jueves, 1 de octubre de 2015

MALEVO


Floreal Ramírez espera de pie junto a la puerta del despacho. Juguetea nervioso con el ala del chambergo. El abogado lo ignora hasta terminar con sus papeles. Después se recuesta en el mullido respaldo, cruza las manos detrás de la nuca y mira fijamente al malevo.
-Usted me mandó llamar, Dotor…
-Aha. Me fallaste en el primer trabajo que te encargué, pero te voy a dar otra oportu­nidad.
-Diga nomás.
-Quiero que lo busques a Correa. Pero no quiero que lo vuelvas a enfrentar, ¿me entendés? Lo buscás con disimulo y cuando lo encuentres me avisas dónde se esconde. No te hagas ver. De lo demás, me encargo yo.
-Pero…
-¡Ningún pero! ¡Ah, y cambiate esa ropa de malevo, que te delata de lejos! Ahora vas a ser un investigador, ¿nos entendemos?
-Como mande, patrón…
Al retirarse el malevo, el Doctor pone delante de sus ojos la palma de la mano iz­quierda, donde siente latir la cicatriz cada vez que piensa en el taura que lo marcó. Cie­rra y abre la mano tres veces, abre el cajón y empuña el revólver; lo sopesa, estira el brazo apuntando a la puerta. No le tiembla el pulso pero le duele la herida…
El tiempo continuó con su devenir perma­nente. Floreal Ramírez se dedicó con ahín­co a su trabajo. Buscó a Correa una y otra vez por cuanto piringundín y aguantadero de Barracas al Sur había. Después siguió su búsqueda por Barracas, Balvanera, Pompe­ya, Mataderos, pero sin ningún resultado. Buscó también por Liniers y por el Delta, pero ¡nada que hacer! A Correa se lo había tragado la tierra…
Sus noches terminaron por ser largas ho­ras de insomnio, haciendo de la ginebra su única compañía. Recostado en la cama pa­saba las horas bebiendo, fumando y mas­cullando maldiciones sobre su mala suerte. Mientras el odio saturaba sus emociones, la cicatriz en la frente se hinchaba, aumentan­do su desazón.
-¿Dónde carajo te metiste, Correa? ¡Te la tengo jurada y el dotor no me va a parar cuando te encuentre!
Años después viajó a Córdoba a ver si el mentado se había ido con alguno de los vie­jos enemigos del patrón. También fue hasta Mendoza siguiendo una pista que resultó falsa. Siempre con igual resultado: ¡nadie aportaba datos que valieran la pena!
Y los tiempos fueron cambiando. Los vie­jos cuchilleros dejaron de ser de utilidad para los políticos. Nuevos vientos comenza­ron a soplar. Pero para el malevo Ramírez las cosas comenzaron a mejorar. Su aire de matón, que el cambio de vestuario no lo­graba disimular, ya no le era útil al patrón, pero aún así ¡y vaya a saber uno porqué!, le consiguió un nuevo trabajo. Ahora es guar­daespaldas y chofer de un peso pesado del gremialismo. Buena plata y poco que hacer. Extraña su vieja vida y le cuesta acostum­brarse al revólver en la sobaquera, pero la mano viene buena y hay que aprovecharla.
     Las horas transcurren lentas mientras espera que su jefe termine con la reunión; monótonas, aburridas. No se puede entablar relaciones con otros guardaespaldas, por ra­zones de seguridad, según le dijeron. “Y sí, el fulano conoce a sus enemigos ¡pero yo no!” masculla mirando la llegada de otro perso­naje con dos robustos escoltas. Busca deba­jo del asiento la petaca de ginebra, le da un beso, la vuelve a guardar. Saca de un bolsillo del saco un trozo de cáscara de naranja y le da un mordisco para neutralizar el olor de la ginebra que tiene prohibida beber. “¡Ja… si el trompa supiera!” piensa con una sonrisa.

     Mira con descaro el paso de una mujer. “¡Cómo cambiaron las minas!” y piensa “¿Por qué no pude nunca aquerenciarme con una percanta? ¿Será que soy maula pa’l amor? No sé lo que es la ternura; mi vieja se murió cuando yo era purrete y el viejo, borracho y timbero, nunca me dio bola. Por eso gané la calle en cuanto pude y a los golpes me hice malevo. ¿Y qué tengo ahora? Un laburo bas­tante piola, una pieza de pensión… ¡y éste odio que me come las tripas!” Y vuelve a to­car la cicatriz de su frente.
De mi libro Noches... ISBN 978-987-28908-1-0

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