Amanece temprano y en la
toldería hay movimiento. Todos tienen tareas que desarrollar. Las mujeres
curten pieles, los ancianos instruyen a los niños narrándoles historias de la
tribu, los jovencitos se dirigen a las lagunas a pescar y revisar las trampas y
los adultos se preparan para salir en busca de caza.
El cacique Erarán habla a
su hijo casi adolescente.
-Tuguacané, ya eres casi un
hombre. Tienes piernas fuertes y ojos atentos. Te he visto perseguir y bolear venados. Eres bueno. Hoy probaré tu
resistencia. Correrás a mi lado, solos tú y yo.
Comienzan a trotar en
dirección al Este. Después de una hora de trote sostenido el padre comienza a
apurar el paso mientras observa de reojo a su cachorro. Éste parece no sentir
el esfuerzo. Mantiene una respiración rítmica; la vista fija en el camino. En
la carrera deben atravesar pajonales, lo que hace que el esfuerzo sea mayor. A
las dos horas retoman el trote hasta llegar a destino.
Los ojos del joven
demuestran asombro al contemplar el horizonte. Hasta donde alcanza su vista
solo hay agua. Al frente, a derecha y a izquierda, solamente agua.
-Hijo, ésta es el Agua
Grande de la que habló tu abuelo durante muchas lunas. Es el lugar donde las
Aguas que Corren se juntan y siguen viviendo todas unidas. Ni los Mbeguá canoeros
se adentraron ahí.
-¿Quiénes son ellos?
-Son amigos que vinieron de
lejos. Viven en las Aguas que Corren y se desplazan flotando sobre troncos
huecos que llaman canoas.
-¿Y viven peces acá?
-Vamos a cazar algún sábalo
en la orilla para comer ahora y lo verás.
Terminado el almuerzo ambos
se tienden a la sombra de unos pajonales ribereños. El Cacique observa el paso
de las nubes como queriendo descifrar un mensaje. El joven se pone en cuclillas
y se dedica a observar el agua marrón que se adueña del horizonte.
-¡Padre! ¿Qué es aquello
que se mueve en el Agua Grande?
Erarán se pone de pie y
otea el horizonte entrecerrando sus ojos. Después de un rato responde:
-No lo sé. Parecen canoas
grandes. Esperemos.
Ocultos en el pajonal
observan como unos navíos de un tamaño como nunca habían visto, fondean donde
el Agua que Corre se sumerge en el Agua Grande. Padre e hijo observan descender
de ellos, seres extrañamente vestidos cuyas cabezas y pechos reflejan los rayos
del sol del atardecer. Con gran atención los ven ir y venir descargando bultos
de los navíos y los oyen hablar en un idioma desconocido. Cuando las sombras
comienzan a cernirse sobre ellos el padre ordena regresar.
Al otro día temprano se
reúnen los hombres y ancianos a escuchar el relato del Cacique. Después de
mucho debatir, entre todos resuelven enviar un grupo con algo de comida como
obsequio. A la noche dejan los pescados y la caza cuereada, todos perfectamente
destripados, ahumándose. Con las primeras luces, emprenden la marcha.
Llegan al asentamiento a
media mañana. Se acercan lentamente, sin gritos, simplemente dejándose ver. Les
salen al paso un grupo de soldados, quienes al ver los alimentos asumen una
actitud casi gentil.
Durante varios días los
Querandí fueron con alimentos que compartieron con los hombres que trabajaban
levantando chozas de barro y caña. Los que tienen don de mando, siempre
comieron aparte en una de las Canoas Grandes fondeadas allí cerquita.
Después de terminar de
construir las casas, los extraños
comenzaron a levantar un cerco en derredor. Una tarde se les apersonó uno de
los hombres con vestimentas relucientes y los increpó de mala manera.
-¡A
ver vosotros, indolentes, poneos a trabajar u os haré sentir el filo de mi
acero!
Ninguno comprendió ni una
sola palabra, pero la actitud y el tono de voz hostiles los alertaron. Todos a
una, desataron las boleadoras de sus cinturas y después de un verdadero duelo
de miradas
con el
castellano, emprendieron veloz carrera hacia la toldería.
Se terminaron las visitas
solidarias. Cierto día, alguien trajo la noticia de que un grupo de Extraños se
dirigían al poblado. Los esperaron de pie empuñando jabalinas y bolas. Las
palabras castizas fueron entendidas solo por el viento, que se las llevó lejos.
Los invasores, ni bien llegaron al perímetro de paravientos, fueron atacados.
La escaramuza fue breve y los españoles se retiraron muy maltrechos, con
heridos y moribundos.
Luego del enfrentamiento,
Erarán envió mensajeros rumbo a las comunidades vecinas convocando a una
reunión general. Después de varios días de largas discusiones, resolvieron
expulsar a los extraños y de inmediato
se dedicaron a preparar las armas.
Un amanecer, en veloz
carrera hacia el portón de entrada, atacaron llenando el amanecer con alaridos
capaces de helar la sangre en las venas. Antes de lograr su objetivo, un ruido
ensordecedor y desconocido se impuso sobre la gritería. Cayeron varios y el
asombro se adueñó de los
atacantes. ¡Los invasores tenían armas que arrojaban el fuego del rayo y el
ruido del trueno! Entonces Erarán dio la orden de retroceder.
Mientras el Chamán curaba a
los heridos, un grupo se dedicó a llevar los muertos a las tolderías y los
demás establecieron un cerco fuera del alcance de las armas extrañas. Y así las
noches y los días transcurrieron sin que los sitiados pudiesen romper el asedio
y salir en busca de alimentos. Luego de varias lunas, comenzó a llover. El agua
fue deshaciendo el parapeto de caña y barro poco a poco.
Cuando éste se vino abajo,
ya nada pudo detener el ataque. Después del asalto, los Querandí se retiraron
con alegría, dejando atrás un montón de ruinas humeantes. Los extraños que no
murieron huyeron en las Canoas Grandes escupiendo truenos y relámpagos mortales
por la boca de sus armas. Pero ya nada importaba; tuvieron que huir para salvar
sus vidas.
Días más tarde, después de
celebrar con bailes y comilonas la expulsión de los hombres extraños, Erarán
llevó a
Tuguacané
fuera de la toldería y le habló así:
-Hijo, esos hombres
volverán. En la Tierra sin Árboles, cerca de las lagunas, viven hermanos; allá
por donde bajan las Aguas que Corren hay hermanos y también amigos. Recuérdalo
siempre, porque los necesitarás.
-Pero padre, después de
huir no creo que quieran volver. Parecían muertos, ¡muertos de hambre y de
miedo!
-Volverán, Tuguacané. Vi
odio y codicia en sus ojos. Volverán…
2a Edición de "Cuentos con Historia" ISBN 978-987-28908-7-2