Avanzaba el auto por la carretera en dirección sudeste, el sol por detrás disminuía su color naranja rojizo sobre la línea de horizonte. El río Salado manso y casi gris, extendía su cauce entre matorrales que simulaban islotes.
El conductor decidió descansar y entró en una ciudad
bonaerense muy antigua y con historia de criollos aguerridos, el cartel de
entrada saludaba “Bienvenidos a la ciudad de Lobos”.
Buscó un hotel, se instaló cómodamente y después de un
baño reparador salió en busca de algún lugar donde comer. Dejó sus libros en el
bolso de viaje y en su morral solo llevó el tradicional cuaderno Gloria y la
birome azul, era un acopiador de historias cotidianas.
Caminó lento al tiempo que observaba la edificación,
algunas casas modernas, otras conservando un estilo más antiguo, todas bajas,
le agradó no toparse con edificios altos como en la ciudad de Buenos Aires.
Ahí se respiraba bien el aire puro, limpio de
estruendos y ruidos ciudadanos. Pronto sufrió una leve desilusión al
enfrentarse con un resto-bar, más adelante con un snack-bar y frente a la plaza
con un edificio de cinco pisos. Entonces cambió de rumbo y preguntó dónde se
ubicaba la zona más antigua de la ciudad:
-¿Ve ese semáforo? -le
indicó el kiosquero de la esquina- doble a la derecha, camine tres cuadras y
cruce la calle justo frente a una rotondita, siga un poco más, dos cuadras más
o menos y doble a la izquierda, ahí va a encontrar un boliche, de los de antes,
no se va a arrepentir mi amigo.
Saludó el cansado
conductor y sonrió por la forma de orientar que tienen los pueblerinos, porque
al fin y al cabo más que ciudad estaba caminando por calles de un pueblo de
campo.
Llegó al citado lugar
después de preguntar a otro vecino quien le indicó otro camino para llegar al
famoso Boliche del Recuerdo.
Fachada antigua,
ladrillos a la vista, puertas y ventanas de madera bien lijada y al natural,
postes con argollas de hierro sobre el cordón de la vereda para los otrora
caballos de la paisanada.
Sonrió otra vez y fue
muy entusiasmado directo al mostrador, un ancho y largo mostrador que lucía sus
años de uso, marcas de cigarros consumidos sobre la madera, algunos nombres
tallados a cuchillo, marcas varias y agujeros tapados con masilla. Todo era de
época, sillas, mesas, cuadros, adornos. Sacó fotos con su celular al tiempo que
el dueño le preguntaba:
-Hola, qué tal, ¿querés
tomar algo?
-Sí, sí, hola, buenas
noches, ¿que hay para comer?
Y le mostró una carta
más que suculenta con especialidades de la casa.
Eligió la mesa más
cercana a la ventana y pidió una picada de campo. No pudo con su genio y pronto
entabló conversación con el dueño; así se enteró que ese boliche había sido del
abuelo paterno del muchacho, en los años de 1900 era un almacén de ramos
generales, pero mucho antes su bisabuelo Ramón Montes era quien había levantado
esa casona donde atendía su boliche para copas y descanso de los viajeros, una
posta como se llamaba en tiempos idos, aunque muchas veces funcionaba como casa
de encuentros íntimos.
Ahora que están de moda
los almacenes de campo reciclados en boliches tipo resto-bar, el muchacho al
recibirlo en herencia lo acondicionó y hoy es el más visitado por vecinos y
turistas.
La conversación se fue
extendiendo y el cansado conductor ya había superado el dolor de cintura por
manejar tantos kilómetros en ruta, disfrutaba cada minuto en aquel espacio
lejano en el tiempo y tan cercano a sus inquietudes.
Volaba su imaginación
en el tradicional boliche lobense, cada rincón al que llegaban sus pupilas era
motivo de ensueño, de pronto escuchó galope de caballos seguidos de un grito de
alarma y se abrió la puerta de un saque a la vez que un gaucho se abalanzaba
sobre el mostrador casi sin aliento, el bolichero, de bigotes abundantes, boina
negra y camisa remangada hasta el codo, lo saludó algo desconfiado:
-Buenas y santas
Moreira, ¿le sirvo una ginebra?
-Nada de eso don Ramón,
déjeme pasar pal fondo que me viene persiguiendo la milicada pa achurarme -ahí nomás saltó el mostrador y huyó hacia el patio de atrás.
El bolichero quedó con
la botella de ginebra en una mano y un vaso en la otra mientras una media
docena de milicos también saltaban el mostrador rumbo al fondo.
Tiros de revolver, de
fusil, forcejeos y un grito desgarrador rompió el silencio nocturnal.
La noche temprana fue
testigo de un bayonetazo que Moreira recibió en sus riñones y la tapia se cubrió de sangre mientras la
tierra apenas fría y húmeda, recibía el cuerpo del perseguido que en una
demostración más de su guapeza, intentaba defenderse sin éxito con su facón.
El murmullo de los
parroquianos que rodeaban el boliche para chusmear obnubiló al ocasional
turista, ahora su gesto era serio, dubitativo y pensante.
-Y ¿qué tal la picada,
le traigo algo más? -le preguntó el joven dueño.
-No gracias, está bien
así.
Terminó de comer hasta
el último trozo de salame y queso, después de pagar yendo al inmenso mostrador
de rústica madera, lo acarició tiernamente y emprendió el regreso al hotel,
pero antes de retirarse largó una mirada obsesionada hacia la puerta trasera,
seguía intrigado.
Al llegar sacó del
morral su cuaderno de anotaciones y empezó a escribir esta historia con muchos
más detalles, le quedaban datos por averiguar sobre la localidad de Lobos en la
provincia de Buenos Aires. Por la mañana retomaría su viaje de investigación
sobre la historia de hombres que marcaron una época en nuestro país.
Stella Maris Zamora
Encuentros de café II ISBN 978-987-46957-0-3
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