Avanza la comparsa con su paso lento sobre el empedrado de
las callecitas de San Telmo. Las alpargatas al pisar los adoquines marcan la
tónica del compás y las rodillas al levantarse, la síncopa de esta melodía
llamada candombe. Las manos suben y bajan golpeando las lonjas, con la cadencia
de cada tambor, alternándose con los golpes de los palos, los que unas veces
pegan en la madera y otras -la mayoría- en los cueros templados a fuego.
¿Tambor o tamboril? En realidad, tamboril es la definición
culta de los instrumentos de percusión unimembranófonos, ¡los que tienen un
solo cuero, bah! Desde que yo recuerdo, los morenos los llamaron simplemente
tambores. Y, es más, es tal la relación del hombre con el instrumento que el
percusionista se llama a sí mismo, ¡tambor! ¡Eso está bueno! ¡Hay plena
identificación entre el músico y su instrumento!
Es cierto que los tambores rioplatenses no son iguales a sus
ancestros africanos. Allá los hacían ahuecando troncos de árboles y por estos
lares aprovecharon los toneles rotos para armarlos. Según varía el diámetro,
cambia el sonido que producen.
¡Parejitas las filas! Cada una es en sí misma una cuerda de
tambores; tres “chicos” al medio, un “piano” en un extremo y un “repique” en el
otro. ¡Mano y palo haciendo sonar los cueros, cuadra tras cuadra! Los pies se
mueven con pasos cortos, izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Siempre con la
misma cadencia; no importa si el ritmo es muy vivo, los pies avanzan con pasos
cortos. Es parte del reconocimiento a los padres del candombe, los esclavos que
llegaron de lugares remotos como Angola y Senegal; con cadenas que engrillaban
los tobillos, sus primeros pasos en esta tierra necesariamente debieron ser
cortos, muy cortos…
Las alpargatas… ¡ah, las alpargatas también tienen su
historia! Si mal no recuerdo, allá por 1760 para la celebración del Corpus
Christi en Montevideo se instó a los esclavos a participar. Como la mayoría de
ellos andaban simplemente “en pata”, el Cabildo los proveyó de alpargatas,
porque al final de cuentas se trataba de una procesión religiosa y no sería
bien visto que los esclavos desfilaran descalzos. ¡Así es que las alpargatas
tienen mucho que ver con el candombe! Alpargatas negras y cintas blancas
adornando las piernas hasta las rodillas. Dicen algunos que las cintas son el
recordatorio de las cicatrices de los latigazos con que trataban a los esclavos.
¡Y los candomberos las lucen con orgullo! Bueno, algunos, los más viejos
quizás. Los más jóvenes, si no preguntan, ni se enteran de la razón de las
cintas; a lo mejor les parece un adorno más.
La cuerda ahora pasa frente a un referente del candombe.
Para homenajearlo, se detiene, gira su formación hasta quedar de frente a él y
comienza a subir el volumen del toque y a aumentar el ritmo hasta que las manos
desarrollan su máximo de velocidad. Cuando el homenajeado agradece la
distinción con una inclinación de cabeza, o saludando con su mano y una
sonrisa, la cuerda “hace un corte” interrumpiendo al unísono su melodía y
comienza nuevamente a modular su toque ahora con un ritmo lento, tras lo cual,
retoma su caminar. Reconocer a alguien y distinguirlo de esta manera es una de
las experiencias más emocionantes para una comparsa.
Después de una larga caminata a palo y lonja, llegamos al
final del recorrido. Nuestra parte en la “Llamada del Tambor” está cumplida. El
último homenaje es para nosotros mismos. Los tambores rompen la formación
dejando en medio un espacio para que se sume el cuerpo de baile. En el “in
crescendo” final, la adrenalina parece brotar por los poros, y la comparsa toda
se sume en una vorágine emocional que parece no tener límites. Pero todo
comienzo tiene su respectivo final, y después del corte, ajenos al
reconocimiento del público que estalla en un aplauso maravilloso, comienzan los
abrazos y los besos entre todos. Los tambores -los de madera y cuero- quedan a
un costado esperando que los otros tambores -los de carne y hueso- terminen con
las efusividades.
Yo, que estoy de pie sobre la vereda y recostado a la pared,
miro de reojo a mis compañeros y también quisiera unirme en un abrazo a ellos,
pero ¿saben qué? Los tambores -los de madera- no tenemos brazos para ceñirnos a
otros tambores.
De Ternas y trilogías ISBN 978-987-28908-5-8