El
cabriolé se detiene frente a una de las chacras del Iberay. Rancho de barro a
la sombra de un yvyrapytâ. El negro Joaquín se
arrima a la tranquera. El paisano al pescante saluda en Guarani.
- Mba’éichapa, kambá? Temiandu guarâ Karaí Artigas. (-¿Cómo estás,
negro? Traigo una visita para Don Artigas)
- Iporânte… ha nde? (Muy bien ¿y vos?)
- Iporânte avei. (Muy bien, también.)
-¡Decile
que baje, pues!
Se da
media vuelta y grita en dirección al rancho:
-José,
tenemos visita…
Del
coche desciende un hombre vestido a la europea; un caballero bastante mayor con
bastón y botas de montar. Joaquín lo recibe con una sonrisa grandota y le
extiende su mano negra y callosa.
-¡Bienvenido,
amigo! Joaquín Lencina, pa’ lo que guste mandar.
El
visitante, con gesto adusto, observa al moreno un instante y estrecha con
energía la mano extendida.
-Yo
también me llamo José. Es un gran placer estrechar su diestra Sr. Lencina.
-Llámeme
Ansina, como todo el mundo.
En la puerta del rancho se destaca la figura
de un anciano de poncho, alpargatas y bastón, que con paso seguro se aproxima
al grupo. Al llegar, saluda al cochero con un:
-Mba’épa,
angirũ. (¿Qué tal, amigo?)
-
Mba´épa, Karaí. (¿Qué tal, Señor?)
Mira
al visitante a los ojos y extiende su mano.
-José
Artigas, paisano, para servirlo…
-José
de San Martín, a sus órdenes…
Joaquín, con una risotada, se golpea la
pierna exclamando “¡Esto sí que se pone lindazo!” y saluda al cochero.
-Jajohecha peve, koygua. (Adiós, paisano)
-Jajohecha peve, kambá (Adiós, negro)
Los
dos José se miran a los ojos mientras estrechan sus manos. ¡Cuántos pensamientos, cuántas preguntas bullen en esas mentes entradas en años, muchos años!
-El mate está pronto y adentro está
más fresco.
Ambos ancianos caminan despacio, apoyándose
en sus bastones, uno importado y fino, el otro hecho de madera silvestre,
tallado por una mano guaraní y no muy recto. Una vez sentados a la mesa y
mientras el mate espumoso cumple con su mítica tarea de romper hielos, la
conversación comienza a adquirir fluidez.
-Don José, se nos
acaba el tiempo y no quería partir sin estrechar su mano y agradecerle
profundamente su aporte, invalorable, a la emancipación de nuestra América.
-Amigo José…
-Llámeme Pepe,
por favor.
-Pepe, no hice
otra cosa que luchar por la causa de los pueblos… Yo hice mi parte como usted
hizo la suya…
-¡Así es! Pero
usted en el Este y Don Martín en el Norte, me dieron el tiempo necesario para
organizar el Ejército de los Andes y poder así batir al enemigo en Chile y
Perú.
-La suya sí que
fue una gesta increíble. Si hubiese contado con el Irlandés Brown, otra habría
sido el final de la historia.
-Las cosas fueron
como fueron y ambos terminamos traicionados y vilipendiados. ¡Eso no lo esperé
nunca y aún me hiere! Yo logré huir de los confabulados en mi contra y
continuar mi vida en libertad, aunque lejos de mi
tierra. Pero usted… usted no sólo sufrió la traición y el escarnio, ¡sino que
también cargó cadenas!
-Pero no me quejo… La vida siempre
enseña algo
aunque no lo comprendamos en su momento. Las cadenas en la vejez me templaron
para la partida… Además, en este lugar me siento en paz…
Las
pausas son largas, como si el mate marcara los tiempos de la conversación. El
negro Joaquín participa de la mateada entre los quehaceres de la cocina y de
vez en cuando participa de la charla.
-¡Fue bravo
cruzar la cordillera y peliarlos a los maturrangos! ¿No?
