Se me perdió un recuerdo y no logré hallarlo por más que
revolví el archivo de la memoria una y otra vez. La falta de ese recuerdo me
deja una suerte de vacío existencial. Para intentar recuperarlo, viajé un fin
de semana a mi ciudad natal.
Me embarqué en Bs. As. rumbo a Colonia el sábado a las nueve
de la mañana. El Río de la Plata siempre igual; manso o encrespado, su color
marrón oscuro es inalterable. Me gusta contemplar el horizonte que va quedando
atrás hasta que la ciudad desaparece de la vista. No sé porqué, pero me gusta. De
Colonia viajé en micro a Montevideo. El camino está bordeado de palmeras a lo
largo de varios kilómetros. La ruta es angosta y las palmeras están casi junto
a la banquina. El terreno allí es ondulado, lo que hace que el viaje sea
placentero. Por ser zona de granjas, el paisaje está en permanente cambio. La
tierra negra recién arada, los sembradíos de distinto verde, las majadas…
La entrada a Montevideo está cambiada, moderna, apta para un
tránsito rápido. Me gusta admirar el viejo puente de hierro sobre el río Santa
Lucía, que inspirara a más de un poeta. ¡Pensar que hasta allí llegó
Hernandarias en sus correrías!
Ni bién bajé en la terminal, me dirigí a Malvín, el viejo
barrio de mi infancia. Aunque conserva algo de su vieja fisonomía, está muy
cambiado. Los solares de viejas casonas hoy están ocupados por edificios de
departamentos. ¡La playa! ¡Cuánto cambió la playa! Tiene la mitad de la arena
que tenía hace veinte años, ya no hay ranchitos de pescadores entre las rocas y
el cine municipal al aire libre ya no existe. Cuentan que a la arena y los
ranchitos se los llevó una gran tormenta allá por el 2000. Consecuencias del
cambio climático, que le dicen. El cine, no; eso fue una adaptación
presupuestaria. Ése recuerdo está vivo en mi; cada noche de verano esperaba la
llegada de mi viejo para ir juntos a tomar un helado y mirar una película
sentados en el muro de la rambla.
La cuadra en la que viví esta casi igual. Se modernizaron las
construcciones, pero no hay edificios de pisos, y eso me gustó. Mi infancia
transcurrió en esa cuadra; jugando a la pelota, a la rayuela, a la escondida o
al Martín Pescador. Un cambio notorio: el viejo almacén de la esquina, donde se
compraba todo suelto, es ahora un auto servicio.
Con paso lento recorrí la manzana donde aún funciona la
Escuela donde cursé primaria. ¡Sigue linda como antes! Ocupa toda la manzana,
son varios edificios de dos plantas
rodeados de parque arbolado; coníferas
de varias especies y moras. ¡Si habremos estudiado Ciencias Naturales en ese
parque! Fue una institución de avanzada. Tenía –y aún tiene, aunque no funcione
como tal- un cine que oficiaba de Salón de Actos en las Fechas Patrias. Los
domingos nos encontrábamos todos los pibes del barrio en la matiné. Era
conocido como “La Piojera”, ¡imagínense porqué! ¡Pero qué tardes pasábamos ahí!
Tampoco es de la escuela mi recuerdo perdido…
Dejé entonces que mis pasos me llevaran sin intentar siquiera
racionalizar el porqué del camino. Así llegué a la placita que está frente al
club de básquet. ¡Qué cambio! Tenía las canchas al aire libre, incluso la
profesional con gradas de cemento; ahora es un polideportivo cerrado. Me senté
en un banco, encendí un cigarrillo y dejé vagar mi vista por donde quisiera.
Encontré casas modificadas pero aún reconocibles. Cuando el pucho se consumió y
me quemó los dedos, me di cuenta que estaba mirando una esquina con una
construcción desconocida, sin embargo ¡yo conocía esa esquina! Cerré los ojos y
mi mente retrocedió en el tiempo, tratando de recordar qué había en ese lugar.
¡Sí! ¡Allí vivía Lucía! De pronto la veo con su guardapolvo
blanco tableado entrando a la escuela, llevando el portafolio en su mano
derecha. ¡Era una “manyalibros”! No era gorda sino rellenita; tenía la tez muy
blanca y sus ojos y cabello eran negros como el azabache. Tímida, pero sonreía
con frescura y cuando lo hacía ¡se le formaban dos hoyuelos en las mejillas!
Teníamos doce años al terminar la primaria. La pubertad nos llegó con fuerza a
todos. Ese verano organizamos un “baile lluvia” cada sábado en diferentes
casas. Todos bailábamos con todas, pero en los lentos siempre nos buscábamos el
uno al otro, bancándonos las cargadas de los demás. No nos propusimos noviazgo.
Creo que, sin comprender lo que nos sucedía, nos dedicábamos a disfrutar la
grata sensación de las hormonas derramándose como torrentes en nuestros
cuerpos.
La vida nos llevó por distintos caminos y no volví a verla ni
saber de ella, pero hoy me siento contento por haber recuperado tan bello
recuerdo de aquella época, de cuando éramos felices…
De la Antología "Encuentros de café" ISBN 978-987-28908-6-5