El salón de Esmeralda y Corrientes está
colmado. La orquesta del Maestro “Pirincho” siempre convoca multitudes.
La primera actuación de Malena, resultó
memorable. Elegante, con un vestido negro brillante, entallado que le cubre los
tobillos, zapatos de taco alto al tono y un pañuelo blanco en su mano derecha.
El tango canción interpretado por ella, simplemente ¡cautiva! Las frases brotan
mansas de su boca y son alondras que revolotean por el lugar, libres,
juguetonas, dejando en cada oído una caricia, una indescriptible emoción…
Finalizada su entrada, se dirige como es
habitual a la barra, donde el barman la recibe con una sonrisa, mientras le
prepara su trago habitual.
-No, Mariano, hoy necesito algo más fuerte.
-¿Un whisky con hielo y soda?
-No, mejor con hielo picado solamente. ¡Hoy
me siento muy rara!
Mariano le sirve el trago y se retira
respetuosamente, adivinando su necesidad de estar sola. Ella saborea la bebida
lentamente con los ojos cerrados, buscando un recuerdo o analizando sus
emociones.
Un hombre guapo y muy bien vestido se acerca
y le habla.
-¡Permítame felicitarla! ¡Estuvo usted
sublime!
-¡Pero si usted es…!
-Sí, sí, pero no lo diga en voz alta; ando
escaso de tiempo esta noche y sólo quise conocer la voz de la que tanto se
habla en el ambiente.
-Muchas gracias. ¡Es usted muy gentil! Y
además un cantor comprometido…
-Usted lo ha dicho, pero no hablemos de mí o
esta charla terminará siendo una cursilería.
-Jajaja… tiene razón, Hugo. ¿Dispone de unos
minutos para acompañarme en un tango?
-¿Le parece? ¿Sin ensayo? ¡Es todo un
desafío!
-Sí
que me parece. ¿Qué tal si cantamos “Compadrón”?
-De acuerdo, pero sin bis… ¡Terminamos y me
escapo!
Se dirigen al director, dialogan y el maestro
“Pirincho” interrumpe la sesión de baile para presentar al visitante de lujo y
anunciar la actuación del dúo como obsequio a la concurrencia.
Los murmullos se acallan con los primeros
compases y las alondras vuelven a revolotear. Él aporta un contra canto que
reafirma el fraseo de ella y su segunda de barítono parece proteger la
aterciopelada voz de la contra-alto.
Al
finalizar, los aplausos parecen no tener fin. La orquesta prorrumpe en
medio de ellos con una nueva selección de tangos para bailar.
-Me marcho. Discúlpeme. Volveré con más
tiempo; le debo una copa…
-¡Vaya nomás! Y no me debe nada. Siempre será
bienvenido.
En la barra, Alfonso aplaude en silencio a
manera de homenaje.
-¡Qué pintón su partenaire!
-¡Callate, chabón, y devolveme el trago!
Con una sonrisa socarrona le sirve el vaso
que tenía preparado y se retira. Saboreando el trago, sus ojos vuelven a
perderse en la nada, en la inmensidad o en el pasado…
El hombre, bien empilchado, se acerca con
movimientos casi felinos y rompiendo la tradición de la invitación al baile con
un cabeceo desde lejos, casi en un susurro le dice:
-¡Buenas noches! ¿Bailamos?
Ella, lentamente retira el vaso de sus
labios. “¡¡¡Esa voz!!!”, piensa
mientras deja el trago sobre la barra. Luego gira lentamente hasta que sus ojos
encuentran el rostro del interlocutor.
Dueña
por completo ya de sus reacciones, lo mira de la cabeza a los pies, luego
observa detenidamente su vestido, pide la cartera al barman y busca en su
interior. Saca de ella un alfiler de gancho y una tijera. Se pone de pie,
vuelve a mirar a los ojos a su invitante –que permanece acodado en la barra con
un gesto de curiosidad en el rostro- tras lo cual se concentra en su tarea.
Coloca el alfiler sellando la costura a la mitad del muslo derecho, corta el
dobladillo con la tijera y de un firme tirón abre la costura hasta el alfiler
de gancho. Coloca los enseres en su lugar y devuelve la cartera.
