La
madrugada es muy fría. El reloj señala las cuatro y cuarto. La humedad penetra
sin que el abrigo pueda contener los temblores del cuerpo. A través de la
ventana mis ojos pretenden inútilmente divisar alguna forma; la niebla lo ocupa
todo. Sólo de trecho en trecho se distingue el brillo de las “jirafas”
luminosas. El sueño y el silencio parecen ser los únicos compañeros de la bruma
mañanera; los sentidos se embotan, comienzo a cabecear. Lucho contra la modorra
que me invade y que puede mas que el frío. De pronto algo viene en mi ayuda, es
el ruido de la maquinaria que se pone en marcha; me sobresalto.
A
medida que el tiempo avanza las sombras van aclarándose y se insinúan
timidamente las siluetas de las estibas de madera. Los faros de algún vehículo
todo terreno se abren paso muy lentamente; los oídos se acostumbran al ruido
monótono y sostenido, y si se presta atención, sólo se percibe un molesto
zumbido.
La mañana se instaló en plenitud y el sol
comienza a entibiar la tierra; los contornos se ven con nitidez. Las pilas de
madera secándose, los grandes tractores zigzagueando entre los bultos,
hamacándose por el peso de la carga. La costa del río aún se disimula con
densos jirones de vapor; el horizonte de este lado es un largo festón rematado
por las copas de los pinos. El zumbido de los grandes generadores oculta el
canto de los pájaros; los hombres van y vienen buscando la caricia del sol. El
aserradero es un ogro insaciable devorando troncos y troncos sin cesar.
Durante
el descanso se organiza algún “picadito” de fútbol, siempre de ritmo vivo, pues
hay que jugar los dos tiempos reglamentarios por el asado del sábado; hay
hinchas que alientan, gritan y ríen, y cuando el partido termina, todo es
alegría. El perdedor siempre paga, porque en definitiva se trata de disfrutar
un poco entre todos ese efímero goce que disimula el paso de un día más, que
nos va quemando, sin sentirlo, la vida. La caldera quema, los camiones cargan,
pesan y se alejan. Quizás no vuelvan más, o quizás vuelva con otro chofer.
Del otro lado del río la costa es
menos abrupta, el declive siendo pronunciado no llega a ser barranca; no hay
casi playa y los botes atados a la orilla suben y bajan al ritmo del agua que
busca el mar. Hay algunas casas pero no distingo animales ni huertas. Tampoco
hay pinares; el progreso no ha llegado aún y tal vez el monte vaya muriendo lentamente al golpe
del hacha. No veo tractores ni escucho el ronquido de las moto sierras, pero el
humo de las piras encendidas me dicen que están “rozando”. La selva se muere,
con una lenta agonía se va muriendo. Dicen que es el precio de la civilización.
No bajan jangadas por el río, ni siquiera chatas cargueras se divisan; he visto
solamente los restos de algún pontón semi hundido en la orilla barrosa.
Entre
el reviro y el mate de la tarde la noche se va acercando, densa, agrandando la
soledad, silenciosa. El cuerpo se inquieta, se rebela ante la incomodidad que
cada vez es mayor, pero es impotente; las horas pesan, la mente queda
aletargada y las reacciones son lentas, los ojos duelen, quieren cerrare y
descansar, pero no es tiempo aún. El río es cómplice de la luna y para que no
la vean extiende nuevamente su manto cubriéndolo todo. La niebla penetra por
cada resquicio; adentro y afuera no se ve más allá de diez o doce metros. Los hombres
trabajan envueltos en cuanto abrigo tienen, cansados, monótonos, húmedos.
Por fin llega la hora largamente
anhelada, nos vamos a casa. Entre la bruma, sobre nuestras cabezas se escucha
el chillido de los murciélagos en su ronda nocturna. Sólo deseo llegar pronto
al calor de mi hogar, contemplar mis dos amores y descansar. Llevo grabada en
la mente la oscura boca del aserradero devorando troncos y troncos sin cesar…
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