Pero en primer lugar debo presentarme. ¡Soy un martillo bolita de un kilo! Y para que no haya malos entendidos les daré una descripción de mi persona: el martillo es una herramienta de mano que se utiliza básicamente para golpear. Constamos de dos partes: cuerpo o mango y cabeza. Nuestro cuerpo es de madera y está unido por uno de sus extremos a nuestra cabeza. El peso de nuestra cabeza determina la tarea que podemos realizar. Mi cabeza es cilíndrica de un lado y el extremo más corto es esférico, de ahí mi nombre “bolita”.
Habito en un taller de reparaciones junto a muchos otros congéneres y diversas herramientas de mano, entre ellas mis primas las mazas, regordetas y pesadas. Los martillos de mi generación, de mediados del Siglo XX, fuimos creados con el fin de ser útiles por mucho tiempo. Puede decirse que la Teoría de la Evolución de las Especies de Darwin era aplicable en nosotros.
El humano que me posee se siente orgulloso de contar conmigo. Me mima; cada tanto revisa la cuña que fija mi cuerpo a mi cabeza y si tiene dudas, me da un baño de inmersión para que la madera se hinche y mi cabeza no bailotee sobre mis hombros. Después me seca minuciosamente para que no me oxide. Así es nuestra sociedad y soy feliz, yo le soy útil y él me cuida. No todos los martillos del taller somos iguales, no. Quedamos pocos de la vieja guardia.
Las nuevas generaciones ya no vienen con el cuerpo de madera semi-dura, cuña del mismo palo y cabeza templada. Ahora Darwin fue sustituido por las Leyes del Mercado. Como lo que importa es bajar costos y vender mucho, los nuevos vienen con cabeza de hierro dulce y cuerpo de madera blanda. En lugar de cuña de madera utilizan algo llamado resina epoxi, producto maravilloso de múltiples usos, según los fabricantes. Pero la realidad es que los nuevos solo sirven para mirarlos. No son aptos para las exigencias del trabajo. Sus blandas cabezas se deforman enseguida, su cuerpo frágil se quiebra fácilmente y el sello epoxi se desprende y no hay como acuñar la blanda madera.
La tragicomedia comenzó con una maza de dos kilos de la novel generación y sucedió así: El humano estaba golpeando afanosamente una gruesa chapa con ella, cuando de improviso la cabeza de mi prima se desprendió del cuerpo, y dando una voltereta en el aire, impactó sobre la mano que la empuñaba. Consecuencias del hecho: contusión, hinchazón, servicio médico y gran revuelo en el taller ¡por falta de seguridad en el trabajo! El humano estuvo un par de días sin venir a trabajar y se inició una exhaustiva investigación del suceso en busca de la mejor solución. ¡Esto no debía volver a suceder!
La solución llegó en forma de una orden concreta: “A todas las mazas y martillos se les debe insertar un seguro metálico que atraviese la cabeza y el mango”. Muchos humanos cumplieron con la orden, pero el mío decidió no hacerlo y me ocultó de la inspección. ¡Pasé así a vivir en la clandestinidad! La medida, por supuesto no funcionó. Como era de esperarse los cuellos blandos se debilitaron y adquirieron tal juego que imposibilitaba el uso adecuado de la herramienta. Ante el reclamo de los humanos fue necesario buscar otra solución. Y fue entonces que entró en escena ¡”el Roberpierre de los martillos”!
La orden fue tajante: Cortarle la cabeza a todas las mazas y martillos defectuosos. La “solución final” se puso en práctica y rodaron las cabezas. Su destino fue la fundición y el de los cuerpos, la basura. Yo no lo presencié porque permanezco en el anonimato, oculto, pero escuché los comentarios de los humanos entre jocosos e indignados.
El corte de cabezas se complementó con una compra de mazas y martillos de última generación. Finalmente llegaron las vedetes del taller: ¡dos esbeltas mazas de cuatro kilos con mango de hierro forrados en goma! Las de mano, las más pequeñas y de uso diario aún no arribaron, las esperan con curiosidad.
Mientras tanto, yo, sigo mi vida de misterio, porque aunque estoy y trabajo, el humano casi no me deja ver, por si Roberpierre reapareciere…
De mi libro "Historias cotidianas". ISBN 978-987.28908-0-3
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