-Fue bravo pero
no imposible. Conté con algunos oficiales que la habían cruzado antes; ¡eso
ayudó! ¡También fueron invalorables los pardos y morenos que me acompañaron! No
solo constituían una excelente infantería sino que eran fuertes, ¡muy fuertes
para soportar las penurias de la travesía! Por eso mi placer al estrechar su
mano, Ansina. ¡Usted me trajo gratos recuerdos de mis bravos soldados!
-Agradezco el
homenaje en nombre de mi raza…
-Pepe, estos
hombres regaron nuestro suelo con su sangre… Fueron hombres libres y murieron
como tales… pero su espíritu permanece en los territorios en los que lucharon y
llegará el día en que renacerán en nuevos hombres libres…
-Puede ser, José, pero no lo verán
nuestros ojos.
-No lo verán, es
verdad; pero sus pensamientos, Pepe, nuestros ideales volverán a anidar en los
corazones de nuevas generaciones.
-Es posible. Pero tras ellos ¿no
vendrán también traidores y perdularios?
-Jajaja… No tengo
dudas que así será, pero hasta ahora, después de la noche siempre llegó la
aurora. Mientras el mundo gire, así seguirá sucediendo.
-¡Siempre habrá tiranos que
combatir!
-¡Y traiciones que
soportar! Pero ahora necesito mover las piernas. ¿Qué le parece si nos pegamos
una caminata mientras seguimos conversando?
-Don Pepe,
póngase este chambergo de paja que es más fresco que su galera. Y este ponchito
de lino le irá más cómodo que la levita.
-Muchas gracias, Ansina, es usted muy amable.
Los dos ancianos
caminan lentamente buscando la sombra del guapo’y, del ka’a o del peterevy. Los
bastones dejan su huella en la tierra colorada; las alpargatas y botas la hacen
revolotear. Las palabras continúan entretejiendo una amistad que quizás la vida
con sus misterios había predestinado.
-José, de mi
familia, solo yo abracé la causa de la libertad de América, ¿y la suya?
-¡Ah… mi familia!
Mis padres sirvieron a la causa de los pueblos. De mis cinco hermanos, solo
Manuel Francisco vivía cuando estalló la Revolución y en ella sirvió; partió en
el 22, mientras Francia me tenía enclaustrado. Mi padre lo siguió a los pocos
meses. Y mamá… ¡nunca supe cuándo partió! Mi hijo Manuel –el charrúa- fue un gran
compañero de armas hasta el 20; después, al finalizar la patriada, tuvo que
cuidar de su gente y por ahí ha de andar… José María era muy pichón cuando la
Revolución; después del 30 sirvió con “el pardejón” y nos dejó hace unos tres
años…
-¡Vamos quedando solos!
Ambos enviudamos temprano. Mis hermanos Juan y Justo fallecieron hace como
veinte años. ¡Qué cosas tiene la vida! Pensar que mientras ustedes luchaban por
detener a los portugueses nosotros cruzábamos la cordillera y logramos batir al enemigo en Chile… ¡y
mientras usted estaba cautivo, yo me embarcaba hacia el Perú!
-Llegué hasta acá en busca de ayuda… y se terminó mi actividad política.
Hubo algo que no pude ver con claridad; pero así es la vida y no es fácil
discernir los tiempo.
El sol comienza a
mezquinar su luz y los hombres desandan el camino. Ahora a las palabras las
sustituyen largos silencios…
-José, debo
embarcarme esta misma noche. Llegué hasta aquí gracias a los buenos oficios de
Doña Juana Carrillo y no debo abusar de su gentileza.
-Lo entiendo, Pepe. ¡Es una gran
señora! Ella ha hecho confortable mis últimos años.
La despedida es
silenciosa. Los tres ancianos se prodigan cálidos abrazos. Al partir el coche,
se agitan las manos en un último adiós. La húmeda brisa de la noche paraguaya
acaricia, como queriendo enjugar las lágrimas que mansamente riegan los
pliegues de los rostros curtidos por el tiempo y la Historia…
ISBN 978-987-28908-7-2 Cuentos con Historia 2ª Edición.