Gritando
como para darse ánimo, los conjurados entraron en tropel a la galería. “El
pardo” recibió un disparo en
el hombro que lo tiró al
suelo. El cordobés respondió
el fuego y cayó “el Señor de
San José” con la cara ensangrentada. Entonces los asesinos descargaron sus puñales en el pecho del
odiado, una y otra vez.
Cumplido
el asesinato, Moncho huyó a
todo galope. Iba recordando
la cara desfigurada y la sangre brotando por las heridas del pecho de quien
manejaba los destinos de Entre Ríos hasta ese momento. Resonaban en sus oídos las palabras del
viejo que abandonó la partida perdonándole la vida la noche anterior: “Yo no despeno a los que galopiamos juntos”.
Se
detuvo a la vera de un
arroyo, cuando ya el caballo estaba
apunto de reventar, con el
rostro desencajado. No utilizó su facón, emblema de su condición de gaucho,
sino el cuchillo que robara en el despacho de Rosas años atrás para apuñalar a
quien fuera su patrón y jefe en más de una ocasión. Sacó el arma de la cintura y observó que aún goteaba sangre. Como loco se echó de bruces en la orilla para lavarlo en
el agua clara. De inmediato se formó
un cordón de sangre que fluía sin
disiparse en medio de la corriente.
Al
ver lo que sucedía retiró el fierro del arroyo a la par que soltaba un ronco
alarido. De la hoja del acero manaban
gotas de sangre. Con angustia lo limpió en una mata de pasto, la cual comenzó a secarse de inmediato.
—¡Noooo! —gritó con desesperación y devolvió el cuchillo a la vaina.
Luego, mientras retumbaban en
sus oídos las palabras “Yo no
despeno a los que galopiamos juntos”
cayó a tierra sumido
en un profundo desmayo.
Cuando el sol ya estaba asomando con un concierto de trinos y el murmullo manso del arroyo buscó su caballo,
montó despacio y se alejó al paso, sin rumbo, con la mirada
extraviada.
Lo
cierto es que, desde ese día nefasto, en ese lugar del arroyo no hay más peces
ni abrevan los animales y en el lugar donde limpió el cuchillo no crecen
siquiera los yuyos, la tierra se secó.
Moncho
se dedicó entonces a vagar sin rumbo, evitando siempre los poblados. De vez en
cuando se conchababa en algún arreo o se dedicaba al contrabando. Pero por lo
general deambulaba de aquí para allá, siempre al abrigo de la selva de Montiel.
Una
noche sintió que lo llamaban desde dentro del monte. Rastreó la entrada de una
picada y fue en busca de la voz misteriosa. Al llegar a un claro, donde la luna
llena alumbraba a pleno, vio a Don Justo parado con los brazos en jarra, de
poncho y galera mirándolo fijamente. El caballo se asustó y quiso recular, pero
él lo sujetó con firmeza y lo
calmó con unas palmadas en el pescuezo; desmontó, ató el cabestro a una rama
baja y sacó el cuchillo asesino de entre las caronas. Al mirar el arma vio que de la hoja brotaban nuevamente gotas de sangre, ¡de
la del asesinado a quien sin embargo tenía ahí, al alcance de la mano! Dirigió la vista al finado, o espectro, que lo miraba con una gran sonrisa burlona.
De
tres zancadas llegó hasta el
Señor de San José y con toda su fuerza le clavó el cuchillo en el corazón. Por toda respuesta, el ahora dos veces
asesinado estalló en una
carcajada haciendo vibrar el mango del arma que sobresalía del poncho.
Una
vez más el Moncho huyó a todo
galope, dejando esta vez
clavado el cuchillo en el pecho de quien se suponía muerto, mientras lo perseguía una risotada sarcástica obligándolo a espolear
desaforadamente su caballo hasta perderse en el horizonte.
Nadie
sabe a ciencia cierta qué fue de su vida. Las viejas de la zona dicen que se
convirtió en un alma en pena y que su destino es ahora vagar eternamente sin
rumbo. Cuentan que las noches
de luna llena se puede oír el galope vertiginoso de su caballo y un alarido que
pone los pelos de punta. Nadie lo ha visto, pero concluyen que se trata de él.
Aquellos despistados que se arriman al monte de noche, afirman haber visto una luz mala moverse
entre los árboles y oído una risita socarrona, pero nadie se atrevió a
investigar.
Braulio Senda
El filo de la Historia ISBN 978 987 46957 4 1
FAJA DE HONOR NOVELA 2022 SADE