Una
tarde de primavera en los Andes australes, Mallku Kunturi, Señor de las
Alturas, acondiciona la gran caverna en la que habita. Espera la visita de
Pachamama. Una o dos veces al año ellos se encuentran para dialogar y evaluar
el comportamiento de los hombres a su cuidado. Cuando arriba la visita, ambas
divinidades se saludan con un fraterno abrazo.
–¡Mallku, qué alegría verte!
–¡Bienvenida, Pachamama! Hace muchas lunas que no nos
vemos.
Y se sientan en
torno al fuego a beber té de coca y conversar. Pachamama manifiesta alguna
preocupación por el cariz que fue tomando el desarrollo de la civilización
incaica.
–¿Qué es lo que le preocupa, Mama? -pregunta él.
–¡El Inca, Mallku, el Inca! Desde los tiempos del
anciano Viracocha les he estado enseñando a vivir en comunidad y en paz. Y en
verdad mucho han aprendido, pero desde que el Inca se designó a sí mismo como
Hijo de Inti (el sol), considerándose un dios, las cosas fueron cambiando. Y ahora
extienden su dominio sobre otros pueblos quienes también están a nuestro
cuidado. ¡Y han comenzado a practicar sacrificios humanos, cosas que jamás les
enseñé que hicieran!
–¿Y qué es lo que vamos a hacer para corregirlos?
–No lo sé, Mallku. ¡No lo sé! ¡Ayúdame a buscar una
solución! Pero ahora, sírveme otra taza de ese rico té que sabes preparar para
mí.
Mientras el “Señor de las Alturas” sirve una nueva
ronda de la cálida infusión, pregunta:
–¿Te has fijado en el joven que luna tras luna escala
la montaña y trepa aún a los picos nevados?
–No, no lo he visto. Debo andar muy preocupada para no
haberme dado cuenta. ¿Quién es y qué hace?
–No lo sé. Pero lo he visto trepar las peñas dejando
jirones de su calzado de por sí muy pobre. Se envuelve las manos con trapos que
siempre terminan húmedos con su sangre. No sé qué busca, pero es constante y
decidido. No he visto nunca decaer su ánimo.
–¡Qué extraño! Éste no es lugar para humanos.
Mallku se acerca a la entrada de la caverna y otea las
alturas. De pronto exclama: -¡Mira, Mama Pacha, allí está! Trepando, como
siempre, trepando para luego descender.
Madre Tierra se aproxima y observa la tarea del
muchachito, casi un niño, que sube y sube sin mirar atrás. Después de un rato,
cuando el escalador llega a la zona nevada, ella habla:
–Mallku, ve a buscarlo y tráelo. Mientras tanto yo
cocinaré un guiso de quinoa y papa púrpura, espesado con kiwicha y
embebida en sacha inchi, bien calentito para compartir con él.
Cuando llega el dueño de casa con el visitante, los espera
un caldero humeante del que emana un delicioso aroma. El joven no se imagina
ante quienes se encuentra. Para él se trata de un par de ancianos con cara de
buenos. A manera de bienvenida, Pachamama le brinda un abrazo que le transmite
calor al aterido y pequeño cuerpo del invitado.
–Ven, siéntate junto al fuego y comparte con nosotros
este alimento.
–¡Gracias, señora! ¡Huele rico!
La comida transcurre en silencio. Las divinidades se
limitan a observar al hambriento huésped. Finalmente, Mallku pregunta:
–¿Cómo te llamas y qué haces por estas montañas?
–Ño Onti (pobre) me llaman, porque nada tengo; ni
padres, ni hermanos. Mi familia es la comunidad. Somos Huarpes algarroberos.
–¿Y por qué cada nueva luna trepas las montañas casi
sin alimento y sin abrigo?
–Porque unos viajeros hace mucho tiempo contaron que
hay un pueblo que construye caminos en la montaña y que avanzan sin cesar. Y yo
quiero divisarlos de lejos antes que lleguen para avisarle a mi gente. No sé
qué haremos, pero estaremos avisados. Quizás ustedes me pudieran ayudar con un
poncho abrigado para cuando lleguen las nieves.
Pachamama y Mallku se miran, poniéndose de acuerdo sin
palabras. Afuera, pasa el viento silbando. Entonces él sale de la caverna y
comienza a entonar quedamente una letanía que es como un rezo dirigido a las
cumbres nevadas, a los desfiladeros y al viento que se calla y deja de bailar.
Entonces ella, mirando fijamente los ojos del jovencito le habla:
–Te ayudaré si solamente confías en que lo haré.
La mirada de la extraña mujer le transmite una gran
serenidad. Entonces, sin dudarlo, responde: -Sí, ¡confío!
Entonces, tomados de la mano salen de la cueva y se
paran en el borde del abismo. Ya no silba el viento. El silencio presta
atención a la canción de Mallku. Entonces Pachamama le pide que cierre los ojos
y que extienda sus brazos en cruz. Cuando el jovencito obedece, ella le dice:
–Ño Onti, desde hoy te llamarás Kuntur y serás el
vigía eterno de tu pueblo. Siempre cuidaré de ti y cuando lo necesites, podrás
venir a conversar con Mallku Kunturi. Ni siquiera el Aconcagua se interpondrá
en tu visión.
Sumándose al canto de Mallku, ella empuja con suavidad
al joven hacia el abismo, quien sin abrir los ojos y con los brazos en cruz
comienza su descenso en caída libre, totalmente confiado en las palabras que le
dijera Pachamama. Experimenta cómo el aire lo envuelve con fuerza arrancándole
la ropa, pero en vez de frío su cuerpo comienza a sentir un ligero cosquilleo y
luego una agradable sensación de calor. Sus oídos parecen escuchar nuevos
sonidos. De pronto su caída se detiene y le parece que comienza a ascender
lentamente. Entonces decide abrir los ojos.
La visión lo llena de asombro. ¡Se está elevando
planeando en círculos! Examina entonces sus brazos abiertos y descubre que ya
no son tales sino alas, ¡inmensas alas de plumas negras y blancas! que lo
sostienen en el aire cálido que sube trazando espirales. Todo su cuerpo está
cubierto de plumas y sus pies son ahora grandes garras. ¡Pachamama lo ha
convertido en un ave inmensa! Entonces bate sus brazos, en realidad sus alas y
comienza un ascenso en línea recta hacia las altas cumbres.
Jorge Klinger
Encuentros de café II
ISBN 978-987-46957-0-3