Floreal
Ramírez espera de pie junto a la puerta del despacho. Juguetea nervioso con el
ala del chambergo. El abogado lo ignora hasta terminar con sus papeles. Después
se recuesta en el mullido respaldo, cruza las manos detrás de la nuca y mira
fijamente al malevo.
-Usted me
mandó llamar, Dotor…
-Aha. Me
fallaste en el primer trabajo que te encargué, pero te voy a dar otra oportunidad.
-Diga
nomás.
-Quiero que lo busques a
Correa. Pero no quiero que lo vuelvas a enfrentar, ¿me entendés? Lo buscás con
disimulo y cuando lo encuentres me avisas dónde se esconde. No te hagas ver. De
lo demás, me encargo yo.
-Pero…
-¡Ningún
pero! ¡Ah, y cambiate esa ropa de malevo, que te delata de lejos! Ahora vas a
ser un investigador, ¿nos entendemos?
-Como mande,
patrón…
Al
retirarse el malevo, el Doctor pone delante de sus ojos la palma de la mano izquierda,
donde siente latir la cicatriz cada vez que piensa en el taura que lo marcó.
Cierra y abre la mano tres veces, abre el cajón y empuña el revólver; lo sopesa,
estira el brazo apuntando a la puerta. No le tiembla el pulso pero le duele la
herida…
El tiempo
continuó con su devenir permanente. Floreal Ramírez se dedicó con ahínco a su
trabajo. Buscó a Correa una y otra vez por cuanto piringundín y aguantadero de
Barracas al Sur había. Después siguió su búsqueda por Barracas, Balvanera,
Pompeya, Mataderos, pero sin ningún resultado. Buscó también por Liniers y por
el Delta, pero ¡nada que hacer! A Correa se lo había tragado la tierra…
Sus noches
terminaron por ser largas horas de insomnio, haciendo de la ginebra su única
compañía. Recostado en la cama pasaba las horas bebiendo, fumando y mascullando
maldiciones sobre su mala suerte. Mientras el odio saturaba sus emociones, la
cicatriz en la frente se hinchaba, aumentando su desazón.
-¿Dónde carajo te metiste, Correa? ¡Te
la tengo jurada y el dotor no me va a parar cuando te encuentre!
Años
después viajó a Córdoba a ver si el mentado se había ido con alguno de los viejos
enemigos del patrón. También fue hasta Mendoza siguiendo una pista que resultó
falsa. Siempre con igual resultado: ¡nadie aportaba datos que valieran la pena!
Y los
tiempos fueron cambiando. Los viejos cuchilleros dejaron de ser de utilidad
para los políticos. Nuevos vientos comenzaron a soplar. Pero para el malevo
Ramírez las cosas comenzaron a mejorar. Su aire de matón, que el cambio de
vestuario no lograba disimular, ya no le era útil al patrón, pero aún así ¡y
vaya a saber uno porqué!, le consiguió un nuevo trabajo. Ahora es guardaespaldas
y chofer de un peso pesado del gremialismo. Buena plata y poco que hacer.
Extraña su vieja vida y le cuesta acostumbrarse al revólver en la sobaquera,
pero la mano viene buena y hay que aprovecharla.
Las horas transcurren lentas mientras espera
que su jefe termine con la reunión; monótonas, aburridas. No se puede entablar
relaciones con otros guardaespaldas, por razones de seguridad, según le
dijeron. “Y sí, el fulano conoce a sus enemigos ¡pero yo no!” masculla mirando
la llegada de otro personaje con dos robustos escoltas. Busca debajo del
asiento la petaca de ginebra, le da un beso, la vuelve a guardar. Saca de un
bolsillo del saco un trozo de cáscara de naranja y le da un mordisco para
neutralizar el olor de la ginebra que tiene prohibida beber. “¡Ja… si el trompa
supiera!” piensa con una sonrisa.
Mira con descaro el paso de una mujer.
“¡Cómo cambiaron las minas!” y piensa “¿Por qué no pude nunca aquerenciarme con
una percanta? ¿Será que soy maula pa’l amor? No sé lo que es la ternura; mi
vieja se murió cuando yo era purrete y el viejo, borracho y timbero, nunca me
dio bola. Por eso gané la calle en cuanto pude y a los golpes me hice malevo.
¿Y qué tengo ahora? Un laburo bastante piola, una pieza de pensión… ¡y éste
odio que me come las tripas!” Y vuelve a tocar la cicatriz de su frente.
De mi libro Noches... ISBN 978-987-28908-1-0