A fines de Diciembre, entre las
fiestas de Navidad y Año Nuevo, se desató una tormenta que se venía anunciando
hacía días. Con las primeras ráfagas de viento me aboqué a cerrar ventanas y
persianas; se oían truenos lejanos y descargas eléctricas. Desconecté la tele y
la compu por si acaso y me fui a la cama. No recuerdo la hora, pero me despertó
el estruendo de la lluvia sobre el tejado. ¡Qué carajo pasa! pensé. Al encender
el velador una descarga eléctrica hizo temblar los vidrios y se llevó la luz.
¡La puta, a buscar velas Ya en la cocina y con la linterna encendida miré por
la ventana y sólo se veía una cortina de agua cimbreante por el vendaval. La
tormenta estaba descargando toda su furia sobre nosotros. Mientras revisaba
puertas y ventanas, después de un trueno ensordecedor escuché los gritos de mis
vecinos.
Los nuevos vecinos eran una pareja de
horneros que alegraban mis atardeceres con la risotada que tienen por
canto. Yo me sentaba en el porche a
disfrutar el mate de la tarde y me entretenía observándolos. Habían construido
el nido frente a mi casa sobre los cables de la luz entre dos postes separados
por no más de treinta centímetros. ¡Nunca había visto un hornero equilibrista!
Pero allí precisamente lo habían construido.
Sin meditarlo me calcé las botas, me
puse la capa para lluvia y linterna en mano salí al jardín. Dirigí el haz de
luz hacia el nido que se hamacaba peligrosamente hacia atrás y adelante. De
pronto oí el ruido como el de una rama al quebrarse y los cables que eran el
sostén del nido comenzaron a oscilar arriba y abajo con violencia. No me
atrevía a dar un paso afuera del porche, el agua enturbiaba mi visión, y
además… ¡qué podía yo hacer ante la inminente tragedia! Decidí esperar el
desenlace y ver de recatarlos cuando cayera el nido.
En un momento amainó la lluvia pero
no así el viento. Entonces oí un grito del hornero que nunca había escuchado y
acto seguido vi a uno de los adultos descolgarse en uno de los vaivenes de nido
y en vuelo rasante se dirigió directo al ciprés del fondo de la casa de mi
vecino. No logré alumbrar su el vuelo pero escuché su voz proveniente de
ese lugar. Volví a alumbrar el nido, a punto ya de caer, y vi a los pichones
volando raudos con el mismo destino. ¡Sólo faltaba uno y el nido se estaba
desplomando irremediablemente! En el instante justo en que éste se desprendió
de los cables y cayó hacia atrás, lo vi salir volando directo al refugio.
Después escuché, amortiguado por el ruido del viento, su hermoso canto a dúo…
Sonreí y volví a entrar en la casa con una sensación de alivio en el corazón.
Recuerdo que para el mes de octubre
habían comenzado a agregarle a su hogar briznas de pasto, hojas secas y alguna
que otra plumita. Imaginé que estarían preparando el lugar para reproducirse.
Supuse que necesitaban un lugar mullido donde empollar sus huevos.
Además de disfrutar las carcajadas
con que rematan su canto, algo me llamó poderosamente la atención. Una
tardecita el macho andaba en el jardín picoteando hormigas y lombrices, cuando
descendió la hembra muy cerca de él. El
andar de la hornera es bastante guaso, pero hicieron una suerte de pasos de
minué, por describirlo de alguna manera; luego se pararon frente a frente,
separaron las alas siempre señalando el suelo, estiraron los cuellos y con el pico
entreabierto ¡comenzaron a cantar a dúo! ¡SI, como lo oyen, cantaron un dueto!
Comenzó el macho y a las tres o cuatro notas se sumó la hembra. Yo no salía del
asombro. Cada uno cantaba con una frecuencia diferente, más rápida la del
macho; la de la hembra parecía un contra-canto. La melodía derivó en un in-crescendo para finalizar en una
estruendosa carcajada al unísono. Fue aquella una primavera única, la que pasé
con mis nuevos vecinos.
Después de la tormenta, con el sol
calentando de a ratos por entre las nubes que se desarmaban, salí a buscar los
restos del nido, pero éste se había hecho trizas contra la calle. Dos días
después todo volvió a la normalidad. Tuvimos luz y el barrendero municipal
levantó los restos de barro frente a mi casa ignorando lo que había sucedido.
Para finales de Octubre o principios
de Noviembre, nacieron dos pichones. Sólo divisaba los dos picos abiertos
reclamando comida cuando uno de los padres volvía con el alimento que
depositaba con cuidado dentro de los piquitos y vuelta a buscar más alimento.
Para Diciembre los pequeños comenzaron a hacer sus primeras prácticas de vuelo.
Siempre en compañía de uno de los
padres, primero planeaban hasta el pasto del jardín, después debían regresar al
nido intentándolo una y otra vez hasta lograrlo solos. Después practicaron sus
vuelos siempre cortos hacia otros postes o árboles buscando dominar la técnica.
Mis vecinos con plumas volvieron a
construir su casa, esta vez entre las ramas del ciprés. Continuaron picoteando
en mi jardín, donde abundan las lombrices, alegrando mis tardes de mate con su
canto-carcajada…
De mi libro "Ternas y Trilogías" 978-987-28908-5-8