miércoles, 4 de diciembre de 2019

El zorzal



Son las siete o siete y media de una mañana de diciembre. Mientras la manguera refresca, humedece y empapa el pasto del fondo de la casa, preparo el mate y disfruto de las primeras caricias del sol que invade la cocina a través de la ventana. Los caminos de las hormigas se inundan con el agua fresca y yo − después del primer beso a la bombilla− recorro con la vista, palmo a palmo, el terreno ante mis ojos, gozando del panorama tantas veces visto y nunca igual a la vez anterior; descubriendo flores, tallos que se mueven con la brisa.

     En un momento, quedo ensimismado contemplando el brillo del sol que reverbera en los hilos de agua, cuando sorbo muy lentamente mi mate. De pronto, se corporiza una sombra que se descuelga de la umbría fronda entretejida entre el laurel y el ciruelo, y se posa junto a un pequeño charco formado por la abundancia del riego… pecho marrón rojizo… un zorzal… 

     Después de mirar en todas direcciones y dar cuatro o cinco pasos hacia un lado y luego hacia el otro, se arrima sigilosamente al charco y, tras otear una vez más en todas direcciones, de un salto entra al agua y moja su pecho mientras mueve las alas y airea las plumas de su pechera. Sale del agua, aletea con fuerza, acomoda sus plumas con el pico… y ¡vuelta al agua! Después de su baño, da un par de zancadas largas seguidas de cuatro o cinco pasos cortitos y se detiene a mirar el suelo, con un ojo primero, con el otro después.

        Sonrío al ver la pose del cazador y, sin darme cuenta, termino el mate despacito, trato de que la bombilla no chiste, temiendo que ese ruido pueda espantarlo. Hormigas no se ven, pero el exceso de agua hace salir a la superficie las lombrices; pronto, caza una con su largo pico y vuela hasta una rama a degustar su desayuno. Al rato desciende planeando nuevamente cerca del charco y otra vez a buscar una  presa. Después se posa en el muro de frente al sol y prolijamente acicala su plumaje. Cuando termina la tarea, en una suerte de acrobacia aérea, desaparece entre el follaje.

     Por un momento, quedo absorto pensando si será el mismo que todas las madrugadas me roba el sueño con la agudeza de su canto. Puede ser que sí y puede ser que no… ¿Será el mismo o no lo será? No es mi zorzal, es un ave libre; pero es el zorzal que eligió vivir entre nosotros en el árbol del fondo de la casa y es el que me alegra con su presencia, aunque robe mi sueño cada día, apenas antes del amanecer.


ENCUENTROS DE CAFE    ISBN 978-987-28908-6-5

miércoles, 20 de febrero de 2019

MORENOS, CAPÍTULO III


            La familia se encuentra de sobremesa después de un día agitado por las noticias, malas noticias que trascendieron del el avance del llamado Ejército Grande sobre Buenos Aires. Para aliviar la tensión ya que la decisión de abandonar la ciudad fue tomada, Rosendo pregunta por viejas historias familiares.

            Cirilo se sonríe y comienza a contar:
-Cuando llegué a Los Cerrillos no sabía más que montar a caballo. De gurí hacía velas, de muchacho también las vendía para el amo; y de mozo me escapé con los Pardos y Morenos que desertaron  para luchar por la libertad así que lo único que sabía hacer era lancear y despenar cristianos. Me arrimé a la estancia al atardecer cuando la peonada estaba comiendo. La mujer que me atendió limpiándose las manos en el delantal, cuando le dije que andaba buscando a un tal Ciriaco, mirándome de arriba abajo gritó:
-Ciriaco, te anda buscando una sombra.
Y se quedó mirando fijo con los brazos en jarra y las piernas separadas, como diciendo “Aquí no entrás.” Entonces apareció el Ciriaco diciendo –¿Que me busca, quién?
Al verme lanzó una carcajada y se vino extendiéndome la mano.
-¡Tizón, apareciste! ¡Y bien montao asigún veo!
-Vine a devolverle su facón y a darle las gracias- le respondí.
Me miró fijo, me dio un fuerte abrazo y dijo: “-No tenés nada que agradecerme a mí. Agardecele a Dios o a quién vos creás, a ése que nombrabas cuando te’ncontré, pero a mí no. Yo solo hice lo que cualquier gaucho bien nacido hubiera hecho.” Y pasándome un brazo por encima de los hombros me llevó adentro.
Cuando llegamos al comedor, la cara de todos era de asombro. Yo creo que era la primera vez que veían a Ciriaco hacer una demostración de algo más que sus risas en todo momento.
-¡No pongan esa cara! Les presento a un gaucho que ha vencido a la mesma muerte, el Tizón ¡mi amigo! Y que desde hoy trabajará con nosotros.
Y Ciriaco me fue enseñando a ser un gaucho trabajador. Se rió de mí al verme montar en pelo y me dijo
–No, no, no, Tizón. En pelo montan los indios, los gauchos usamos apero.
Y así fui aprendiendo a poner sobre la sudadera, la jerga, la carona, los bastos, la cincha, el sobrepuesto y el cinchón. Cosas que no había tenido y que fui adquiriendo en la estancia. También me enseñó a usar el facón para el trabajo y para la defensa, el lazo y el talero para arriar y apartar ganado...

MORENOS, Capítulo III                                                            ISBN 978-987-28908-9-6