Año 1945. El 17 de Octubre se presenta cálido. La Plaza está colmada de gente que corea consignas a favor de su líder. Miguel se incorporó a una columna que había entrado a la Capital por el Puente Saavedra. A media tarde, curioso por conocer más detalles de los que llegaron como él hasta allí, Miguel se desplaza entre la multitud, sonriente, entonando cada tanto los cánticos junto a distintos grupos de personas, todos con el mismo fervor, llenos de esperanza.
Comienza a anochecer y el cansancio de la larga espera se hace sentir, pero la expectativa de lo que está por vivir es mayor que el cansancio y el sueño; hay que ser paciente. No se sabe quién comenzó, pero las antorchas de papel de diario se multiplican por cientos, dándole un nuevo color a ese auténtico Cabildo Abierto.
Al pasar cerca de la Pirámide de Mayo, unos ojos color miel le llaman la atención; mira a la dueña de esos ojos tan lindos, que no le devuelve la mirada y continúa su camino. “Tal vez no me vio, pero juraría que sí”, piensa mientras sigue desplazándose entre la gente. Con ese pensamiento, a poco andar, decide volver sobre sus pasos en busca de la mujer junto a la Pirámide.
Cuando el líder sale a un balcón de la Casa Rosada, la multitud comienza a corear enfervorizadamente su nombre. Las filas se cierran, ya no hay espacio para caminar. Por más que se estire y se ponga en puntas de pié, no llega a verla. Todo esfuerzo por avanzar resulta en vano, nadie quiere ceder su lugar. El Coronel recién liberado comienza a hablar; la muchedumbre ahora esta quieta, estática, hace silencio como queriendo apropiarse de cada palabra que él les dirige, porque les está hablando a ellos, al pueblo trabajador, a su pueblo.
Terminado el acto y después de cantar una y otra vez consignas de victoria, la muchedumbre comienza a desconcentrarse, en orden, llenos de felicidad, comentando los sucesos y abrazándose en un gesto solidario de triunfo. Miguel retoma su intento de volver hasta la Pirámide, pero debe avanzar contra la marea humana y cada dos pasos hacia delante retrocede uno.
De pronto se encuentra frente a frente con la belleza de los lindos ojos, a menos de un metro de distancia. Ella trastabilla y él apenas logra tomarla de un brazo evitando la caída. Ahora sí se miran el uno al otro, muy próximos los rostros. Ella le regala una sonrisa y un cálido “Muchas gracias”. Miguel la toma del brazo y se ofrece para acompañarla hasta salir del medio del gentío. Muy juntos se desplazan siguiendo la corriente y casi sin darse cuenta también ellos comienzan a comentar los sucesos y las palabras que escucharan hace pocos minutos.
- ¿No le parece que éste es un momento demasiado importante para los trabajadores? La lucha de clases produjo como resultado la aparición política de un hombre como el Coronel.
- ¡No me diga que es usted comunista o anarquista! Ellos son los que propagan esa doctrina.
- ¡Pero no, la lucha de clases no es una filosofía, es un hecho comprobado!
- La inventó Carlos Marx, el del Manifiesto Comunista, ¿o no?
- No, no, no. Él ideó un método científico de interpretación de la historia y le puso palabras al hecho que los grandes cambios se producen cuando los explotados enfrentan a quienes los explotan.
- Mmm… tendría que pensarlo un poco. ¡Me llama la atención que a una mujer le interese la política y esté tan informada!
Las cuadras se suceden una tras otra y el tema de conversación comienza a ser más personal. Intercambian nombres, ocupaciones y esas cosas que a un hombre le interesan saber de una mujer. En una de esas él le pregunta:
- Y dígame, Princesa, ¿es usted todavía solterita?
- ¡No me llame así! En este país se terminaron los títulos nobiliarios hace casi ciento cincuenta años… Y no, soy viuda.
- ¿Tan joven y ya viuda?
- Si; me casé con el hombre equivocado. Era pendenciero y golpeador. Una madrugada a la salida de un piringundín de los que frecuentaba, lo apuñalaron. Me hicieron un favor…
- ¡Ah! Pero lo de Princesa lo decía como homenaje a su belleza…
- Le deben hacer falta anteojos. Yo no soy linda.
- ¡No me diga eso! Cuando llegue a su casa, pregúntele al espejo y verá.
- ¡No diga pavadas, quiere! Todos los días me miro al espejo y sé muy bien lo que veo. Además, ¡los espejos no hablan, sólo estaría preguntándome a mí misma, y ya sé la respuesta! Llegamos. Aquella es mi casa. Déjeme aquí nomás.
- Al menos regáleme la esperanza de volver a verla. La invito a pasear el domingo.
- Está bien. Espéreme en la Avenida que recién cruzamos a las cuatro de la tarde, ¿le parece?
Y los encuentros se fueron sucediendo uno tras otro. El romance, inevitablemente, surgió entre ellos. Un buen día resolvieron irse a vivir juntos y a duras penas consiguieron una pieza con balcón al frente en un inquilinato de San Telmo. Allí comenzaron una nueva etapa de sus vidas. Sus expectativas corrían parejas con las de la mayoría de la población, que por fin veían el comienzo del país tan esperado.
Diez años después, luego de varias mudanzas de inquilinato en inquilinato, la vida les regaló un hijo que ya tiene tres años. Son tiempos convulsionados los que vive el país ahora, pero ellos siguen apostando al futuro.
Los trabajadores nunca tuvieron mejor trato. Cierto que las contradicciones se acentuaron, sobre todo con la nueva realidad: la mayoría de los asalariados ya no son emigrantes sino provincianos desplazados de sus terruños, que buscan en la ciudad una nueva calidad de vida, que no siempre logran, pero así son las cosas.
Esa mañana Miguel tiene franco y después del mate se prepara para salir. Es que la C.G.T. pidió a todos los trabajadores estar alerta porque hay rumores de golpe de estado.
- No salgas Miguel. Quedate con nosotros. ¡Tengo un mal presentimiento!
- ¿Usted con presentimientos? ¡No sea zonza! Voy hasta la Plaza a ver cómo está la cosa y vuelvo a contarle. ¡Quédese tranquila, mujer!
Y Miguel sale a la calle y comienza a caminar hacia el Norte a paso vivo, porque él también tiene una desazón que no le dá tregua. A poco andar oye ruido de aviones acercándose. Sin detenerse levanta su mirada al cielo. El sonido de los motores es cada vez más fuerte. Acelera el paso al ritmo de su corazón. De pronto percibe un nuevo sonido; el de un avión en picada. Escudriña el cielo, pero nada alcanza a ver. Al sonido ensordecedor lo sucede el ruido de explosiones.
Miguel se desplaza ahora en frenética carrera. Brotan lágrimas de sus ojos. Su mente es un torbellino de ideas. Siente en los pies el temblor de las explosiones. Suelta un grito desgarrador sin detener su carrera…
- ¡Noooo! ¡Hijos de putaaaa! ¡Asesinos! ¡Asi nooo!