Homenaje al poeta Antonio Esteban Agüero.
Padre y Señor del bosque
¡Catedral de los pájaros!
Cantata del Abuelo Algarrobo
El matrimonio en la cocina observan a través de la ventana a su hijo, quien camina parsimoniosa-mente costeando la huerta. Se dirige al algarrobo centenario que habita en un rincón del solar familiar, casi recostándose a la sierra. Como cada domingo, después de regar la pequeña parcela de hortalizas y desayunar en familia, se dirige a pasar el resto de la mañana con su amigo bajo el árbol.
—Esteban, ¿hasta cuándo seguirá con esta historia del amigo? ¿No ves que habla solo, que no hay nadie con él?
—¡Tranquilízate, mujer! Los niños en general tienen un amigo invisible. Es cuestión de la edad. Después se les pasa…
—¡Si, pero ya es grande para tener un amigo invisible! ¿Y si consultamos con el pediatra?
—¡Bueno, bueno! Si eso te tranquiliza, mañana lo vamos a ver y que él nos aconseje.
Bajo el algarrobo se desarrolla otro diálogo, entre el niño y un anciano, muy anciano, sentados en la tierra y recostados al árbol.
—Abuelo Talcanco, ¡cuéntame otra vez la historia del algarrobo!
—Si me llamas abuelo, entonces el algarrobo es mi tatarabuelo… Antes que un ave o el viento sembrara la semilla en éste lugar, el bosque se llamaba tasigasta, porque estaba poblado de la enredadera (tasi); de la sierra, por aquella cañada, ya bajaba cantarín el ismiango y a su voz se sumaba el canto de la calandria y el zorzal, llamando a Inti (el sol) y a la chirigua. Ni bien la luz bañaba las copas de los árboles, tras sonora carcajada el hornero se ponía a trabajar justo una luna antes de la nidada. La Pachamama se paseaba feliz por estos lugares, donde no había alambrados, donde hombres y animales convivían en armonía. Cuando la simiente germinó, comenzó una larga lucha por sobrevivir. Lucha contra los fríos vientos del sur y del norte, contra las nieves trashumantes de julio y la sequía de enero, contra el rayo traicionero y sus fuegos. Fue una larga lucha hundiendo sus raíces más profundamente cada día y estirando sus brazos al cielo con fervor.
La pequeña mano acaricia las arrugas centenarias del árbol. El par de ojitos pardos se elevan hacia el ramaje que sostiene la luz y alberga un extraño coro de aves, que en su fronda hallan cobijo mientras el ojo avizor del halcón busca su presa. Semeja el ensayo de cada instrumento antes que la batuta del director llame a silencio. Cada uno lanza al aire su melodía: el Cardenal y el Reimoro, la eterna viajera y el Rundún, la Viudita y el Pecho colorado mientras el Cachilote busca nidos para robar y el Pájaro Carpintero marca el compás como queriendo encontrar el alma vegetal del árbol. Mientras loros y cotorras pretenden enseñar lenguas ya olvidadas, el anciano acariciando su Quipu de Amauta continúa su relato.
—Francisco Antonio construyó su rancho cerca del algarrobo, que ya era centenario. Aprendió el arte del hornero y construyó su nido de madera, barro y paja. Así el árbol le significó cobijo al rancho, y la casa a los hijos que vendrían.
—¿Quién era Francisco Antonio?
—Fue el fundador de tu estirpe, un criollo que bajó desde La Rioja, descendiente de los invasores castellanos.
—¡Pero mi casa no está cerca del árbol!
—Todo fue cambiando; lentamente pero sin cesar. El castizo desplazó al Kakán de los Diaguitas. El monte se fue raleando hasta que solo el algarrobo quedó en pie. El ismiango, que aún sobrevive, perdió casi todo su caudal. Sin monte, se fueron los animales y los criollos nos desplazaron. Llegó el ganado y los alambrados; se abrieron caminos y el padre de tu padre construyó la casa en donde está ahora, en donde tu naciste. El rancho primero estaba allí a tu izquierda donde tasi sobrevive y florece cada primavera. Allí Francisco Antonio plantó el horcón y la cumbrera que el monte le prestó. El cañaveral y la tierra le prestaron cañas y barro para las paredes, y el techo se lo prestó el pajonal.
El niño se pone de pie, se dirige al lugar y sus manitas acarician las flores, hasta que un picaflor aparece en escena buscando el dulce néctar. Entonces vuelve a la sombra protectora.
—¡Qué lindo se está aquí! ¡Cuánta sombra!
—Cuando el monte comenzó a morir, Pachamama le extendió los brazos al árbol tatarabuelo para ofrecer cobijo al pastor y su rebaño o a la tropa de carretas en un alto. Por las noches solitarias se reúnen a discutir presagios el Lechuzo y el Concón, el Alicuco y el Atajacamino, y a veces se suma al encuentro el invisible Piscu Yaco.
—¡Abuelo, el árbol parece la catedral de los pájaros! A mí no me asusta el canto del Atajacamino, pero mi mamá cuando lo oye no respira y se persigna. ¿Por qué es invisible el Piscu Yaco?
—Porque nadie lo vio jamás, solamente oyen su “piscuyaco…piscuyaco…” pero no lo ven.
—Abuelo Talcanco, ¿el Algarrobo vivirá siempre?
—No lo sé amiguito, no lo sé. Lo cierto es que hasta hoy, el Abuelo Árbol continúa bendiciendo a hombres y animales. Los bendice con la dicha de su sombra, brindándoles leña y abono, con su fruto, pan de la pobreza, Patay, Aloha y Añapa.
De la puerta de la cocina surge la madre secando sus manos en el delantal y llama al niño.
—Toñito… Toñito… A comer…
Sin esperar respuesta, porque sabe que él vendrá corriendo, entra nuevamente a la casa. El niño se pone en pié y se despide de su amigo invisible.
—Hasta luego Abuelo. Después de la siesta puedo volver.
—Hasta cualquier momento, mi niño. Siempre me encontrarás junto al Padre y Señor del Bosque, a quien tú has llamado ¡Catedral de los pájaros!
De "Ternas y Trilogías. ISBN 978-987-28908-5-8