martes, 21 de agosto de 2018

Morenos, Capítulo II


CAPÍTULO II


Cirilo se recuesta con el chala en los labios y entrecerrando los ojos recuerda las palabras de su hijo, y éstas lo llevan lejos en el tiempo. Hasta aquella tarde en el arroyo Sauce de Luna, en 1820, cuando combatiendo a las órdenes de López “Chico” resultó herido. Durante la huida la pérdida de sangre lo debilitó de tal manera que en un montecito cerca del Rincón del Yuquerí le pidió autorización al correntino que lo dejara quedarse a retrasar todo lo que pudiera a la partida que los perseguía.
-¡No puedo dejarte a morir, chamigo!- fueron sus palabras.
-Ya estoy juga’o.- le respondí.
Me tendió una bota con agua y su carabina.
-Solo me quedan dos tiros y vos los podés aprovechar. ¡Apuntá bién que ésta no yerra!
Me dio un fuerte apretón de manos  y se alejó a todo galope. Pero también recuerda con una sonrisa que no se quedó solo. Tres Charrúas se quedaron con él.  ¡Solidarios, los indios!, pensó.
Mientras escupe el pucho rememora que apuntó  y disparó. Vio caer al primer jinete antes de oír tronar la carabina. Disparó el segundo tiro y tumbó a otro.  Arrojó  la carabina y dando gritos  atropelló la partida, que sorprendida por el ataque sofrenó su carrera. Lo seguían a corta distancia los tres Charrúas dando alaridos y levantando polvareda con los manojos de ramas que llevaban atadas a las cinchas. Pasada la sorpresa los enemigos se dividieron y mientras unos les hacían frente los demás reemprendieron la persecución. Los indios se detuvieron y agotaron sus flechas con certeza bajando enemigos; él siguió adelante y el choque a pesar de ser desparejo, resultó ¡tremendo! Guiando el caballo sólo con las piernas, con la izquierda descargó el trabuco para luego utilizarlo a modo de maza mientras la diestra manejaba la tacuara a punta y tajo. El caballo pechaba y giraba, pechaba y giraba mientras  él descargaba golpes a diestra y siniestra. Sangrando por pecho y espalda no cejaba en aquella danza de muerte. Pero la diferencia era demasiada.  Lanzas y sables se empeñaban en destruir su carne. Hasta que una bola perdida puso fin a la masacre.

-¡Que mandinga te rejunte, negro’el demonio!
Fueron las últimas palabras que oyó antes que un disparo le clavara el hombro al suelo. Después silencio y sombras, las sombras envolviéndolo todo.

Cirilo sacude la cabeza como queriendo apartar los recuerdos, se lava la cara con agua fresquita y se dispone a comenzar una nueva jornada. Unce la mula a la bordalesa con ruedas en el Alto de las carretas y emprende la marcha. Casi dos leguas deben recorrer hasta llegar al punto del arroyo Maldonado donde carga el agua para vender en la ciudad. En un remanso junto al monte ribereño, cuelga la roldana de la rama de un sauce y balde a balde va llenando la barrica gigante entretanto la mula pasta tranquilamente.
Mientras descansa su mente divaga y se pone a pensar en la leyenda del Maldonado. ¿Sería en este lugar donde comenzó? Es un buen refugio para un fugado. Y según dicen había jaguaretés por estos lados. Este pensamiento lo hace ponerse tenso y prestar atención. Instintivamente manotea el facón mientras pasa la vista por el derredor. Al darse cuenta de su actitud, sonríe y retoma su labor. -¡Y dia’nde jaguaretés, si hemos corrido al bicherío lejos!- dice en voz alta

Previo a  emprender la vuelta pica naco, arma un chala y antes de devolver el facón a la cintura lo acuesta sobre las dos manos observándolo. El sol reverbera en el acero iluminando su rostro moreno. Detiene su vista en el mango, donde perduran las iniciales de su antiguo dueño. Sonríe y vuelve a recordar.
Las sombras lo envolvían, densas, aplastándolo. Y en medio de esas sombras surgieron unos ojos color amarillo que infundían terror; la penumbra se convirtió en unas fauces de largos colmillos. Ese animal, feroz habitante de la selva africana del que le hablaran sus padres, se agazapó y saltó sobre él con sus garras afiladas por delante. De su garganta brotó un grito.
Orunmilá! ¡Orunmilá!- invocando a los dioses de sus padres.
-Juá, juá, juá… No, Tizón, yo no soy ese que’stás llamando. Soy el Ciriaco de Monte. ¡Pucha que habías sido duro p’al epiche! Juá, juá, juá.
Ésa era la voz del Ciriaco. ¡Así era él, purita risa pero machazo por demás! Vuelve el facón a la cintura y emprende el regreso.
El bamboleo del carro lo vuelve a sumir en sus recuerdos, en aquel día cuando Ciriaco y el Mencho Silva lo llevaron hasta el rancho de Ña Minga, quien entre yuyos y venceduras lo ayudó a recuperar la vida. Y recuerda que oyó la voz de Ciriaco diciéndole:
-Tizón, cuando te recuperes y necesites conchabo buscame en la Estancia “Los Cerrillos”, en San Miguel del Monte. Y como un gaucho no puede andar desarmado te dejo mi facón, juá, juá, juá… Ché vieja, cuidámelo bien al Tizón, que machos como éste ha de haber pocos.
Y así sin darse cuenta, acompañado por los recuerdos, cruzó el puente de madera sobre el viejo Camino de Las Lomas rumbeando a la ciudad.

MORENOS                                           ISBN N°978-987-28908-9-6