Me acuerdo, fue en Balvanera,
en una noche lejana,
que alguien dejó caer el nombre
de un tal Jacinto Chiclana.
Algo se dijo también
de una esquina y un cuchillo.
Los años no dejan ver
el entrevero y el brillo.
Jorge
Luis Borges
Desde aquella tarde de
mi encuentro con Floreal Ramírez, del que aún no salgo de mi asombro, opté por
frecuentar aquel bar al menos una vez al mes y me siento en una mesa junto a la
ventana que da a la Avenida Pavón a saborear un café.
Una
tardecita fresca de abril en que me encontraba corrigiendo unos manuscritos, lo
veo llegar a paso firme, entrar al bar y dirigirse directamente a mi mesa. Nos
saludamos con un fuerte apretón de manos. Se sentó, limpió su chambergo, como
era su costumbre, lo depositó en la silla contigua y esperó callado la llegada
del mozo con el café y la ginebra. Era el mismo guapo del 900 ¡en pleno Siglo
XXI!, solamente el mozo y yo lo podíamos ver. Después habló.
–Don Braulio, lo vi un par de veces por
acá, pero como no preguntó por mí, colegí que no tenía novedades de Correa.
–Así es Ramírez, ¡cómo si efectivamente
se lo hubiese tragado la tierra!
–¿Y qué anda leyendo entre tantos
papeles, si se puede saber?
–Estoy leyendo unas milongas que
escribió Borges, ¿oyó hablar de él?
–¡Cómo no, si fue vecino de mi amigo
Paredes!, escribe lindo, pero eso es apenas la mitad de la historia.
–Y, eso es parte de la literatura, dejar
un final abierto para que el lector lo complete.
–Ocurre que a veces es solamente una
suposición –afirmó con seguridad después de terminar su café.
–¿De qué o quién está hablando? –pregunté.
–De Jacinto Chiclana, yo le voy a contar
lo que pasó aquella noche –dijo y empinó su ginebra. Luego prosiguió:
–Él y yo nos cruzamos en un boliche de
Balvanera cuando lo andaba buscando a Correa. Pregunté por el susodicho en voz
alta y se hizo el silencio. De una mesa del fondo surgió una voz:
–Correa es un amigo de esta casa, ¿quién pregunta por él?
–Soy Floreal Ramírez y Correa tiene una
cuenta pendiente conmigo –respondí sin darme vuelta.
Se oyeron unos pasos acercándose
lentamente y la misma voz me dijo:
–Si le parece bien, yo me ofrezco a
pagar la deuda del amigo.
Me di vuelta despacio hasta enfrentarme
con los ojos serenos, firmes, de un verdadero guapo. Y como yo andaba rabioso
detrás de Correa acepté el convite.
Salimos, nos paramos bajo la luz de un
farol, pelamos los cuchillos y nos trenzamos en una pelea a punta y tajo.
Chiclana era guapo, rápido con el fierro y sin temor. No dejó en ningún momento
de mirarme a los ojos. Creo que nunca pensó en matarme; sólo quería saldar la
deuda del amigo, la pelea siguió sin tregua.
Cada lance me enardecía más y más,
pensando en Correa. En un momento le tiré un puntazo fiero; él retrocedió y por
esas cosas raras de la vida, tropezó y para recuperar el equilibrio no tuvo más
remedio que descuidar la guardia.
Como yo me había tirado a fondo, le
enterré el naife hasta el mango en el pecho. De sus labios no surgió ni un
quejido; pestañeó soltando el fierro, terminó de caer y continuó mirándome
hasta que dejó de resollar.
Después saqué el cuchillo de su pecho,
lo limpié con mi pañuelo porque no me atreví a hacerlo en su ropa, le cerré los
ojos, levanté su chambergo del suelo y con él tapé la herida. Le devolví el arma
a su mano y me fui cabizbajo, lamentando esa muerte. Así fue don Braulio como
sucedieron las cosas.
Al tiempo de irse se acomodó el funyi y
me dijo:
–Se agradece el convite, hasta la
próxima. –Se fue como había llegado, lentamente, en silencio, sin impresionar a
nadie más que al mozo y a mí.
Braulio Senda
Diálogos del arrabal ISBN 978 987 46957 4 1
MENCIÓN DE HONOR NARRATIVA 2020-2021 SADE
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