CAPÍTULO II
Cirilo se recuesta con el
chala en los labios y entrecerrando los ojos recuerda las palabras de su hijo,
y éstas lo llevan lejos en el tiempo. Hasta aquella tarde en el arroyo Sauce de
Luna, en 1820, cuando combatiendo a las órdenes de López “Chico” resultó
herido. Durante la huida la pérdida de sangre lo debilitó de tal manera que en
un montecito cerca del Rincón del Yuquerí le pidió autorización al correntino
que lo dejara quedarse a retrasar todo lo que pudiera a la partida que los
perseguía.
-¡No puedo dejarte a morir,
chamigo!- fueron sus palabras.
-Ya estoy juga’o.- le
respondí.
Me tendió una bota con agua y
su carabina.
-Solo me quedan dos tiros y
vos los podés aprovechar. ¡Apuntá bién que ésta no yerra!
Me dio un fuerte apretón de
manos y se alejó a todo galope. Pero
también recuerda con una sonrisa que no se quedó solo. Tres Charrúas se
quedaron con él. ¡Solidarios, los
indios!, pensó.
Mientras escupe el pucho
rememora que apuntó y disparó. Vio caer
al primer jinete antes de oír tronar la carabina. Disparó el segundo tiro y
tumbó a otro. Arrojó la carabina y dando gritos atropelló la partida, que sorprendida por el
ataque sofrenó su carrera. Lo seguían a corta distancia los tres Charrúas dando
alaridos y levantando polvareda con los manojos de ramas que llevaban atadas a las
cinchas. Pasada la sorpresa los enemigos se dividieron y mientras unos les
hacían frente los demás reemprendieron la persecución. Los indios se detuvieron
y agotaron sus flechas con certeza bajando enemigos; él siguió adelante y el
choque a pesar de ser desparejo, resultó ¡tremendo! Guiando el caballo sólo con
las piernas, con la izquierda descargó el trabuco para luego utilizarlo a modo
de maza mientras la diestra manejaba la tacuara a punta y tajo. El caballo
pechaba y giraba, pechaba y giraba mientras
él descargaba golpes a diestra y siniestra. Sangrando por pecho y
espalda no cejaba en aquella danza de muerte. Pero la diferencia era
demasiada. Lanzas y sables se empeñaban
en destruir su carne. Hasta que una bola perdida puso fin a la masacre.
-¡Que mandinga te rejunte,
negro’el demonio!
Fueron las últimas palabras
que oyó antes que un disparo le clavara el hombro al suelo. Después silencio y
sombras, las sombras envolviéndolo todo.
Cirilo sacude la cabeza como
queriendo apartar los recuerdos, se lava la cara con agua fresquita y se
dispone a comenzar una nueva jornada. Unce la mula a la bordalesa con ruedas en
el Alto de las carretas y emprende la
marcha. Casi dos leguas deben recorrer hasta llegar al punto del arroyo
Maldonado donde carga el agua para vender en la ciudad. En un remanso junto al
monte ribereño, cuelga la roldana de la rama de un sauce y balde a balde va
llenando la barrica gigante entretanto la mula pasta tranquilamente.
Mientras descansa su mente
divaga y se pone a pensar en la leyenda del Maldonado. ¿Sería en este lugar
donde comenzó? Es un buen refugio para un fugado. Y según dicen había
jaguaretés por estos lados. Este
pensamiento lo hace ponerse tenso y prestar atención. Instintivamente manotea
el facón mientras pasa la vista por el derredor. Al darse cuenta de su actitud,
sonríe y retoma su labor. -¡Y dia’nde jaguaretés, si hemos corrido al bicherío
lejos!- dice en voz alta
Previo a emprender la vuelta pica naco, arma un chala y
antes de devolver el facón a la cintura lo acuesta sobre las dos manos
observándolo. El sol reverbera en el acero iluminando su rostro moreno. Detiene
su vista en el mango, donde perduran las iniciales de su antiguo dueño. Sonríe
y vuelve a recordar.
Las sombras lo envolvían,
densas, aplastándolo. Y en medio de esas sombras surgieron unos ojos color
amarillo que infundían terror; la penumbra se convirtió en unas fauces de
largos colmillos. Ese animal, feroz habitante de la selva africana del que le
hablaran sus padres, se agazapó y saltó sobre él con sus garras afiladas por
delante. De su garganta brotó un grito.
-¡Orunmilá! ¡Orunmilá!-
invocando a los dioses de sus padres.
-Juá, juá, juá… No, Tizón, yo
no soy ese que’stás llamando. Soy el Ciriaco de Monte. ¡Pucha que habías sido
duro p’al epiche! Juá, juá, juá.
Ésa era la voz del Ciriaco.
¡Así era él, purita risa pero machazo por demás! Vuelve el facón a la cintura y
emprende el regreso.
El bamboleo del carro lo
vuelve a sumir en sus recuerdos, en aquel día cuando Ciriaco y el Mencho Silva
lo llevaron hasta el rancho de Ña Minga, quien entre yuyos y venceduras lo
ayudó a recuperar la vida. Y recuerda que oyó la voz de Ciriaco diciéndole:
-Tizón, cuando te recuperes y
necesites conchabo buscame en la Estancia “Los Cerrillos”, en San Miguel del
Monte. Y como un gaucho no puede andar desarmado te dejo mi facón, juá, juá,
juá… Ché vieja, cuidámelo bien al Tizón, que machos como éste ha de haber
pocos.
Y así sin darse cuenta, acompañado por los
recuerdos, cruzó el puente de madera sobre el viejo Camino de Las Lomas rumbeando a la ciudad.
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