Tarde gris de otoño. Después del
almuerzo, mientras saboreo un café, observo el fondo a través del ventanal.
Pasto recién cortado y gruesas gotas de lluvia que intentan humedecer el patio
y las plantas.
Los ciruelos perdieron ya sus
hojas, y pienso que este año ¡se merecen una buena poda! Detrás de sus ramas
desnudas se destaca la fronda del laurel, entre cuyo follaje perenne hicieron
sus nidos al menos un casal de torcacitas, otro de zorzales. El verano pasado
se sumó una tacuarita, que anidó en la enamorada del muro.
Cada uno de ellos engalana con una
melodía diferente al parque. Los zorzales y su bellísimo trino mañanero,
interminable. Las torcazas parecen alargar las siestas con la languidez de su
arrullo. A la tacuarita nunca la vi; en realidad se la adivina más que verla,
pero su gorjeo breve y repetitivo alegró los atardeceres estivales confirmando
su presencia.
Un colibrí reposa
no más de diez segundos en la punta de una rama desnuda de ciruelo, como
tomándose un momento de reposo en su incesante búsqueda de néctar. ¡Es extraño
verlo en esta época!
Los zorzales, mis admirados, ya no
bajan ni en pareja ni tan confiados como antes a buscar lombrices y hormigas.
Es que ahora hay un gato en la casa y su presencia los mantiene en permanente
estado de alerta. Se posan en el extremo de la rama más baja, lejos de la
horqueta, y desde allí otean su presa. De a uno por vez, descienden,
cazan una lombriz con su pico y vuelven a la rama a deglutirla. Por lo menos en
el parque andan siempre atentos, como nerviosos. Cualquier movimiento en la
casa los espanta y huyen hacia lugares más seguros. La presencia del gato
cambió la armonía del hábitat compartido por aves y humanos. Aún así me resulta
agradable contemplarlos y disfrutar sus cantos.
El ciruelo próximo a la
cocina, bajo cuya sombra un verano que parece tan lejano se rompieron las
estructuras de mi vieja manera de vivir, enfermó. Casi no dio sombra ni frutos.
Se está secando, como lo hizo mi amor. Así también el viejo ciruelo está
envejeciendo y entregando su tronco a la tierra, de a poco, integrándose al
nuevo ciclo de su vida…
De pronto, de entre el verde refugio
del laurel, emerge el dueño de las madrugadas. Planea hasta posarse en la grama
a mitad de camino entre el árbol y la parrilla. Semeja un gentilhombre
impecablemente vestido: frac marrón, chaleco gris clarito y calzones cortos de
color marrón rojizo. Por el porte es un macho adulto. Mira hacia el ventanal,
también al pasto en su derredor y nuevamente al ventanal. Gira un cuarto de
vuelta en dirección a la parrilla, da tres pasitos cortos, se detiene y vuelve
a mirar en mi dirección.
Repite la acción dos veces y desaparece
en la leñera. Pero de inmediato se asoma y otea todo el panorama. Ahora captó
toda mi atención; casi no respiro. Vuelve a entrar y salir de la leñera, pero
ahora con un grano de alimento para mascotas en su pico. Mira hacia la casa,
traga su nuevo alimento y entra nuevamente. En cinco segundos lo veo aparecer
con otro grano en el pico, que no deglute sin antes asegurarse que no hubo
cambios a su alrededor. Repite la maniobra tres veces más y alzando vuelo se
pierde en la seguridad del laurel.