Todo comenzó una tórrida tarde de Diciembre. Después de muchos años sin vernos fui un domingo a pasar el día con viejos amigos, que habían logrado con mucho esfuerzo comprar un terreno y construir su casa en el conurbano bonaerense. Después del asadito del mediodía bajo la protección de la parra, siguieron los recuerdos, las anécdotas de antaño una y otra vez revividas; después, el mate y la cantarola con guitarra y bombo. Al caer la tarde y camino a tomar el colectivo para regresar, me llamó la atención oír música de murga.
- ¿Me parece a mí, o lo que se oye es una murga?
-¡Sí, sí! Es la murga del barrio que se prepara para los carnavales. ¿Querés chusmear un rato? Nos queda de camino. Nos desviamos sólo un par de cuadras.
Y fuimos. Ensayaban en el predio de la Sociedad de Fomento, al aire libre. Bombo con platillos, zurdo, tambor y redoblante, formaban la batería, que sonaba bastante bien. El cuerpo de baile, formado por jóvenes y niños de ambos sexos, practicaba una rutina muy agradable matizada con esas cabriolas impresionantes que sólo los murgueros saben cómo hacer. Capturó toda mi atención quien dirigía a los bailarines. Era una joven de veinte y pocos años; bonita, muy bonita, de cabellos renegridos como una noche sin luna. Sus movimientos además de increíbles eran sumamente gráciles. El grupo seguía sus indicaciones fielmente. Rara vez debían repetir una rutina para mejorarla. Ella tenía “ángel”… Quedé embelesado mirándola y no me di cuenta cuando el ensayo terminó. Mi amigo me volvió a la realidad con una carcajada y un “¡Ché, te quedaste embobado!”
Y si, me había quedado totalmente enganchado con aquella visión. Retomamos el camino a la parada y acordamos un nuevo encuentro para dentro de quince días, pero esta vez con otros amigos a quienes trataríamos de contactar en ese tiempo. Finalmente llegó el día y el reencuentro fue inolvidable. ¡Pasamos un día fenomenal! Al caer la tarde nos despedimos prometiéndonos unos a otros no volver a perdernos. Yo decliné la invitación de los que se ofrecieron a acercarme en su auto y me dirigí al lugar donde ensayaba la murga. Al igual que la vez anterior, no hice más que admirar a la bailarina que me había cautivado con su gracia.
Durante el mes de Enero, fui dos veces a ver el ensayo. Tres horas de viaje en trenes y colectivos de ida y vuelta, sólo para verla un rato. No iba a la casa de mi amigo sino a ver el ensayo, es decir, ¡a verla a ella! Me mezclaba con los vecinos y nunca me animé a intentar un acercamiento. Finalmente llegó Febrero, el Carnaval y los Corsos. Tenía anotados en mi agenda las fechas y los Corsos Barriales donde la murga participaría. Había resuelto concurrir a todos y arrojar una flor al paso de la bailarina.
El primero fue en Ciudadela. Cuando ella vio caer la flor a sus pies, la recogió, efectuó dos o tres volteretas, la besó y la arrojó nuevamente al público. En el segundo –en Villa Crespo- levantó la flor con delicadeza, sin dejar de bailar le dio un beso, la apoyó en su corazón y continuó la rutina de su danza con ella en la mano, pero ahora mirando al público, quizás tratando de identificar a quien la estaba homenajeando. El tercer Corso fue en Balvanera ¡y me vio cuando le arrojaba la flor! Como la vez anterior, la tomó en su mano derecha, la besó y después de una cabriola sin par, se detuvo unos segundos, que me parecieron horas, porque la apoyó en su corazón, me saludó alzando su galera multicolor ¡y me dedicó una reverencia! Yo no cabía en mí; no sabía si reír o ponerme a bailar como un murguero más. ¡Qué felicidad experimentaba todo mí ser!
¡Y llegó el Corso de Avenida de Mayo! La comparsa avanzaba cómo siempre al ritmo de la batería. Los bailarines hacían las delicias del público con el extraordinario movimiento de sus cuerpos. Pero la bailarina que cautivó mi corazón, no estaba. En su lugar dirigía la danza un joven alto y delgado, tan buen bailarín como ella. Quedé un tanto desconcertado al no verla. Seguí el desfile tratando de hallarla mezclada entre el cuerpo de baile, pero no, no estaba…
En determinado momento, después de una voltereta inverosímil, el joven se detuvo formando con brazos y piernas una equis. La batería dejó de sonar y los bailarines quedaron como congelados en su lugar; parecían estatuas… nadie se movía. El flaco se quitó la galera lentamente y acalló las voces del público con su potente voz de tenor zarzuelero.
“La Princesa, alma de ésta murga, ya no está entre nosotros, porque Dios, la Vida o el Destino, así lo dispuso. Por ella… calla la comparsa.”
Calló el público cuando todos, músicos y bailarines, cayeron rodilla en tierra, cual muñecos desarticulados, como si un titiritero hubiese cortado los hilos que les daban movimiento. Lloró la comparsa. Y lloró también mi corazón. Quedé anonadado, estrujando la flor entre mis manos… No entendí lo que estaba pasando… No entendí ni entiendo aún lo que había sucedido… La bailarina, ¡Mi Bailarina!, ya no está… ¿Cómo será el mundo sin ella? ¿Podrá otro Carnaval calmar este dolor?
De mi libro "Historias cotidianas". ISBN 978-987-28908-0-3
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