lunes, 17 de febrero de 2020

La cuerda


     Avanza la comparsa con su paso lento sobre el empedrado de las callecitas de San Telmo. Las alpargatas al pisar los adoquines marcan la tónica del compás y las rodillas al levantarse, la síncopa de esta melodía llamada candombe. Las manos suben y bajan golpeando las lonjas, con la cadencia de cada tambor, alternándose con los golpes de los palos, los que unas veces pegan en la madera y otras -la mayoría- en los cueros templados a fuego.
     ¿Tambor o tamboril? En realidad, tamboril es la definición culta de los instrumentos de percusión unimembranófonos, ¡los que tienen un solo cuero, bah! Desde que yo recuerdo, los morenos los llamaron simplemente tambores. Y, es más, es tal la relación del hombre con el instrumento que el percusionista se llama a sí mismo, ¡tambor! ¡Eso está bueno! ¡Hay plena identificación entre el músico y su instrumento!
     Es cierto que los tambores rioplatenses no son iguales a sus ancestros africanos. Allá los hacían ahuecando troncos de árboles y por estos lares aprovecharon los toneles rotos para armarlos. Según varía el diámetro, cambia el sonido que producen.
     ¡Parejitas las filas! Cada una es en sí misma una cuerda de tambores; tres “chicos” al medio, un “piano” en un extremo y un “repique” en el otro. ¡Mano y palo haciendo sonar los cueros, cuadra tras cuadra! Los pies se mueven con pasos cortos, izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Siempre con la misma cadencia; no importa si el ritmo es muy vivo, los pies avanzan con pasos cortos. Es parte del reconocimiento a los padres del candombe, los esclavos que llegaron de lugares remotos como Angola y Senegal; con cadenas que engrillaban los tobillos, sus primeros pasos en esta tierra necesariamente debieron ser cortos, muy cortos…
     Las alpargatas… ¡ah, las alpargatas también tienen su historia! Si mal no recuerdo, allá por 1760 para la celebración del Corpus Christi en Montevideo se instó a los esclavos a participar. Como la mayoría de ellos andaban simplemente “en pata”, el Cabildo los proveyó de alpargatas, porque al final de cuentas se trataba de una procesión religiosa y no sería bien visto que los esclavos desfilaran descalzos. ¡Así es que las alpargatas tienen mucho que ver con el candombe! Alpargatas negras y cintas blancas adornando las piernas hasta las rodillas. Dicen algunos que las cintas son el recordatorio de las cicatrices de los latigazos con que trataban a los esclavos. ¡Y los candomberos las lucen con orgullo! Bueno, algunos, los más viejos quizás.           Los más jóvenes, si no preguntan, ni se enteran de la razón de las cintas; a lo mejor les parece un adorno más.
     La cuerda ahora pasa frente a un referente del candombe. Para homenajearlo, se detiene, gira su formación hasta quedar de frente a él y comienza a subir el volumen del toque y a aumentar el ritmo hasta que las manos desarrollan su máximo de velocidad. Cuando el homenajeado agradece la distinción con una inclinación de cabeza, o saludando con su mano y una sonrisa, la cuerda “hace un corte” interrumpiendo al unísono su melodía y comienza nuevamente a modular su toque ahora con un ritmo lento, tras lo cual, retoma su caminar. Reconocer a alguien y distinguirlo de esta manera es una de las experiencias más emocionantes para una comparsa.
     Después de una larga caminata a palo y lonja, llegamos al final del recorrido. Nuestra parte en la “Llamada del Tambor” está cumplida. El último homenaje es para nosotros mismos. Los tambores rompen la formación dejando en medio un espacio para que se sume el cuerpo de baile. En el “in crescendo” final, la adrenalina parece brotar por los poros, y la comparsa toda se sume en una vorágine emocional que parece no tener límites. Pero todo comienzo tiene su respectivo final, y después del corte, ajenos al reconocimiento del público que estalla en un aplauso maravilloso, comienzan los abrazos y los besos entre todos. Los tambores -los de madera y cuero- quedan a un costado esperando que los otros tambores -los de carne y hueso- terminen con las efusividades.
     Yo, que estoy de pie sobre la vereda y recostado a la pared, miro de reojo a mis compañeros y también quisiera unirme en un abrazo a ellos, pero ¿saben qué? Los tambores -los de madera- no tenemos brazos para ceñirnos a otros tambores.


De Ternas y trilogías      ISBN 978-987-28908-5-8

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