Con mi compañera de andanzas, siempre buscando historias olvidadas, llegamos un mediodía a la laguna de San Miguel del Monte. Por supuesto que visitamos el “Rancho de Rosas” y el “Museo Municipal Guardia del Monte”. En este último me llevé una gran sorpresa; mientras me miraba en un espejo antiguo, apareció detrás mío la cara de El Mudo, Carlos Gardel. Sacudí la cabeza alejando pensamientos y continué con la recorrida.
Al salir, cruzamos a la Plaza Virrey Vértiz en busca de
un poco de sombra; entonces Stella Maris exclamó: -¡Mirá, mirá quien está ahí!–
dijo señalando un monumento a Gardel. Entonces comprendí la visión en el Museo
y apuré el paso, adelantándome, mientras ella preparaba el celular para tomar
fotografías; ¡ahora utiliza la tecnología! Me detuve frente al monumento
sintiendo que el corazón me latía a toda máquina, esperando un nuevo encuentro
con él.
-¡Braulio, qué bueno verte por acá! –habló él desde el
monumento.
-¡Carlos! –respondí yo-, algo me decía que nos íbamos a
encontrar.
El monumento constaba de un busto elevado sobre un
pedestal; al pie, una guitarra, todo rodeado de rejas.
-¡Qué me contás dónde se les ocurrió ponerme! ¡Entre
rejas, acá arriba, sin brazos y con la guitarra en el piso! –Sentí que me
hablaba muy ofuscado.
-Carlos –intenté mediar yo-, las rejas son para mantener
los perros lejos. Vos sabés cómo les gusta levantar la patita para marcar
terreno. El busto lo diseñó un artista plástico y se me ocurre no imaginó que
ibas a terminar en una plaza, por eso la falta de brazos. La guitarra la agregó
un artista local que sin dudas pensó que a vos te gustaría tener la viola
cerca.
-Ah, bueno. Si es así, me callo la boca; lo que pasa es
que las rejas me recuerdan a cuando estuve engayolado hace mucho, mucho tiempo.
Pero si vos decís que son para mantener los pichichos lejos, está bien, me las
banco.
-Sí, Carlos, es por eso –respondí, pensando que seguía
siendo una cosa de locos que yo hablara con una estatua. ¡Qué bien le quedaba
el moñito!- ¿Así que estuviste en cana?
-Si, pero de eso prefiero no hablar. ¿Te importa mucho?
-No -respondí de inmediato-, para nada.
Para cambiar de tema le pregunté cómo había nacido el
tango.
-¡Qué pregunta, Braulio! La verdad es que no sé,
solamente te puedo decir cómo me parece a mí que pudo haber sido, pero es una
opinión, más bien un bolazo, pero pudo haber sido realidad. Imaginate el patio
de un conventoi un domingo a la mañana: los purretes corriendo detrás de una
pelota de trapo, las minas lavando la ropa en las tinajas y un grupo de vecinos
matando el tiempo a mate y mate. Un criollo con la guitarra le dice a un
moreno: “Che negro, tocá el tambor”. El morocho va a la pieza y vuelve con el
tambor, se sienta, acaricia la lonja con cariño y repite: “Negro, tocá tangó”.
Las manos oscuras dejan volar una melodía cadenciosa; el guitarrero comienza a
acompañarlo y en una de esas, un tano se suma con su mandolina, un alemán se
aparece con un bandoneón y de una zapie de arriba, un judío deja oír su
clarinete.
-¡Qué imagen! –respondí yo, con admiración y agregué-
¡Quien la pudiese pintar!
El Mudo continuó: -En eso
entra al yotivenco un trasnochado con unas cuantas copas de más. Al escuchar el
concierto, atraviesa el patio rumbo al cotorro con su andar de compadrito
siguiendo el ritmo de la melodía, haciendo cortes a la par del tambor y alguna
quebrada con la guitarra. Y ahí tenés el tango de la “Guardia Vieja”, que nació
como música para bailar. Pero ni se te ocurra comentar que yo te dije todo esto
como si fuera verdad; es apenas una suposición y nada más. Pero era baile de
hombres solamente, una especie de duelo de habilidad con las piernas.
-¿Y cuándo empezaron a bailar el tango las mujeres?
–pregunté yo.
-Las minas se engancharon con el baile en los quilombos,
y así el tango se convirtió ¡en un baile sensual! Esto es posta, posta. Pero
cambiemos de tema. Che, Braulio, ¿vos tocás la viola?
-Y… más o menos. Yo diría que apenas le saco algunos
acordes.
-¿Y si cantamos algo juntos? ¡Dale, acompañame con una
canción criolla!
Entonces medio me colgué de las rejas para alcanzar la
guitarra y comencé a simular que rasgueaba un estilo. ¡Y Gardel soltó su voz!:
Guitarra,
guitarra mía,
por
los caminos del viento
vuelan
en tus armonías
coraje,
amor y lamento.
Lanzas
criollas de antaño
a tu
conjuro pelearon,
mi
china oyendo tu canto,
sus
hondas pupilas
de
pena lloraron.
¡Guitarra,
guitarra criolla,
dile
que es mío ese llanto!
Si alguien me vio, habrá pensado que estaba mal de la
cabeza, pero yo les aseguro que no sólo oí claramente la voz del Mudo
¡sino también el sonido de la guitarra!
En ese momento llegó Stella Maris aplaudiendo muy
entusiasmada, diciendo: -¡Bravo, Maestro! ¡Qué belleza!
El Mudo me miró con asombro.
Y dijo: -¡Qué linda papusa te acompaña, Braulio!
Entonces, yo, superando el mío, los presenté:
-Carlos, Stella
Maris; Stella, Carlos Gardel.
Ella respondió con un: -¡Encantada de conocerle, Carlos!
Y él, con una sonrisa seductora le respondió: -¡El placer
es mío, Stella! Lamento no poder estrechar su mano, por razones que resultan obvias,
pero espero verla en otra oportunidad.
Y ella respondió con seguridad: -¡No tenga dudas que nos
seguiremos viendo, acá, allá o en dónde sea que nos lleven los caminos!
Después de despedirnos emocionados del Mudo, nos
fuimos abrazaditos en busca del auto. Caminamos un rato en silencio, Stella se
detuvo, me miró y comentó:
-Como dijo el veterano en Mercedes: “¡El Mudo cada
día canta mejor!”
Diálogos del arrabal ISBN 978-987-46957-4-1