lunes, 20 de julio de 2015

Recuerdos...


     Al llegar al departamento -5° piso, contra frente mirando al Oeste- deja la cartera en el perchero, el chal y la boa sobre el respaldo de un sillón. Se sienta en el sofá, se descalza, se sube el vestido y se quita las medias delicadamente. Mientras apoya los pies en el piso, hace juguetear los dedos sobre la alfombra mullida. Revisa las medias para ver si están corridas. Introduce el puño hasta llegar a la punta del pié, lo abre ligeramente cuidando de no tocar el fino material con las uñas y con la otra mano la retira lentamente mientras sus ojos exploran la trama en busca de enganches. Terminada la ceremonia se calza unas pantuflas y enfila para la cocina. Pone agua a calentar y prepara el mate con cascaritas de naranja más una pizca de azúcar.
  Mientras sorbe la infusión del verde y picado elemento, recorre las ventanas asegurándose que todas estén cerradas. Entreabre algunas cortinas y cierra completamente otras. Se detiene ante una repisa con dos fotografías; en la primera están ella y su madre, en la otra, Eugenia, Federico y Ludmila. Recuerda su infancia sin papá; vivió feliz con su mamá hasta los ocho años. Después, todo cambió; se sumó a su vida un padrastro, quien en la primera oportunidad que tuvo, no dudó en manosearla. Llorando se lo contó a su madre, pero ella finalmente optó por su hombre. Entonces la llevó a vivir con la tía, recientemente enviudada y con dos purretes.
La tía Eugenia era muy dinámica y alegre. Paraba la olla lavando y planchando para afuera. Ella cuidaba los críos y la ayudaba con la ropa; Eugenia le enseñó a coser botones y a hilvanar dobladillos. Sonríe al recordar que a la tía le gustaba el tango. Tarareando la segunda de uno de aquellos tangos arrabaleros de su infancia vuelve a la cocina. Regresa pava en mano y se sienta a recordar, mateando y dejando que las fotografías la lleven en busca de recuerdos. El conventillo en el que vivió con la tía estaba en los alrededores del Mercado de Abasto. Allí vivían dos guitarreros de boliche que por las tardes solían ensayar en el patio del frente. Los que a veces cantaban tenían letras picantes, con doble intención. Casi sin darse cuenta comienza a cantar bajito, con los ojos cerrados.
-El cachafaz cae a un baile
recelan los prometidos,
y tiemblan los maridos
cuando cae el cachafaz.
Y llega el recuerdo de aquel sábado de febrero… Los guitarreros tenían visita; un taita de Barracas al Sur, que además era bailarín. Ella los espiaba detrás del macetón de geranios mientras bailaban hombre con hombre a puro corte y firulete. ¡Era tan joven entonces, casi una  niña! Se ríe al recordar cuando la descubrieron.
-Ché, Correa, juná como nos vicha la “Malanena”.
-A ver, pebeta, ¿te gusta el gotán? Si te animás, te enseño unos pasos…
Entonces el ayer se hace presente y mate en mano se pone a bailar. Siente la presencia de aquel hombre. Su abrazo delicado. La barba bien afeitada sujetando su mejilla. Sus manos grandes guiándola con finura ¡Su olor… penetrando todo su ser… llenándola de sensaciones desconocidas!
Finalmente se deja caer en el sofá; ceba otro mate y entre sorbo y sorbo vuelve a cantar.
-Con mil promesas de ternura les oferta,
como todos, un mundo de grandezas
y nadie sabe que la pieza no ha pagado
y anda en su busca afligido, el acreedor.

Vuelve a mirar las fotos rememorando su vida. ¡Su historia de amor duró tan poco! Con diecisiete años se fue a vivir con el taura que cautivó su corazón aquella tarde. Pero apenas transcurrido un año, él le dijo: “Male, el amor no la vá con mi laburo, perdoname si podés.” Y se fué…
Hace chistar la bombilla y se enjuga una lágrima. Mas los recuerdos siguen aflorando. Después, apareció Don Giuseppe en su vida. El profesor de música que la esperó una tarde en la puerta del Conservatorio.
Ella volvía del taller de costura, cantando bajito como siempre lo hacía al caminar. El profesor le propuso estudiar canto con él; dijo que ella tenía condiciones y que le cobraría baratito. ¡Don Giuseppe! ¡Fue lo más parecido a un padre que tuvo en su vida! Él le consiguió la audición de prueba con aquella orquesta de tango en la que debutó como cantante. Y así la vida mistonga quedó atrás gracias a la expresividad de su fraseo, pulido por las enseñanzas del tan querido Profe Don Giuseppe.
Después de un largo bostezo lleva pava y mate a la cocina. Vuelve a la sala a apagar las luces. Se detiene frente a las fotografías. Acaricia la de la tía Eugenia y piensa que ella  vino a verla cantar varias veces; la última vino con Federico, Ludmila y su nuevo marido. Mira largamente la de su madre; sus ojos riegan las mejillas… y diciendo: “Nunca me viniste a visitar, pero yo siempre te hice llegar guita. Ni a mis hermanos me dejaste conocer”, pone el portarretrato boca abajo y se va a la cama.
Al apagar la luz del velador, sus labios musitan:
-¿Por dónde andás, Correa? ¡La pucha que te extraño! 

De mi libro Noches... ISBN 978-987-28908-1-0