Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.
Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.
Jorge Luis Borges
Un atardecer raro de junio, que dé a ratos llovía y de a ratos salía el sol, como andaba falto de inspiración me dirigí al bar de la calle Pavón. Me acomodé en la mesa de siempre y pedí un cortado tal como era mi costumbre. Al mirar al mozo me di cuenta que no era el mismo de siempre. Después que dejó el pedido y se retiró, yo me dediqué a revolver el café preguntándome si volvería a aparecer Ramírez. Después entretuve la espera mirando correr el agua contra los cordones de la vereda mientras intentaba garabatear las líneas de un poema. En eso lo vi llegar, con su paso lento y su funyi gris.
Entró al bar y sin saludar al mozo vino directamente a mi mesa. Nos estrechamos las manos y se sentó frente a mí, como era su costumbre. Entonces, suponiendo que el mozo nuevo no lo podía ver, levanté la mano y lo llamé. Ambos guardábamos silencio. Él jugueteaba con el sombrero. Cuando llegó el mozo yo tenía el café por la mitad.
-¿En qué puedo servirlo? -preguntó, mientras Ramírez lo miraba y se sonreía con sorna.
-Tráigame un café y una ginebra. -le pedí. Cuando intentó levantar mi cortado le dije:
-No, no. Déjelo y traiga el nuevo pedido.
Me miró extrañado, se encogió de hombros y volvió a la barra.
-Se dio cuenta, ¿no? Hoy solamente usté me puede ver.
-¿Y eso por qué? -pregunté, a lo que él respondió:
-Ni la menor idea.
-Yo tampoco me lo imagino. -dije ocultando el asombro que me provocaba estar hablando con uno de mis personajes como si estuviera vivo.
-¿Y, sigue ocupado con las letras de su amigo? -preguntó mientras el mozo ponía el café y la ginebra sobre la mesa frente a mí.
Cuando se retiró, Ramírez acomodó el pocillo y la copa frente a sí y me miró con curiosidad.
-Sí, sí. Estoy leyendo la milonga de Don Manuel Flores.
-¡Manuel Flores, qué tipo! ¡Un guapo como pocos!
-¿También lo conoció? -pregunté ya sin experimentar sorpresa.
-Sí, don Braulio, lo conocí. Fue en un piringundín de San Telmo. Me dijo que él me podía averiguar algo de Correa. Quedamos en encontrarnos una noche en la calle Defensa en la esquina frente al parque. Al ir llegando, de lejos vi la estampa del guapo recostado a la columna de un farol, con el pucho humeando entre los labios y las manos en los bolsillos. Tranquilo, esperando. Cuando me faltaba media cuadra para llegar hasta él, Manuel se enderezó, tiró el pucho, manoteó el naife y mirando fijamente hacia el parque, le gritó a alguien que yo no alcancé a ver:
-¡Atrévanse, cobardes! -y en ese momento escuché cuatro disparos. Vi los fogonazos salir de dos armas. Las balas golpearon el pecho de Manuel Flores tirándolo contra el farol. Yo me largué a correr hacia el parque pegado a la pared mientras Flores doblaba las rodillas y se deslizaba lentamente hasta quedar tendido en la vereda. Cuchillo en mano, desde la esquina traté de ver algo, pero sólo vi oscuridad. Entonces me acerqué al caído. Manuel Flores murió con cuatro tiros en el pecho, los ojos abiertos y la mano agarrotada en el cuchillo. Le cerré los ojos, le acomodé el gacho para que la luz del farol no molestara su alma en la partida y me fui.
Floreal Ramírez quedó con la mirada perdida en el vacío mientras yo terminaba mi café. Después dejó unas monedas sobre la mesa, se acomodó el funyi y me dijo muy serio:
-Hasta más ver don Braulio. Esta vez, invito yo, y dejó unas monedas sobre la mesa.
Guardé las monedas antiguas en un bolsillo, le pagué al mozo con billetes buenos y me retiré del bar.
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