jueves, 26 de abril de 2018

¡QUÉIJO!

          Iba circulando a marcha regular por una calle del barrio, cuando el auto que me precedía pone el giro a la derecha y al llegar a la esquina dobla a la izquierda. ¡Menos mal que yo no doblaba y no intenté pasarlo! ¡Si no, se la ponía en una puerta! Lo primero que se me ocurrió fue largarle una puteada que intentó ser interminable pero que resultó muy breve. Es que en medio de la feroz alocución me acordé de mi tío Miguel y su palabra mágica: ¡QUÉIJO! La verdad es que pronuncié la palabreja y me reí con ganas recordando las muchas vivencias que compartí con él durante mi infancia.
          El tío Miguel era soltero a los cuarenta. La abuela decía que ya era un verdadero “solterón”. Vivía solo y era el único en la familia que tenía auto. No era un cero km pero andaba cerca. Dos o tres veces al mes venía a pasar el domingo con nosotros en casa. ¡Ese día no comíamos asado, comíamos vacío, bondiola y mollejas! Las compras las hacía el tío y nos llevaba en el auto a mis primos -que vivían a tres cuadras- a mi hermana Patricia y a mí. En el auto nos teníamos que portar requetebién; si teníamos las zapatillas embarradas debíamos subir descalzos. Siempre nos compraba golosinas que repartía recién al volver a casa, ¡no fuera a ser que le ensuciáramos el auto con papelitos!
          Nunca íbamos directo a la carnicería. Primero nos daba una vuelta por el barrio. Le gustaba mucho conversar con nosotros y enseñarnos los “secretos de la vida”. Era un tipo muy jovial, de risa fácil. Era muy prudente al manejar, pero a veces le pedía permiso a mi viejo y nos llevaba a dar una vuelta por la ruta. Ahí nos hacía cerrar las ventanillas y aceleraba hasta llegar a los cien Km/h, para que disfrutáramos de la velocidad; siempre nos decía: “a la velocidad hay que gozarla, pero respetándola y respetando a los demás”.
          Cuando otro conductor hacía una maniobra brusca o doblaba sin avisar con las luces, el tío Miguel tocaba el freno -suavemente, si podía- y exclamaba ¡QÉIJO! Después seguía hablando como si nosotros entendiéramos de lo que se trataba. ¡Pero se dieron cuenta lo que hizo ese papanata! ¡¿Dónde aprendió a manejar?! ¡A no… éste compró el registro! No… no… así no, amiguito; hay que poner el guiño antes de doblar. Por supuesto que nosotros no entendíamos nada de lo que hablaba, pero nos causaban gracia las palabras del tío.
     Cierta vez, mi prima Melisa le preguntó el significado de esa palabra. Él le contestó que era una palabra mágica que le había enseñado un viejo chamán y que servía para evitar accidentes y si el conductor al que iba dirigida tenía un corazón receptivo, podía educarlo en la técnica del manejo de automóviles. ¿Mágica, tío?, preguntó nuevamente mi prima. ¡Si, sí, mágica!, respondió él, ¿o acaso alguna vez que la pronuncié nos pasó algo? ¡Y… no!, pero, ¿mágica?, dijo mi hermana. ¡Qué!, ¿no le creen al tío Miguel? ¿Alguna vez les mentí? ¡A ver… a ver… hablen… digan si me equivoco! Los varones nos miramos y contestamos al unísono: ¡No, tío, no! Es que nosotros sí creíamos en las palabras mágicas; en tanto las nenas -Patricia y Melisa- se miraron con gesto de resignación, alzaron un poco los hombros y mi hermana le contestó: -Y… no, tío… Tenés razón.- Pero la verdad es que no le creían nada.
          ¡Pero qué gil que soy! ¿Cómo no me dí cuenta lo que quería decir? ¡Si está clarísimo! Quéijo era lo que nosotros oíamos, pero sin duda decía: ¡Qué hijo de pu..! Jajaja… ¡Mañana lo voy a visitar y a contarle que su palabra mágica aún funciona! Jajajaj! 

Del libro "Ternas y trilogías"   ISBN 978-987-28908-5-8

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