martes, 6 de octubre de 2020

El acopiador de historias

       Avanzaba el auto por la carretera en dirección sudeste, el sol por detrás disminuía su color naranja rojizo sobre la línea de horizonte. El río Salado manso y casi gris, extendía su cauce entre matorrales que simulaban islotes.

El conductor decidió descansar y entró en una ciudad bonaerense muy antigua y con historia de criollos aguerridos, el cartel de entrada saludaba “Bienvenidos a la ciudad de Lobos”.

Buscó un hotel, se instaló cómodamente y después de un baño reparador salió en busca de algún lugar donde comer. Dejó sus libros en el bolso de viaje y en su morral solo llevó el tradicional cuaderno Gloria y la birome azul, era un acopiador de historias cotidianas.

Caminó lento al tiempo que observaba la edificación, algunas casas modernas, otras conservando un estilo más antiguo, todas bajas, le agradó no toparse con edificios altos como en la ciudad de Buenos Aires.

Ahí se respiraba bien el aire puro, limpio de estruendos y ruidos ciudadanos. Pronto sufrió una leve desilusión al enfrentarse con un resto-bar, más adelante con un snack-bar y frente a la plaza con un edificio de cinco pisos. Entonces cambió de rumbo y preguntó dónde se ubicaba la zona más antigua de la ciudad:

-¿Ve ese semáforo? -le indicó el kiosquero de la esquina- doble a la derecha, camine tres cuadras y cruce la calle justo frente a una rotondita, siga un poco más, dos cuadras más o menos y doble a la izquierda, ahí va a encontrar un boliche, de los de antes, no se va a arrepentir mi amigo.

Saludó el cansado conductor y sonrió por la forma de orientar que tienen los pueblerinos, porque al fin y al cabo más que ciudad estaba caminando por calles de un pueblo de campo.

Llegó al citado lugar después de preguntar a otro vecino quien le indicó otro camino para llegar al famoso Boliche del Recuerdo.

Fachada antigua, ladrillos a la vista, puertas y ventanas de madera bien lijada y al natural, postes con argollas de hierro sobre el cordón de la vereda para los otrora caballos de la paisanada.

Sonrió otra vez y fue muy entusiasmado directo al mostrador, un ancho y largo mostrador que lucía sus años de uso, marcas de cigarros consumidos sobre la madera, algunos nombres tallados a cuchillo, marcas varias y agujeros tapados con masilla. Todo era de época, sillas, mesas, cuadros, adornos. Sacó fotos con su celular al tiempo que el dueño le preguntaba:

-Hola, qué tal, ¿querés tomar algo?

-Sí, sí, hola, buenas noches, ¿que hay para comer?

Y le mostró una carta más que suculenta con especialidades de la casa.

Eligió la mesa más cercana a la ventana y pidió una picada de campo. No pudo con su genio y pronto entabló conversación con el dueño; así se enteró que ese boliche había sido del abuelo paterno del muchacho, en los años de 1900 era un almacén de ramos generales, pero mucho antes su bisabuelo Ramón Montes era quien había levantado esa casona donde atendía su boliche para copas y descanso de los viajeros, una posta como se llamaba en tiempos idos, aunque muchas veces funcionaba como casa de encuentros íntimos.

Ahora que están de moda los almacenes de campo reciclados en boliches tipo resto-bar, el muchacho al recibirlo en herencia lo acondicionó y hoy es el más visitado por vecinos y turistas.

La conversación se fue extendiendo y el cansado conductor ya había superado el dolor de cintura por manejar tantos kilómetros en ruta, disfrutaba cada minuto en aquel espacio lejano en el tiempo y tan cercano a sus inquietudes.

Volaba su imaginación en el tradicional boliche lobense, cada rincón al que llegaban sus pupilas era motivo de ensueño, de pronto escuchó galope de caballos seguidos de un grito de alarma y se abrió la puerta de un saque a la vez que un gaucho se abalanzaba sobre el mostrador casi sin aliento, el bolichero, de bigotes abundantes, boina negra y camisa remangada hasta el codo, lo saludó algo desconfiado:

-Buenas y santas Moreira, ¿le sirvo una ginebra?

-Nada de eso don Ramón, déjeme pasar pal fondo que me viene persiguiendo la milicada pa achurarme -ahí nomás saltó el mostrador y huyó hacia el patio de atrás.

El bolichero quedó con la botella de ginebra en una mano y un vaso en la otra mientras una media docena de milicos también saltaban el mostrador rumbo al fondo.

Tiros de revolver, de fusil, forcejeos y un grito desgarrador rompió el silencio nocturnal.

La noche temprana fue testigo de un bayonetazo que Moreira recibió en sus riñones y la tapia se cubrió de sangre mientras la tierra apenas fría y húmeda, recibía el cuerpo del perseguido que en una demostración más de su guapeza, intentaba defenderse sin éxito con su facón.

El murmullo de los parroquianos que rodeaban el boliche para chusmear obnubiló al ocasional turista, ahora su gesto era serio, dubitativo y pensante.

-Y ¿qué tal la picada, le traigo algo más? -le preguntó el joven dueño.

-No gracias, está bien así.

Terminó de comer hasta el último trozo de salame y queso, después de pagar yendo al inmenso mostrador de rústica madera, lo acarició tiernamente y emprendió el regreso al hotel, pero antes de retirarse largó una mirada obsesionada hacia la puerta trasera, seguía intrigado.

Al llegar sacó del morral su cuaderno de anotaciones y empezó a escribir esta historia con muchos más detalles, le quedaban datos por averiguar sobre la localidad de Lobos en la provincia de Buenos Aires. Por la mañana retomaría su viaje de investigación sobre la historia de hombres que marcaron una época en nuestro país.

                                                         Stella Maris Zamora

Encuentros de café II       ISBN 978-987-46957-0-3