequiado por su gesto, saludó a la
concurrencia y se marchó.
A la noche siguiente comenzó a bordear el monte en busca
de la tan mentada luz mala. En un lugar en que la llamada selva se volvía más
espesa, le pareció ver una picada y se
adentró sin dudarlo. Al paso de su caballo,
llegó a un claro donde la luna brillaba con todo su fulgor. Observó con
extrañeza un inmenso ñapindá en cuyo tronco había un cuchillo clavado
profundamente. Su hoja aumentaba la luminiscencia
lunar reflejándose en ella y
cada tanto producía una vibración semejante a una risa mal
contenida.
Juan sonriendo echó
pie a tierra, se
aproximó al árbol y tomó con
firmeza el mango del arma que logró extraer tras
un breve forcejeo. Observó con mirada
entendida la faca con cachas de cuerno de vaca, la sopesó cambiándola de manos y opinó que era buena; miró nuevamente el árbol y notó que su
herida se estaba cerrando sin dejar cicatriz. Su mano acarició el payé mientras pensaba que el cuchillo merecía una
linda funda para lucirlo en la cintura. Montó de un salto y emprendió el
regreso al trote lento silbando un chamamé.
El filo de la Historia. ISBN 978 987 46957 8 9
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