-Tomá, Mariano… y juná como se baila el
tango.
Mira al hombre bien trajeado, le dice: “¡Bailemos!”, y se dirige a la pista
seguida por el galán. A su paso, en las mesas comienza a haber cuchicheos, pues
ningún habitué jamás la vio aceptar una invitación.
Ya en la pista, muy parsimoniosamente se
entrelazan; ella lo abraza con su brazo izquierdo a la altura de los hombros,
descansa su mano derecha sobre la izquierda de él, que delicadamente la
sostiene y juntan sus mejillas. El la abraza a la altura de los omóplatos. Con
los primeros tangos, las parejas próximas comienzan a dejarles lugar para poder
admirar su manera de bailar. Ellos, indiferentes a todo, simplemente bailan,
pero lo hacen de una manera especial, que atrae… que cautiva…
Al terminar cada pieza, ambos aplauden a la
orquesta. Después de tres o cuatro tangos, luego del aplauso él exclama:
-A ver, ¡Maestro!, un tango bien canyengue,
¿puede ser?
El Maestro Canaro habla con sus músicos y los
compases de “9 de Julio” inundan el salón.
La pareja cambia el abrazo; él apoya su mano
derecha en medio de la espalda de su compañera, se inclina levemente y junta su
mejilla derecha con la izquierda de
ella. Ahora la danza es una sucesión ininterrumpida de cortes, quebradas,
taconeos y firuletes. Nadie más baila. Todos miran y admiran. La pareja se
concentra en la danza y hay una comunicación profunda y sin palabras entre
ellos. Los demás comentan y se preguntan “¿Quién será el fulano? ¿Por qué nadie
lo vio antes por acá? ¡Qué bien que bailan! ¿Cuál es su relación? ¡Parece el
Tito! ¡A ella nunca la vimos bailar y menos de esta manera!
El tango termina y empieza nuevamente una,
dos veces, y al final, el homenaje de una ovación. Ellos aplauden a la
orquesta, saludan a los bailarines devenidos
en público con una leve inclinación de cabeza, para finalmente mirarse a
los ojos…
-¿Por qué tardaste tanto, Inocencio?
-¡No es fácil cambiar de vida, Malena, pero
tenía que hacerlo por vos!
Sin más palabras, regresan a la barra,
siempre ajenos al bullicio que los rodea. Parecen no darse cuenta o ignorar la
fuerte impresión que causaron en la concurrencia.
-¡Felicitaciones! ¡Qué linda demostración!
-Se agradece, amigo, pero no fue nada más que
un baile…
-¿Junaste bien, chabón? Ahora alcanzame las
pilchas que ya nos vamos.
Y salen del salón. Tomados del brazo.
Caminando lentamente se alejan por Esmeralda hacia el sur. De pronto, se oyen
disparos a sus espaldas. Con una reacción a puro instinto, él la empuja contra
la puerta de un edificio y la cubre con su cuerpo. Se escucha el ruido de un
auto que sale quemando gomas por Corrientes hacia el bajo. A pocos pasos de la
puerta del salón se ve la figura de un hombre de bruces en la vereda mientras
comienzan a asomarse algunos curiosos
-¿Qué pasó, Inocencio?
-¡Qué sé yo! Mejor nos vamos de una vez,
parece que quedó un fiambre tirado… Algún ajuste de cuentas, será.
Se escucha el grito lastimero de una sirena
que se va acercando, mientras ellos reanudan su caminar.
-¡La pucha que sigue siendo bravo vivir en
Buenos Aires!
Mientras la pareja se aleja retomando un andar
juntos después de tanta ausencia, Floreal Ramírez boquea ahogándose en su
propia vida, que va tiñendo de rojo la vereda. El cuchillo aún empuñado en la
diestra. Los ojos abiertos llenándose de oscuridad. Gritando sin emitir
sonidos:
-¡Malhaya mi suerte, Correa! ¡Otra vez me
tocó hacer sapo!
De mi libro Noches... ISBN 978-987-28908-1-0