Agustín se pasea nerviosamente de una esquina a la otra. Su nerviosismo se debe a que es la primera vez en muchos años –demasiados talvez- que concurre a una cita romántica. No es un adolescente sino un adulto con unas cuantas cicatrices en su haber y sin embargo se siente inquieto, queriendo vanamente sosegar las palpitaciones de su corazón.
Mira la hora, compra caramelos, va y viene… Cuando finalmente la ve llegar con una sonrisa capaz de eclipsar la belleza del amanecer, siente que sus rodillas tiemblan, que su voz se estrangula en la garganta. Es que está bellísima, como no se la podía imaginar…
Después de decir las únicas palabras que logró articular: “¡Estás preciosa!”, se sientan a conversar con un café de por medio. Se conocieron circunstancialmente hace apenas seis semanas y es la primera vez desde entonces que se ven; hasta ahora solamente se comunicaron por teléfono.
Él es por naturaleza sensible e introvertido, pero mirando esos ojos que le robaron el sueño, va directo al grano y con palabras sencillas pero sinceras le dice que la citó para confesarle su amor. La sorpresa se refleja en el rostro de ella y un tenue rubor aflora en sus mejillas. El asombro parece resaltar su belleza y Agustín sonríe disfrutando ese momento, que será inolvidable para él.
_ ¡Cómo puede ser! ¡Tan así… tan de repente! ¡Apenas nos vimos una vez!
Estas palabras y el timbre vibrante y juvenil de su voz, le dan mayor seguridad a él, que aumenta el desconcierto del rostro amado al decir:
_ Cuando te vi por primera vez, quedé cautivo de tu mirada. La profundidad de tus ojos negros me invitaba a sumergirme en ellos y despertaron en mí, sentimientos jamás experimentados.
El tiempo parece transcurrir sin prisa y el diálogo avanza sobre temas íntimos de cada uno de ellos. Como viejos amigos hablan de sus tropiezos, de sus esperanzas, del pasado y del presente. No hacen planes, sino que se cuentan cosas y reflexionan sobre lo que consideran importante. Sus historias son historias de gente común, con alegrías y tristezas, con éxitos y fracasos, con esperanzas y desencuentros…
En todo momento Agustín la mira fijamente a los ojos, como sorbiendo la vida que de ellos parece brotar… Solamente desvía la mirada cuando ella sonríe, porque de esa sonrisa parece nutrirse el sol… No puede creer lo que está viviendo, cada gesto de ella le brinda felicidad!
Cuando cada uno debe volver a sus quehaceres, se despiden con el compromiso de volverse a encontrar y seguir edificando esa relación. La carga emotiva de Agustín como consecuencia de ese encuentro fue de tal magnitud que todo le parecía novedoso y se sintió nuevamente joven y con nuevas ganas de vivir, y de vivir en plenitud. Desconcertante como siempre, esa noche la llamó y le cantó una serenata por teléfono.
Durante un tiempo Agustín fue un hombre casi desconocido para sus amigos. Derrochaba optimismo, cantaba por la calle, escribía poemas, vivía sonriente; había cambiado su fría racionalidad por un sentimentalismo casi adolescente. A pesar de la amistad de muchos años que nos unía, nunca tomó en serio mis recomendaciones; él estaba convencido de que se había enamorado como nunca antes y que la fuerza y pureza de su amor eran más que suficientes para cambiar las situaciones más adversas.
A mis argumentos, con una sonrisa bonachona, contestaba invariablemente:
_ Nunca olvides que el Palo Borracho florece en otoño y el Lapacho en invierno!
Pero así como una vez sus caminos se encontraron y continuaron por un tiempo en la misma dirección, bien superpuestos o aparejados, algo sucedió que los separó y cada uno tomó un sentido diferente.
Cierta noche llaman a mi puerta y al abrir me encuentro con mi viejo amigo con barba de varios días, cosa rara en él, desaliñado, con una botella de champán en una mano y una copa en la otra.
_ Hola, necesito que me ayudes.
Por su forma de hablar noté que no estaba borracho y eso me tranquilizó un poco.
_ Por supuesto que si! Pero pasá por favor!
_ No, no, aquí afuera está bien…
Sirvió la copa hasta la mitad mientras un par de lágrimas corrían por sus mejillas y yo permanecía mudo en la puerta mirando sin entender lo que estaba sucediendo. Luego alzó la copa al cielo y contemplando la luna en su cuarto menguante dijo con voz entrecortada:
_ Brindo por ella!!! Por que sea muy feliz!!!
Mojó apenas sus labios en el líquido burbujeante y dejó caer la copa, que se hizo añicos contra la vereda. Bajó la mirada a los trozos de cristal y murmuró con tristeza:
_ Así, como esa copa, mi amor se hizo pedazos contra su indiferencia…
Después me miró, y alargándome la botella me pidió:
_ ¿Podrías levantar los vidrios por mí?
No pude articular palabras y asentí con la cabeza, tras lo cual se alejó con paso cansino, las manos en los bolsillos y susurrando una triste canción.
El tiempo continuó con su inexorable devenir y Agustín siguió adelante con su vida, sin tanta euforia, sin tanto amor, pero con los pies sobre la tierra, y lo que es más importante, sin nuevas amarguras.
Nunca supe el nombre de la causa de su dolor. Él tampoco lo mencionó, ni antes ni después de lo sucedido. Jamás volvió a hablar de ella, ni a brindar con champán…
Es extraño, pero cuando la conoció solía describirla con lujo de detalles, conocía cada peca, cada gesto, cada bucle de su pelo, pero nunca dijo su nombre. Recuerdo que después de su primera cita, al contarme su experiencia, sólo dijo que “para él, ella era el alba de un nuevo día”…
De mi libro "Historias cotidianas" 978-987-28908-0-3