Una
tarde de verano paseando por Chascomús, al cruzar el bulevar Libres del Sur
vi un monumento a Gardel. Inmediatamente le pedí a mi compañera que me sacara
una foto con él y me puse en pose. De pronto oí una voz que me decía de lo
alto: –Oiga, don, ¿sería tan amable de decirme la hora?
¡Con
una sorpresa de aquellas levanté la cabeza despacio, despacio y el asombro
pintado en el rostro! Allí estaba él, El Mago, con su eterna sonrisa.
Pensé que se trataba de algún artilugio que le hubieran puesto a la estatua
para reproducir su voz como atracción turística; pero por más que revisé no
encontré nada. Entonces él volvió a hablar: –No busque cosas raras y dígame la
hora por favor. A quien me plantó acá no se le ocurrió mejor idea que ponerme
de espaldas al Reloj de los Italianos, que está en la otra cuadra; si no
pasa alguien que me dé bolilla, ¡no sé en qué hora vivo!
Le
miré el rostro y sus ojos seguían a los míos, o al menos eso me pareció. Así
que arriesgándome a hacer el ridículo miré mi reloj y dije: –Son las cinco
menos cuarto.
–¡Las
cinco de la tarde! ¡Linda hora para tomarse unos verdes! ¿Toma mate usted? –
preguntó.
–A eso
iba –respondí.
–¿Y si
mañana se viene a las cinco y me convida con unos amargos? Ah, y pídale a su
pebeta que se arrime con unos bizcochitos de grasa ¡que me gustan tanto!
Retrocedí
un paso, lo miré fijamente mientras pensaba en lo que estaba viviendo. Él,
imperturbable como buen bronce. Su sonrisa me parecía más agradable por
momentos. Pensé en Borges, a quien no le gustaba Gardel. Medité en lo que
estaba viviendo en ese preciso instante: ¡hablando con un monumento! Y a mí me
gusta la voz de El Mago. le dije que sí, que mañana vendríamos a
tomar mate con él.
–Chas
gracias amigo; acá lo espero –respondió risueño.
Al
mirar a mi compañera vi que venía feliz mirando las fotos que había sacado.
–¡Saliste
muy bien! Te saqué varias para que elijas la que te guste más.
Al
verlas me doy cuenta que estoy siempre en la misma posición y que las fotos
fueron tomadas desde distintos ángulos. De mis movimientos alrededor del busto
o de mi charla con El Mago, ¡ni rastros! Le pregunté si no me había
visto moverme y hablar con alguien. Me dijo que no, que solamente me había
puesto en pose y muy quietito; ah, en un momento había mirado la hora.
Consulté
mi reloj y comprobé que habían pasado apenas 30 segundos de las cinco menos cuarto.
Le dirigí una mirada al busto, le hice un guiño y abrazado a mi compañera
terminamos de cruzar el bulevar mientras le proponía que al otro día viniésemos
a tomar mate con bizcochitos al pie del monumento.
Diálogos del arrabal ISBN 978-987-46957-4-1 Braulio Senda