Al llegar al departamento -5° piso, contra
frente mirando al Oeste- deja la cartera en el perchero, el chal y la boa sobre
el respaldo de un sillón. Se sienta en el sofá, se descalza, se sube el vestido
y se quita las medias delicadamente. Mientras apoya los pies en el piso, hace
juguetear los dedos sobre la alfombra mullida. Revisa las medias para ver si
están corridas. Introduce el puño hasta llegar a la punta del pié, lo abre ligeramente
cuidando de no tocar el fino material con las uñas y con la otra mano la retira
lentamente mientras sus ojos exploran la trama en busca de enganches. Terminada
la ceremonia se calza unas pantuflas y enfila para la cocina. Pone agua a
calentar y prepara el mate con cascaritas de naranja más una pizca de azúcar.
Mientras sorbe la infusión del verde y picado
elemento, recorre las ventanas asegurándose que todas estén cerradas. Entreabre
algunas cortinas y cierra completamente otras. Se detiene ante una repisa con
dos fotografías; en la primera están ella y su madre, en la otra, Eugenia,
Federico y Ludmila. Recuerda su infancia sin papá; vivió feliz con su mamá
hasta los ocho años. Después, todo cambió; se sumó a su vida un padrastro, quien en la primera oportunidad
que tuvo, no dudó en manosearla. Llorando se lo contó a su madre, pero ella
finalmente optó por su hombre. Entonces la llevó a vivir con la tía,
recientemente enviudada y con dos purretes.
La tía Eugenia era muy dinámica y alegre.
Paraba la olla lavando y planchando para afuera. Ella cuidaba los críos y la
ayudaba con la ropa; Eugenia le enseñó a coser botones y a hilvanar
dobladillos. Sonríe al recordar que a la tía le gustaba el tango. Tarareando la
segunda de uno de aquellos tangos arrabaleros de su infancia vuelve a la
cocina. Regresa pava en mano y se sienta a recordar, mateando y dejando que las
fotografías la lleven en busca de recuerdos. El conventillo en el que vivió con
la tía estaba en los alrededores del Mercado de Abasto. Allí vivían dos
guitarreros de boliche que por las tardes solían ensayar en el patio del
frente. Los que a veces cantaban tenían letras picantes, con doble intención.
Casi sin darse cuenta comienza a cantar bajito, con los ojos cerrados.
-El
cachafaz cae a un baile
recelan los
prometidos,
y tiemblan los
maridos
cuando cae el
cachafaz.
Y llega el recuerdo
de aquel sábado de febrero… Los guitarreros tenían visita; un taita de Barracas
al Sur, que además era bailarín. Ella los espiaba detrás del macetón de geranios
mientras bailaban hombre con hombre a puro corte y firulete. ¡Era tan joven
entonces, casi una niña! Se ríe al
recordar cuando la descubrieron.
-Ché, Correa, juná
como nos vicha la “Malanena”.
-A ver, pebeta, ¿te
gusta el gotán? Si te animás, te enseño unos pasos…
Entonces el ayer se
hace presente y mate en mano se pone a bailar. Siente la presencia de aquel
hombre. Su abrazo delicado. La barba bien afeitada sujetando su mejilla. Sus
manos grandes guiándola con finura ¡Su olor… penetrando todo su ser… llenándola
de sensaciones desconocidas!
Finalmente se deja
caer en el sofá; ceba otro mate y entre sorbo y sorbo vuelve a cantar.
-Con mil promesas de
ternura les oferta,
como todos, un mundo
de grandezas
y nadie sabe que la
pieza no ha pagado
y anda en su busca
afligido, el acreedor.
Vuelve a mirar las
fotos rememorando su vida. ¡Su historia de amor duró tan poco! Con diecisiete
años se fue a vivir con el taura que cautivó su corazón aquella tarde. Pero
apenas transcurrido un año, él le dijo: “Male, el amor no la vá con mi laburo,
perdoname si podés.” Y se fué…
Hace chistar la
bombilla y se enjuga una lágrima. Mas los recuerdos siguen aflorando. Después,
apareció Don Giuseppe en su vida. El profesor de música que la esperó una tarde
en la puerta del Conservatorio.
Ella volvía del
taller de costura, cantando bajito como siempre lo hacía al caminar. El
profesor le propuso estudiar canto con él; dijo que ella tenía condiciones y
que le cobraría baratito. ¡Don Giuseppe! ¡Fue lo más parecido a un padre que tuvo
en su vida! Él le consiguió la audición de prueba con aquella orquesta de tango
en la que debutó como cantante. Y así la vida mistonga quedó atrás gracias a la
expresividad de su fraseo, pulido por las enseñanzas del tan querido Profe Don
Giuseppe.
Después de un largo
bostezo lleva pava y mate a la cocina. Vuelve a la sala a apagar las luces. Se
detiene frente a las fotografías. Acaricia la de la tía Eugenia y piensa que
ella vino a verla cantar varias veces;
la última vino con Federico, Ludmila y su nuevo marido. Mira largamente la de
su madre; sus ojos riegan las mejillas… y diciendo: “Nunca me viniste a
visitar, pero yo siempre te hice llegar guita. Ni a mis hermanos me dejaste
conocer”, pone el portarretrato boca abajo y se va a la cama.
Al apagar la luz del
velador, sus labios musitan:
-¿Por dónde andás,
Correa? ¡La pucha que te extraño!
De mi libro Noches... ISBN 978-987-28908-1-0