Conforme a lo prometido, retomo la edición de estos cuentos, que no son historia ni pretenden hacerla, son solamente ficciones mediante las cuales traté de ver el hecho histórico que les da marco desde el punto de vista de uno de sus protagonistas, un hombre común de nuestra postergada Patria Grande en sus apasionantes comienzos. Aca vamos...
1863
Otra vez nos han vencido. De nada nos sirvió el coraje ni la autoridad del Chacho. Las lanzas no pudieron contra los rémington. ¡Una y otra vez nos derrotaron! Ahora nos persiguen como a delincuentes; no hay juicio ni perdón para nosotros. Si no nos mataron en combate nos matarán si nos rendimos; sólo nos queda escapar, pero no tenemos adonde huir… Tendríamos que dejar los llanos y adentrarnos en la cordillera; si lo logramos podríamos intentar cruzarla, pero los matungos ya no dan más y ellos tienen caballada de remonta en cualquier pueblo… ¡estamos jugados!
La polvareda nos envuelve, pero los siento cada vez más cerca. Mi potro echa espuma por la boca y parece querer tragarse el viento pero no afloja su carrera. ¡Ah pingo, si me sacás d´esta, no sé con qué pagarte! Los que se rezagan se desesperan taloneando sus montas, pero es inútil, los fletes no pueden más, galopeamos toda la noche y ya es media mañana…
Cambió el viento. Ahora se puede ver la partida que nos persigue. Son muchos más que nosotros y se sienten triunfantes, anhelantes de muerte, de la nuestra… Ya se escuchan los disparos… zumban cerca los proyectiles. No quiero mirar para atrás. Acaricio a mi moro y le susurro palabras en quichua que él parece entender; voy a intentar la desesperada. Si me matan, que al menos él se salve.
Nos abrimos en abanico para dificultar la puntería. Al sentir pasar un plomo demasiado cerca, me dejo caer sobre el pescuezo de mi flete que afloja un poco su loca carrera y lentamente me voy deslizando hacia un costado hasta dejarme caer. El golpe es muy fuerte y ruedo cuatro o cinco veces sobre mí mismo hasta quedar despatarrado cara al cielo y con los brazos en cruz. El poncho casi me tapa la cara pero logro ver a mi caballo desprenderse de la formación y huir hacia la derecha. Me quedo inmóvil, con los ojos cerrados, esperando el desenlace. No los veo pero siento el golpe de los cascos cada vez más cerca. Ya están encima de mí. Uno… dos, saltan por sobre mi cuerpo… siento sus alaridos de placer. El último se abre un poco y a la pasada me dispara su fusil. La bala al golpear mi hombro me sacude y aprieto los dientes para no gritar. “¡Cagaste gaucho!” exclama sin detenerse. ¡Por ahora zafé! Siento la sangre fluir y la herida parece quemarme, pero no debo moverme.
El sol me abrasa. Me quedo quieto hasta sentir que el silencio vuelve a adueñarse de los llanos. Estos llanos donde pasé mi vida y ahora se las estoy dejando. ¡Pero no, no me voy a entregar ahora! Lentamente me incorporo sobre mi brazo sano hasta sentarme. Con la vincha tapono la herida que casi no sangra. Muy despacio logro ponerme de pié tratando de acostumbrar mis ojos a la luz cegadora de este sol nuestro. Perdí la noción del tiempo. Por mi sombra colijo que ha de estar avanzada la tarde. Tengo entumecido el brazo herido pero logro juntar las manos y después de varios intentos puedo soltar un largo y agudo chiflido en la dirección en que desapareció mi moro.
El tiempo pasa lento y comienzo a caminar con pasos vacilantes; de pronto lo veo surgir de la nada al trote largo. Caigo de rodillas y le agradezco a la Pacha Mama su favor. Cuando llega a mi lado, sacude las crines y resopla fuerte sus belfos. Mientras lo acaricio le digo “¡Si, Morito, le esquivamos el bulto a la parca y juntos otra vez!”
Al atardecer llegamos al montecito junto a un cañadón y mi corazón se paraliza de espanto. Los cadáveres de mis compañeros yacen con la manos atadas a la espalda y lanceados; ¡los ejecutaron con sus propias lanzas los muy hijos de perra! Al sargento lo colgaron de las muñecas y lo fusilaron. Más bién jugaron al tiro al blanco con él. Lo dejaron morir desangrado. ¡Habrase visto tanta maldad en un crestiano! Me arrimo para descolgarlo y al cortar una soga brota un gemido de sus labios resecos. ¡Vive! Corto la otra soga y lo acomodo como mejor puedo sobre mi flete. Me duele el balazo pero lo bajo para recostarlo en la tierra. ¡No sale de esta! Con un pedazo de camisa traigo agua del cañadón y le mojo los labios. Al sentir el frescor del agüita abre los ojos, vidriosos y como mirando al infinito. Apenas susurra “Despéneme, soldado”… y vuelve a cerrar los ojos.
Los míos se enturbiaron; ya no recuerdo cuándo fue la última vez que lloré, pero pelé el facón, lo apoyé en su corazón y dudé… Puso su mano hinchada sobre mi pierna y casi sin mover los labios me dijo “¡Hacelo, hermano!” Tragué saliva y dejé caer mi cuerpo sobre la faca. Pataleó una vez… y partió…
Como pude amontoné los cuerpos. Cerré ojos abiertos. A cada uno le devolví su lanza. Los tapé con cuanta rama seca y hojarasca pude juntar y encendí el fuego. Grabé una tosca cruz en el tronco de un algarrobo, monté en el Morito y partimos en busca del consuelo y protección de la noche…
De mi libro "Cuentos con Historia". ISBN 978-987-33-0843-7